Los tres pecados capitales del deporte

La sociedad española contempla, sorprendida y alarmada, cómo la Fiscalía Anticorrupción está investigando tres posibles amaños de partidos en Primera División y seis en Segunda. La sorpresa es relativa; la alarma, justificada. Solamente una ingenuidad suprema puede llevar a pensar que una actividad con tantos intereses de todo tipo en juego puede ser inmaculada.

Año tras año, en las postrimerías de la temporada, cuando unos cuantos equipos tienen todavía mucho que ganar o que perder, y otros tantos ya no tienen nada que perder o que ganar, se reconoce la existencia misteriosa de «maletines viajeros». Valijas trashumantes de dudosa procedencia y destino más dudoso aún, pero de propósitos meridianamente claros: alterar por medios fraudulentos la limpieza de la competición.

Se mencionan conversaciones telefónicas en clave. Sugerencias inconcretas. Proposiciones indefinidas. Promesas vaporosas. Acciones envueltas en medias palabras, en sobreentendidos para iniciados o suspicaces, en acusaciones sin fuerza, en defensas sin convicción, en silencios gremiales, incluso el de los perjudicados. Hoy por ti, mañana por mí.

Todo se queda finalmente en amagos de investigación, en palabrería dispersa. En aire. En humo. La nueva temporada arranca este fin de semana y no hay ni tiempo ni ganas de estropearla con mensajes negativos que, después de todo, dan una mala imagen general. El aficionado sólo desea que el fútbol vuelva a empezar cuanto antes y apasionarse o evadirse a través de él. Las autoridades tienen asuntos más graves de los que preocuparse, y la prensa no quiere vender desagradables o aburridas noticias que, para colmo, no son ni eso, sino rumores, especulaciones, vaguedades... El tema se olvida hasta la campaña siguiente, en la certeza de que volverá a surgir por obligación y tornará a enterrarse por conveniencia.

Este año parece diferente. Existe en la sociedad española, golpeada por la crisis y ultrajada por sus causantes o beneficiarios, una creciente sed de limpieza y justicia como reacción al rosario de corrupciones y desmanes que contribuye a pintar su peor retrato. Los españoles, hartos de maleantes de toda laya, no quieren reductos impunes u opacos. Ni siquiera en los ámbitos de diversión o aturdimiento.

Los poderes públicos, obligados, por la presión de la ciudadanía, a un ejercicio de transparencia y restauración de su propia probidad dañada, se están aplicando a perseguir y sancionar conductas delictivas. Inadmisibles incluso en ámbitos de esparcimiento, sempiternamente contemplados con benevolencia política y tramitados con laxitud judicial. Castigarlas ya no es impopular. Todo lo contrario.

En ese orden de medidas se encuentra la exigencia de que los clubes, hasta ahora beneficiarios de una tolerancia ofensiva e hiriente para el resto de los contribuyentes, cumplan escrupulosamente con sus deberes fiscales. So pena de atenerse, como cualquiera de nosotros, a las consecuencias. Emplear para fichajes el dinero que se debe a Hacienda es otra forma de pervertir la competición.

Ni el más obtuso y cerril de los forofos puede dejar de reconocer que las leyes tributarias deben ser iguales para todos en su letra y su espíritu. También en esa dirección de implantación o res- tauración de la ejemplaridad se inscribe la lucha contra el dopaje, plasmada en la nueva y severa ley al respecto aprobada hace dos meses por el Congreso de los Diputados. Redactarla y promulgarla se había convertido para cualquier Gobierno en una necesidad jurídica y un mandato ético.

El dopaje constituye otra de esas viejas, arraigadas y universales lacras que ensucian y contaminan el deporte. Y, por extensión a la sociedad toda, que ve en sus fundamentos, incluso en el ejercicio exigente de la profesionalidad extrema, una tabla de valores intrínsecos y hereditarios que la ennoblece. Una receta moral que la redime.

La actividad deportiva trasciende la salud, el divertimento, la pedagogía y la ejemplaridad. Es una poderosa máquina mercantil. Forma parte, en sus idas y retornos, del flujo y reflujo dinerario. Por consiguiente, su manipulación, la transformación pérfida de sus reglas, afecta a patrocinadores, organismos públicos y consumidores en una cadena de perjuicios entrelazados que se extienden como una mancha de aceite o ruedan como una bola de nieve. Entidades o estamentos de naturaleza distinta al deporte, pero, como se ve, no ajenos en absoluto a él, están tomando parte en esta especie de cruzada contra la trampa y sus repercusiones de índole sociológica, comercial y educativa. En una iniciativa inédita, e inspirada en gran medida por el ambiente ilusionante que ha creado la candidatura olímpica madrileña, la élite emprendedora y bancaria del país ha suscrito un Compromiso Empresarial por el Deporte Limpio. Una declaración de principios y fines. Un código de buenas prácticas basado en la llamada «tolerancia cero» hacia quienes conculcan las normas que, de una forma u otra, todos forjamos y a todos nos atañen y obligan.

Todo delito es un monstruo sumergido que asoma de vez en cuando las fauces para respirar y se delata. También lo son el dopaje y los amaños. En la certeza de que lo que surge a la luz es la punta del iceberg, las autoridades, deportivas o no, y la sociedad civil hacen de la concienciación el primer paso para combatirlo. De la voluntad de combatirlo, el primer paso para limitarlo. Y de la convicción de limitarlo, el primer paso para acabar con él. O, al menos, para mantenerlo en niveles aceptables. «Sostenibles», en palabra muy en boga. Asumibles sin excesivo conflicto ni daño por la sociedad, en la resignada con- vicción de que la honradez sin mácula en el deporte, como en toda actividad humana, es una utopía.

A los dos pecados capitales del deporte, los amaños y el dopaje, se ha unido modernamente, como actividad ampliamente extendida, plenamente organizada y altamente lucrativa, un tercero: las apuestas ilegales. Una novedosa pandemia fomentada y difundida por las inmensas posibilidades de la red. Una plaga. Un castigo. Las apuestas ilegales han sido señaladas por Jacques Rogge, presidente del Comité Internacional Olímpico, y Joseph Blatter, presidente de la FIFA, como «la mayor amenaza para el deporte en los tiempos actuales».

Las apuestas ilegales y los amaños se hallan con frecuencia, por la propia fétida esencia de ambos, íntimamente unidos. El problema salió a la luz cuando, el pasado mes de febrero, la Oficina Europea de Policía (Europol) llevó a cabo la Operación Veto, que destapó una trama de amaños y apuestas ilegales en 380 partidos de 15 países.

Europol es el órgano encargado de emprender las operaciones de lucha contra la criminalidad en el seno de la Unión Europea. Y ha incluido los amaños y las apuestas ilegales en su marco de competencias junto a los delitos tradicionales de tráfico de estupefacientes, pederastia, secuestro, extorsión, terrorismo, trata de seres humanos, delitos fiscales, blanqueo de dinero, falsificación de moneda, vehículos robados, etcétera.

La lucha contra los amaños y las apuestas ilegales pasará a formar parte, probablemente en el otoño de 2014, de las competencias de la Agencia Española Antidopaje. Los tres pecados están tan interre- lacionados que forman uno solo y como tal debe ser combatido.

El deporte es uno de los espejos sociológicos más directos, visibles, democráticos y gratificantes. Y un termómetro económico y cultural. Y una referencia ética. Y un elemento de proyección internacional. Velar por su salud integral es una obligación y una necesidad para los poderes públicos que tienen competencia sobre muchos de sus aspectos. Y un deber para los entes privados que lo organizan, lo rigen, lo gestionan, lo practican, lo difunden, lo comercializan y lo disfrutan. En definitiva, para todos nosotros.

Carlos Toro es periodista.

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