Luiz Inácio Lula da Silva, tras ser electo presidente de Brasil, tiene tres desafíos: uno social, uno político y otro económico. El primero y más peligroso ha sido que quienes apoyan al aún presidente Jair Bolsonaro no aceptan la derrota y buscan crear un estallido social. Lo intentaron después de que Bolsonaro se convirtiera en el primer presidente del país en no ganar la reelección y también en no admitir la victoria del adversario el mismo día de los comicios, lo cual provocó manifestaciones y bloqueos en más de 200 carreteras por todo el país.
El temor principal de los observadores electorales, ante las reiteradas amenazas de Bolsonaro contra la democracia, era que usara la rabia de la sociedad como una excusa para hacer uso del Decreto de Garantía de la Ley y el Orden y desplegar a las Fuerzas Armadas en su favor. Pero Brasil es enorme y los bloqueos no lograron paralizar al país, por lo cual la situación fue controlada a tiempo.
Parte de ese control vino de una decisión de Alexandre de Moraes, ministro del Supremo Tribunal Federal, quien ordenó a la Policía Rodoviaria Federal —instrumentalizada por el bolsonarismo— que dejara de apoyar los bloqueos y los retirara de las calles. Tras una amenaza de prisión, el director cumplió la orden. También los memes fueron un motivo de tranquilidad, pues inundaron las redes sociales riéndose —y no temiendo— sobre un posible intento de golpe bolsonarista.
El caso más emblemático fue el de un conductor de tráiler que se manifestaba en contra del resultado de la elección y que acabó colgado del parabrisas de un camión durante algunos kilómetros, mientras iba a alta velocidad, antes de admitir que era una mala idea. Hoy ya se venden muñecos del “patriota del camión” que uno puede colgar en su propio coche como broma.
Además, Lula aún sigue enfrentando manifestaciones frente a cuarteles del Ejército, donde los bolsonaristas piden una intervención militar como sucedió en el golpe de Estado en 1964. Hay que recordar que, en aquel momento, los militares dijeron que la intervención sería transitoria, pero se quedaron 21 años en el poder. Y cuando se fueron había centenares de opositores desaparecidos y una economía destrozada.
Otra vez, los memes sirvieron de alivio, tras saberse que manifestantes bolsonaristas se habían emocionado con el anuncio falso de que el ministro Alexandre de Moraes había sido encarcelado y otros se arrodillaron para celebrar la noticia falsa de que se habían encontrado fraudes en la elección. Solo demostraron cómo el bolsonarismo, al crear mentiras que radicalizan a su propio grupo, acaba siendo víctima de su propio delirio.
Sin embargo, ese espíritu golpista no ha encontrado resonancia en el mundo político, que es donde Lula tiene su segundo desafío: garantizar el apoyo parlamentario suficiente para poder gobernar ante un Congreso de mayoría bolsonarista. Lula derrotó a Bolsonaro en una elección que se convirtió en un referéndum sobre la democracia brasileña, donde lideró una coalición heterogénea que unió a sus más fieles seguidores y a movimientos sociales progresistas con banqueros, economistas liberales y antiguos adversarios como el abogado que firmó la solicitud de juicio político de su sucesora, Dilma Rousseff, y el policía que vigilaba su celda cuando pasó casi dos años preso acusado por corrupción (antes de ser liberado por la anulación del proceso).
Ya electo, Lula tendrá que mantener a su coalición unida y lograr más apoyos para no tener que enfrentar solo a tres frentes de oposición: la extrema derecha que pide la intervención militar, la derecha democrática que no entró en su frente amplio, y la derecha llamada Centrão, a quien le interesa más los cargos que la fidelidad ideológica y que actualmente está en un matrimonio de conveniencia con Bolsonaro.
La buena noticia para Lula es que no ha encontrado esa oposición en Brasilia, donde la transición ya empezó y la mayoría de los partidos, incluso algunos que antes apoyaban a Bolsonaro, ya están flirteando con el gobierno recién electo. Incluso el Centrão ya empezó a saltar del barco de Bolsonaro, lo cual era previsible ya que siempre han trabajado con los gobiernos en turno, incluso con los de Lula y Dilma.
Los políticos bolsonaristas más obstinados siguen y seguirán en oposición a Lula, y sus representantes más extremos son de los pocos que apoyan a las protestas golpistas. Pero a esos radicalizados Lula les ha hecho oídos sordos.
Incluso la derecha democrática ya anunció que será una “oposición responsable” a Lula, consciente de que confrontar al gobierno a cualquier costo implica fortalecer a Bolsonaro. Será entre los electores de esa oposición responsable a quien Lula tendrá más posibilidades de reconquistar: aquellos que en algún momento evaluaron bien a los gobiernos del ya oficialista Partido de los Trabajadores, pero que hoy lo rechaza. No es para menos: Lula ha sido el principal actor político brasileño de las últimas décadas y por eso mismo las denuncias de corrupción en contra de su persona, su partido y algunos aliados (que ya han sido investigados y juzgados) están muy presentes en el imaginario popular.
Aunque fue elegido presidente para un tercer mandato con 51 % de los votos, una encuesta electoral mostró que 46% de los brasileños “nunca” votaría por Lula. Para casi la mitad de los votantes, parece que los pecados de Bolsonaro —como las crecientes acusaciones de corrupción contra él y sus hijos, además de sus comentarios homofóbicos, misóginos y racistas— no importan, siempre que pueda poner fin a la narrativa de Lula.
La mejor oportunidad del presidente electo sería ofrecerle a esa oposición que está en el campo democrático un país mejor que el que dejará Bolsonaro. Pero ese tercer desafío es el mayor de todos: el económico. Lula tendrá que lidiar con el estancamiento económico que acosa al país y enfrentar la deuda pública que está dejando Bolsonaro, de alrededor de 400 billones de reales (78,000 millones de dólares), según cálculos del exministro de Economía Henrique Meirelles.
También es urgente reconstruir las leyes de protección ambiental, de regulación de armas y la red de programas de seguridad social que desmanteló Bolsonaro. Además de recuperar la confianza ciudadana en las instituciones, enmendar la relación entre los tres poderes del Estado y renovar las relaciones internacionales. Todo con un presupuesto corto.
Lula no tiene un camino fácil delante de sí, pero los signos se están alineando dentro de lo posible: los militares no han dado señales de escuchar los llamados golpistas, las instituciones están a favor de la transición democrática y los partidos están abiertos al coqueteo político con el nuevo gobierno. Además, el radicalismo bolsonarista ha funcionado como una autodenuncia de que su verdadera intención nunca ha sido impulsar el país adelante, sino regresarlo a su período más sombrío. Mientras ellos se rompen la cabeza por las noticias falsas, Lula sigue adelante.
Carol Pires es periodista y guionista brasileña. Maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Columbia en Nueva York.