Calificamos como obsoletos a los cachivaches que por el paso del tiempo y los cambios que este trae consigo no se hallan bien adaptados a los fines para los que se diseñaron y desempeñan su función a trancas y barrancas, desprendiendo humo y calor y consumiendo demasiada energía. Llamamos también obsoletas, por contigüidad o analogía, a ciertas instituciones. ¿Cuáles? Las que producen cien quebraderos de cabeza por cada asunto que contribuyen a despachar con un mínimo de diligencia. Eran obsoletos los portazgos a mediados del XIX; lo fue el Syllabus después del Concilio Vaticano Segundo; y así sucesivamente.
Pues bien, el sistema político alumbrado por la Constitución del 78 se está quedando obsoleto. En realidad llevaba años, bastantes más de los que se ha querido admitir oficialmente, dando señales evidentes de fatiga. Ahora el proceso se ha disparado, hasta adquirir dimensiones explosivas, por el concurso de dos factores inéditos: la gigantesca impericia de Zapatero y la crisis económica internacional, con ecos agravados en la intendencia nacional. Lo demuestra dramática, esperpénticamente, la falta de correspondencia entre lo que exige la coyuntura presente y las teclas que se están pulsando en el mundo de la política.
Cabe resumir la situación en muy pocas palabras. España, tanto en su vertiente pública como en la privada, corre serio peligro de entrar en una situación a la griega si antes no se apresura a racionalizar su administración, reducir el gasto público y dinamizar su economía con una reforma del mercado de trabajo que infunda en nuestros acreedores la sensación de que somos capaces de algo más que seguir deslizándonos pendiente abajo. ¿Se han hecho los deberes? No. Las medidas de recorte del déficit, demasiado tardías y tímidas, no están impidiendo que continúe a la baja la calificación de nuestra deuda por los organismos internacionales; la reforma laboral ha sido una chapuza, y si no mienten informaciones bastante verosímiles, se ha ido desnaturalizando conforme viajaba desde los primeros borradores a la forma que finalmente adoptó en el Consejo de Ministros. El presidente, por las trazas, no termina de desatarse de los sindicatos, o, por decirlo sin rodeos, no cree en la política que las circunstancias le obligan, o deberían obligarle, a hacer. Finalmente, y esto es lo más importante, el embrollo del Estatut lleva aire de acabar como el rosario de la aurora.
El próximo día 10, mañana, los partidos catalanes, con la excepción del PP, bajarán a la calle para exigir que la ley se subordine a las reclamaciones soberanistas de esa región. El hecho es portentoso, y estaríamos llevándonos las manos a la cabeza si no estuviéramos curados de espanto, o si la sucesión de enormidades que han ocurrido de un tiempo acá no nos hubiese embotado las entendederas. Pero hay más. Hay daños ya irremediables, y otros aún peores que, sin ser seguros, entran dentro de lo probable. El daño irremediable es el descrédito del Tribunal Constitucional, más que por deméritos propios, que también, por el comportamiento de los partidos. La especie de que la política ha de estar por encima de la ley, divulgada desde Cataluña y no desmentida desde el propio Ejecutivo, anunciaba ya que la desconstitucionalización de España era una contingencia que segmentos decisivos de la clase política estaban dispuestos a asumir.
Algunos esperaban que la sentencia, que solo anula en su integridad un artículo importante del Estatut e intenta cortar el pabilo a la aparición del término «nación» en el preámbulo, calmase un poco las aguas y sirviera para ir tirando un ratito más en un país cada vez más ingobernable. Me temo que la apreciación ha pecado de demasiado optimista, por tres motivos. En primer lugar, porque se subestima la fuerza de la inercia en los asuntos humanos. Tomemos al señor Montilla. Ha estado vociferando, durante meses, que no toleraría una rebaja del Estatut. ¿No se les antoja un poco difícil, teniendo en cuenta quiénes son sus aliados en la Generalitat, cómo es la oposición, y cuál el clima que entre todos se ha generado en Cataluña, que varíe de registro y, tras hacer algunos aspavientos, pase de las vociferaciones a una cortés deferencia hacia lo fallado por el TC? Segundo: el presidente se encuentra en una situación de debilidad moral, puesto que ha sido él el primero en declarar que se le daría a Cataluña lo que esta pidiera. Por último, su margen de maniobra es muy limitado. Tanto, que Mas se ha permitido avisarle de que es él quien tiene la sartén por el mango, y ello con una dureza y una falta de modales que rayan en lo asombroso. Entre una cosa y otra, resulta por entero posible que el Gobierno, y esto no es una conjetura sino una reflexión en voz alta realizada por el propio Zapatero, intente neutralizar el fallo del TC promoviendo una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Sería el fin definitivo del TC. Peor: sería el fin de la separación de poderes y del imperio de la ley. Para completar el cuadro horrendo, no es descartable que el PNV cobre su apoyo al Gobierno con contraprestaciones que harían imposible la continuidad de la alianza entre el PP y el PSE en el País Vasco.
En resumen: Europa nos conmina disciplina y nosotros nos desparramamos. En parte porque la fase de disgregación se hallaba muy avanzada, en parte por la pésima gestión de un presidente al que viene grande el cargo, en parte porque los partidos están a lo que están, y aquello a lo que están no guarda una relación inteligible con los intereses colectivos. Reparen si no en el PP. El augur que estudia el vuelo de las aves desde la terraza de Génova ha persuadido a Rajoy para que imite la táctica del macho de la mantis religiosadurante la ceremonia nupcial. ¿Qué hace el macho? Adopta una inmovilidad total a fin de la que la hembra —entiéndase, el votante de izquierdas— no acierte a verlo y se lo coma. No niego, ni afirmo, que el procedimiento sea bueno para ganar las elecciones. Pero un candidato invisible lo es para todo el mundo, incluidos sus votantes. El resultado chusco es que el PP está invitando a los españoles a que lo voten, aunque no se sepa con qué objeto. Quiero presumir que las intenciones del PP son las mejores. Pero esta es una presunción mía, un acto de fe. En momentos de crisis nacional, tenemos derecho a votar algo más que una corazonada.
Por todo lo dicho, y algunas cosas más, no considero excesivo hablar de la obsolescencia de nuestra vida pública. La oferta empeora conforme la situación se hace más apretada. La lamentable huelga del Metro en Madrid confirma que hemos perdido el oremus. No es que la orquesta siga tocando mientras se hunde el Titanic. Es que los violinistas usan el arco del violín para degollar a los que soplan el oboe. En algún momento, acaso próximo, se alcanzará el clímax. Y los partidos, aun siendo los mismos, tendrán que ser distintos. Sobre todo es necesario, urgente, que el PSOE cambie de líder. El que tiene ahora no parece que dé, qué le vamos a hacer, para mucho más.
Álvaro Delgado Gal