Los universos paralelos, la física y la política

Una vanguardia mundial de físicos está estudiando la posibilidad de que existan universos paralelos. La posibilidad es teórica, y ningún científico ha diseñado todavía una prueba empírica para verificar la existencia de múltiples cosmos. Si cada uno funciona con arreglo a leyes independientes, es posible que el hecho de que sean inconmensurables nos condene a pensar en la posibilidad pero no experimentarla jamás. Me recuerda a mis estudios de doctorado en Harvard hace 60 años, en un campo que no tenía ni la exactitud ni la imaginación de la física moderna: la sociología. Nos enseñaban con gran solemnidad que Estados Unidos era una sociedad de consenso, y en los debates académicos no se mencionaban apenas tres cosas: clase, sexo y raza. Es decir, vivíamos en un universo paralelo, la zona próspera de Cambridge, Massachusetts, e ignorábamos las pruebas que teníamos alrededor de la existencia de grandes diferencias culturales y sociales. A nuestros sucesores, tanto profesores como alumnos, les va mejor. Los mundos culturales y geopolíticos representados intelectualmente en la universidad son muy variados. Muchos de quienes ejercen el sacerdocio académico reconocen que carecen de un lenguaje ecuménico. En este sentido, la puritana Harvard se parece a la católica Georgetown, pese a los valerosos esfuerzos de los jesuitas para buscar canales comunes de comunicación.

Fuera de estos selectos recintos intelectuales, la política estadounidense es hoy una asombrosa exhibición de incoherencia nacional. Los Estados en los que la mayoría de la población cree que la intervención del Gobierno federal es la responsable de nuestros problemas económicos y sociales son precisamente receptores netos del dinero de ese Gobierno. Sus electorados republicanos obtienen más dinero del Tesoro que los ciudadanos de los Estados demócratas, que, sin embargo, tienen una opinión más positiva sobre el papel del Gobierno. Y esta es una contradicción de la que no se habla, que se elude. El partido que se opone a “Washington” se considera genuinamente estadounidense y piensa que los demás no lo son bastante o son completamente extranjeros. Quienes se sienten desplazados, en lo cultural y lo económico, desprecian lo que otorgó dignidad a sus antepasados, un progresismo integrador. Su descripción del presidente Obama como un musulmán nacido en Kenia forma parte de una manera de pensar general que rechaza la nueva modernidad. El término “modernidad” pretende transmitir esperanza además de ser una descripción: la regresión de Estados Unidos puede ser más profunda, más duradera y más violenta de lo que nos gustaría creer.

En Europa occidental, la soberanía popular en la política económica está escandalosamente ausente. Unos empleados anónimos de unas agencias de calificación tienen más influencia que los Parlamentos. Los sindicatos, en otro tiempo poderosas iglesias laicas, se ven reducidos a la protesta sectaria. El cristianismo social de la tradición demócrata cristiana no es más que un recuerdo. La xenofobia y el racismo ya no están solo en los estadios de fútbol. En algunos casos, han llegado a la mesa del Gobierno. Si existe una política exterior europea independiente de la de Estados Unidos, está oculta. Tal vez un presidente Hollande, al que se una el año que viene un canciller alemán socialdemócrata, pueda cambiar la situación. No es más que una hipótesis. Las diferencias internas en la estructura económica y la política social de los Estados occidentales de la Unión Europea impiden pensar en ello, igual que invalidan la práctica de una ciudadanía europea común. Puede que haya un modelo europeo, pero es muy difícil encontrarlo en Bruselas.

Es cómodo agrupar a las potencias económicas emergentes, Brasil, China, India, Rusia. Las diferencias culturales, económicas y políticas entre ellas son inmensas. No tienen un denominador común de desarrollo, aparte de la comprensible negativa a aceptar órdenes de Estados Unidos y la Unión Europea. La Primavera Árabe no se ha transformado aún en verano, y la idea de una autopista que vaya directamente de la represión y la pobreza a la libertad y la prosperidad es un deseo iluso que no se creen ni los diplomáticos estadounidenses que la celebran. Los pensadores críticos del Foro Social Mundial y los devotos del mercado del FMI tienen en común sus carencias intelectuales. El Foro Social se apoya en los análisis y la voluntad de factores deliberados de transformación. Los servidores del mercado recurren a liberar las fuerzas que, de forma indirecta pero inevitable, generan bienestar. Ante la terca negativa de la realidad a ajustarse a sus fantasías, ambos grupos reaccionan convirtiendo viejas ideas en dogmas.

Es probable que no exista una “sociedad global”. Hay numerosas cadenas de causa y efecto y de interconexión cultural, económica y política. Darwin pensaba que la evolución humana era resultado de los vínculos morales que mantienen unidos a los grupos que luchan contra entornos hostiles. Los países con los que nos relacionamos son muy diferentes, algunos solidarios y algunos con contradicciones internas, y en muchos casos alternan entre las dos actitudes dependiendo de los cambios en sus circunstancias. Las semejanzas étnicas y religiosas entre unos países y otros son importantes, sin duda, pero su capacidad de movilizar y organizar respuestas por encima de las fronteras dependen de coyunturas históricas muy difíciles de predecir. La idea de una fusión o, mejor aún, una unión, de la identidad individual y la de grupo es un triunfo del pensamiento moderno, pero seguimos sin tener una economía política general o una teoría válida de la jerarquía social, que se pierden más allá de nuestro horizonte intelectual.

Los agudos conflictos en la dirección comunista china, la exigencia alemana de tener el poder económico en Europa, el ascenso de caudillos y señores de la guerra en África, la política de desigualdad en Latinoamérica, la disminución y posible desintegración de la hegemonía mundial de Estados Unidos, son asuntos que requieren análisis separados. Una vez, al preguntar a un académico británico decididamente empírico cuál era el significado de la historia, contestó: “Querido amigo, la historia es una maldita cosa después de otra”. Son pocos los que pueden o deben resignarse a esa vulgaridad espiritual. Nuestro sentido moral nos exige sumarnos a los intentos de comprender y hacer realidad nuestras ideas sobre los valores humanos. Es aleccionador, pero quizá liberador, reconocer que tal vez tengamos que empezar de cero. Como los físicos, nos enfrentamos a universos paralelos. Ahora bien, los nuestros son (o pueden ser) accesibles.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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