Los tres telones de la Transición

La Ley de Memoria Histórica y los autos del juez Baltasar Garzón han provocado en buena parte de la sociedad española una escandalizada beligerancia, pero detrás de estas precipitadas muestras de indignación se distingue una escalofriante mueca de pavor, una desesperada angustia, un sacramental y espantoso lamento. Como si una trompeta surgida de los oscuros lindes del tiempo tronara anunciando la resurrección de los muertos y éstos regresaran a reparar las cuentas pendientes que los vivos quisieron olvidar.

No carecen de fundamento estos temores. En realidad, la disputa jurídica y política sobre la oportunidad de las exhumaciones y el sentido de la deuda contraída con los españoles arrojados al olvido de la fosa común nos permitirá afrontar la postergada culminación de nuestra Transición democrática y conocer al fin el motivo por el que la derecha católica impide la rehabilitación moral de las víctimas asoladas por el inmundo paseíllo de los fusilamientos furtivos.

A diferencia de lo ocurrido en Bosnia, Ruanda, Guatemala o Argentina, en dónde las tumbas de los masacrados han sido abiertas para devolver los cadáveres a sus familias como el más triste y pobre de los consuelos que éstas se resignan a recibir, en España, en la europea España del siglo XXI, un poderoso tabú mantiene a nuestros muertos hundidos en el fondo de una doble sepultura. Cubiertos de tierra y musgo en las inhóspitas cunetas rurales y aplastados por la ignominia de vagar en el más extraño exilio impuesto a los vencidos.

Que el sentido común de los católicos españoles sea inmune a la piedad o a un ecuánime ideal de justicia nos obliga a interrogarnos sobre el origen de la terca consigna sostenida por la Conferencia Episcopal y a detenernos estupefactos ante el perturbador enigma: ¿por qué la Iglesia católica se niega a dar "cristiana sepultura" a viejos cadáveres desterrados?

Para resolver la cuestión que la arrogante jerarquía eclesiástica y el Estado Vaticano no quieren ni plantearse será preciso considerar el triple significado de una Transición convertida en tótem de la amnesia histórica española. Una Transición que mientras se cita en el exterior como la ejemplar lección de concordia política que España dio al mundo, en el interior se ha convertido en el relato de una coerción a la que todos deben rendir pleitesía y expiación.

Sin embargo, la Transición es un argumento de diferentes posibilidades expresivas que tiene a su disposición los rudimentos escénicos de tres géneros teatrales (el gozo de la comedia, la tristeza del drama y la horrenda tragedia) para representar el intrigante y fabuloso guión de la verdad. La Transición como comedia es la alegre puesta en escena de un deseo alimentado por la sinceravoluntad de perdón y reconciliación entre los que rechazando un pasado necio y salvaje, cancelaron su retórica fratricida y auspiciaron el esplendor democrático de una España impaciente por acudir a su cita con el mundo.

La Transición como drama es la historia de los abnegados y heroicos combatientes contra la Dictadura que librándose de la muerte vivieron lo suficiente para verse apartados del apoteósico retorno a la democracia y tratados como estorbos sacrificados por un país que no podía recordar su contribución sin poner en peligro el frágil equilibrio negociado con los vencedores de la Guerra Civil.

La Transición como tragedia, finalmente, es un escenario invisible a la conciencia crítica, pero en su tablado los dioses inexpugnables claman sus titánicas exigencias cuando recuerdan lo que para ellos debe seguir siendo la Transición española: el pacto de no agresión firmado por las dos castas políticas que ganaron la Guerra Civil.

Sólo una de ellas, como es bien sabido, se apoderó del país entero, pero mientras las poderosas fuerzas antidemocráticas se enfrentaban encarnizadamente en el frente, cada una en su territorio pudo perseguir a los enemigos del totalitarismo fascista y estalinista. Los falangistas en la zona nacional y los comisarios soviéticos en la zona roja liquidaron política y moralmente a los republicanos, liberales, librepensadores, masones y anarcosindicalistas cuya influencia tanto estorbaba a sus respectivas quimeras de dominio universal.

Al guión de este género trágico prefieren atenerse hoy los obcecados partidarios de una Transición consagrada como excomunión de los derrotados, como repudio de unos vencidos cuyo simple recuerdo altera la preceptiva amnesia institucional. La desafortunada pero muy reveladora metáfora empleada por Santiago Carrillo para advertir al juez Baltasar Garzón ("le puede salir el tiro por la culata") nos da una idea de los demonios familiares que alientan la perpetua inmolación de los excluidos.

La negativa a exhumar los restos mortales de las víctimas esparcidas por los campos de nuestro país, compartida como se ve por representantes de las dos Españas, es un descabellado propósito que hace más dolorosa la tragedia de los españoles prohibidos. Pues lo que vienen a decir los intérpretes oficiales de la Transición es que son aquellos muertos desterrados del cementerio el origen de la discordia nacional y que su regreso simbólico tarde o temprano desembocará en el indeseable retorno de las controversias que arruinaron nuestro destino.

Que esta superstición arraigue en el tejido institucional español y obtenga para su causa tan destacados apoyos jurídicos, 70 años después de caer abatidos al suelo los primeros asesinados, deja en evidencia nuestra angustiada penuria intelectual y las patéticas aprensiones primitivas que nos dominan. Los que absurdamente secundan la consigna episcopal -contraria a la razón democrática, al derecho y al sentido común- auspician una doctrina arcaica que aunque avergüenza al mundo civilizado, obtiene entre nosotros un desconcertante respaldo.

A causa de la rotunda victoria militar de 1939, la Iglesia católica española se arrogó el derecho a ser la única administradora del culto a los muertos y a regir su reposo mediante sus rituales de paso al más allá. Al parecer es ésta una prerrogativa que la Conferencia Episcopal reclama como irrenunciable y en el catálogo de sus privilegios, mientras convoca beatificaciones masivas de sus mártires, figura la potestad de condenar a los fusilados que durante la Guerra Civil se expulsó para siempre de los cementerios. Como si fueran reos de un pecado abominable cuya remisión les será negada a perpetuidad.

Lo que subyace a este delirante integrismo ideológico es un corpus de creencias cuyo hechizo ha subyugado a numerosos sectores de la sociedad española, conmovida todavía por los fantasmas de un miedo corrosivo, un temor que nutre la anacrónica excepcionalidad de nuestra supersticiosa mentalidad nacional. No obstante, y por lamentable que sea el espectacular empecinamiento nacional, al final la razón vencerá. La exhumación de los cuerpos abandonados y la honrosa rehabilitación de los condenados tendrán lugar. A pesar de los temores excitados por los recalcitrantes apóstoles del pasado, los demonios no volverán. En contra de sus agoreras advertencias, el retorno de los muertos al cementerio será el final de una historia cuyo desenlace concitará el respeto de los ciudadanos. Para los creyentes, la localización de los cuerpos perdidos supondrá dar cobijo a las almas en pena errantes desde hace 70 años. A los escépticos, la identificación de los restos mortales desenterrados les permitirá cumplir al fin un inexcusable deber familiar. La apertura de las fosas comunes dará por concluida la Transición, sellará el pacto de la verdadera reconciliación, reforzará las instituciones con renovadas energías de racionalidad política y dará plenitud espiritual a un país que desea vivir sin miedo a sí mismo.

Basilio Baltasar, director de Relaciones Institucionales del Grupo PRISA y de la Oficina del Autor.