Los valores de Teresa

En un año en que -mediante la afloración de la corrupción generalizada de la democracia inmobiliaria- se están llegando a devastar valores cívicos con la misma rapidez con que se destrozan suelos y paisajes naturales, hemos asistido a una renovada promoción de los valores. Algunos de éstos han venido a promoverse a través de la enseñanza, con la nueva asignatura de Educación para la ciudadanía. Otros son programados por el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, con la legislación para la plena autonomía de las personas con algún tipo de dependencia. Otros han sido cantados desde el Gobierno y la política, en traducción española, mediante la noción de ciudadanía, a raíz de los términos cívicos puestos de moda por el libro Republicanismo, de Philip Pettit. Pettit plantea que "el concepto central del republicanismo es el de la libertad como no dominación, es decir, la oposición al amo" y, para ser políticamente correctos, piensa que el ciudadanismo es un término que no resulta antimonárquico en el Reino de España. Así, desde la filosofía de la política, entre el sencillo esquema de Pettit y el liberalismo de izquierdas que defiende Rawls hasta la versión popular de la opinión pública hemos ido conociendo la dominación de nuestros amos. En muy poco tiempo, Gil, Roca y algunos políticos indeseables presuntamente o flagrantemente criminales, han hecho de amos, llenando sus arcas particulares con nuestro dinero y agotando nuestras reservas de valores. Han socavado la igualdad, pervirtiendo a las personas, a las empresas, y a la ciudadanía en general, hasta insospechados y extensísimos límites, durante la que se llamó segunda transición. Una época que ahora podríamos redenominar la de la segunda corrupción de la democracia española.

En su acepción cívica, los valores se definen espléndidamente en el DRAE como "entereza de ánimo para cumplir los deberes de la ciudadanía, sin arredrase por amenazas, peligros ni vejámenes". Cuando se ven alcaldes como el de Seseña, concejales de la oposición de tantos sitios, jueces como Santiago y Miguel Ángel Torres, o personas como las Madres contra la droga de Galicia, o agentes de la Guardia Civil y la Policía -por citar sólo unos pocos- sometidos al acoso por cumplir con sus deberes cívicos o profesionales, uno tiende a pensar que no todo está perdido y que esa entereza que demuestran proviene de alguna peculiar decencia que se creía perdida o menoscabada, a pesar del ambiente de caza de brujas que reina en España desde que se instaló la segunda crispación. Sin embargo, esos no son comportamientos raros, pues la decencia, la educación, la urbanidad, los buenos modos, el respeto al otro, la lucha por la libertad, la igualdad o la paz deberían ser nuestras señas de identidad si fuéramos un país con esperanza, de ciudadanos libres e iguales, sin amos ni caciques.

Pero, ¿cuáles son hoy los deberes de la ciudadanía? Un libro de María Antonia Iglesias, Maestros de la Segunda República, explica con nitidez cómo se convirtieron en mártires de la ideología y de la religión los maestros republicanos, que esgrimieron simples valores de entereza cívica en su labor pedagógica. Desde el liberalismo ilustrado, creían en la labor social de regeneración del pueblo más humilde a través de la cultura y la formación. La crueldad con que se hizo desaparecer esa semilla republicana sólo nos deja sitio para recuperar en la memoria los valores que ejercieron hasta que se les hizo desaparecer, fusilados, encarcelados o represaliados.

Pero otros valores, representativos y verdaderamente insólitos por su discreción y firmeza han venido de la mano de muchas anónimas personas insignes que se han empeñado en dar ejemplo de un modo de ser defendido con honor a lo largo de toda la vida. Éste es el caso de la influencia de personas de la entereza moral de Teresa Azcárate, recientemente fallecida, que encarnó los valores de la educación en la dignidad, en el amor por la justicia y en el anhelo de libertad para todos. Actitudes que no provenían sólo de un carácter fuerte y de una vida austera y difícil -en compañía de su marido, Tomás García García, otro gran ejemplo de decencia-, sino de fuertes convicciones en valores de todos.

Los ideales que representan individualmente tantas personas que, como hacía Alfonso Perales, defienden la libertad son valores públicos a tener en cuenta en una democracia urbana y madura. Son enterezas colectivas para hacer frente a la dejación social del estilo relajado con el que izquierdas y derechas van perdiendo la decencia en cuanto se someten a la voz de sus amos, los que dominan, los caciques locales o nacionales.

La decencia pública debería estar fuera de la retórica de la ciudadanía y el republicanismo discursivos o banales. Ojalá que no tengamos que ejercerla tampoco como María Zambrano "exiliados", nunca más "devorados por la historia", o, trágicamente aniquilados, como los maestros de la Segunda República. Tal vez el mejor modo sea tomar nota de los valores sencillos de Teresa Azcárate, tomados de uno en uno, como ella los tomó y aplicarlos a un compromiso social sin límites, para defender -con coraje- la honestidad, el respeto, la decencia, la palabra y la naturaleza, de forma que haciéndolo nos respetemos a nosotros mismos.

Porque en la corrupción, lo que queda es el desamparo, como diría Zambrano. El desamparo de quedarnos a la intemperie de la ética social, de la democracia de la ciudad, que no puede ser sometida a los dictados de cualquier tirano sin escrúpulos que devore, como Saturno, a sus hijos, haciéndoles creer que la economía social de mercado constitucional no es sino una pestilente cloaca; y la decencia, el ingenuo valor de los débiles.

Carlos Hernández Pezzi, presidente del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, CSCAE.