Los varios nombres de nuestra lengua

Hoy, cuando comienza en Cádiz el IX Congreso Internacional de la Lengua Española, no está de más abordar un problema que, de tiempo en tiempo, es objeto de discusión pública. ¿Cuál es la denominación más apropiada para nuestra lengua? La respuesta depende de cada comunidad de hablantes o, incluso, de la preferencia de cada individuo, pero la historia de nuestra lengua facilita la comprensión del debate y, quizá, le permita opinar con mejor conocimiento de causa.

Las lenguas derivadas del latín tuvieron primero que independizar su identidad de la lengua madre y para ello recurrieron durante la Edad Media al término romance, con diferencia, el más utilizado. Con ese nombre se aludía a la variedad oral entendida por todos, sin hacer distingos entre lo hablado en unas áreas u otras de la península ibérica.

Pero poco a poco, desde el siglo XIII, fueron haciendo acto de aparición adjetivos que, con una adscripción geográfica o política, restringían la amplitud denominativa de romance o lenguaje con gentilicios como castellano, catalán o aragonés. La rúbrica de lenguaje de Castilla, castellano o romance castellano ya aparece hacia 1250 en las obras de Alfonso X, y es muy llamativa por ser pionera en el contexto peninsular. Hay que esperar a finales del siglo XIII o al siglo XIV para encontrar alusiones similares al catalán o al aragonés, y otro siglo más, para el gallego o el portugués.

La tempranísima denominación castellano para la lengua empleada en los territorios sujetos al rey de Castilla y León explica, en cierta forma, que posteriormente muchas de las formas de hablar en esos dominios se acogieran bajo el paraguas de «ser castellano», equiparando la jurisdicción política a la lingüística. A finales de la Edad Media, bajo el nombre de castellano o lengua castellana se agrupaban formas diferentes de hablar, tanto de Castilla como de León, Navarra o Aragón, tanto del norte como del sur. La conciencia identitaria de los hablantes y el análisis lingüístico no necesariamente coinciden, y hoy reconocemos la participación de todas esas variedades centrales, no solo la de Castilla, en la gestación plural del idioma que entonces se llamaba castellano.

Desde el siglo XVI en adelante una nueva denominación, lengua española o español, comenzó a competir con la tradicional de lengua castellana. El nombre no había surgido dentro de la Península, sino al otro lado de los Pirineos, y refería a los habitantes del suelo ibérico con independencia de la lengua que hablaran. Español en la Edad Media es un gentilicio solo geográfico y apenas se documenta su empleo para referirse a ninguna lengua. Fue en el contexto político creado por la llegada de los Austrias al trono hispánico cuando, en boca de los europeos, cundió la novedosa etiqueta lengua española o español para nombrar la lengua más extendida y hablada en el marco territorial peninsular ibérico o España, la antigua Hispania romana.

Y así, poco a poco, impulsada siempre desde el exterior de las fronteras ibéricas, la denominación lengua española concurrió con lengua castellana al sur de los Pirineos. Desde entonces hasta principios del siglo XX hubo una clara y constante predilección por la segunda hasta que, en el siglo pasado, castellano y español se hicieron términos intercambiables en la lengua culta.

En ello influyó, sin duda, la decisión de la Real Academia Española de adoptar la denominación lengua española para su Diccionario y demás obras lingüísticas desde 1924, debida a la iniciativa de Ramón Menéndez Pidal. El propósito era promover una denominación más inclusiva, que abarcase todas las modalidades lingüísticas ibéricas y americanas. Desde el siglo XVIII castellano había comenzado a percibirse como término adecuado para referir exclusivamente a la variedad dialectal de Castilla, y no tanto para la lengua hablada en otras áreas monolingües, como Andalucía y Canarias. De otro lado, en un mundo crecientemente globalizado, español era la única voz que identificaba a la lengua en un ámbito internacional.

¿Qué sucedía mientras tanto en América? Desde la colonización, la lengua se difundió con el nombre de castellano, que, como en España, era el más generalizado todavía a principios del siglo XX. Un siglo después, las proporciones han cambiado en todo el mundo hispanohablante. En casi todos los países americanos las dos denominaciones conviven, pero español o lengua española es siempre la mayoritaria. Castellano y lengua castellana resisten, sobre todo, en los países del Cono Sur, como Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Perú, con proporciones de uso superiores al 30%.

Desde Ecuador hacia el norte, en Colombia, Venezuela, Centroamérica, México, el Caribe y los Estados Unidos, el empleo de español o lengua española es abrumador. Síntoma de este cambio de rumbo acaecido en América a lo largo del siglo XX es el nombre con el que en 1951 se bautizó la entidad que agrupa a las 23 academias de países hispanohablantes: Asociación de Academias de la Lengua Española. No hay duda de que, en la percepción valorativa de los hablantes americanos, la voz más internacional español ha ido ganando terreno, y sabemos que son los jóvenes y las personas con estudios las que promueven su uso en las áreas más retenedoras de castellano, como Chile, lo que es un síntoma claro del cambio de prestigio relativo de los dos términos.

Junto al Cono Sur, España es el otro ámbito hispanohablante en que se mantiene con más vitalidad lengua castellana, hasta alcanzar cerca de la mitad del total de empleos. Ello puede deberse al nombre oficial de la lengua que consagraron tanto la Constitución de 1931 como la de 1978: castellano. Pero no es causa suficiente. También otras constituciones americanas, como la de Colombia, utilizan castellano, pero el uso general refrenda español.

El motivo principal debe buscarse en que, ya desde el siglo XVI, los territorios bilingües ibéricos han percibido la denominación lengua española como una metonimia abusiva, pues las otras lenguas habladas en España también son españolas. Es por ello que los hablantes de Galicia, el País Vasco o Cataluña suelen referirse a nuestra lengua como castellano. Las zonas monolingües, en cambio, tienden a pensar que esa voz es más adecuada para llamar a la lengua medieval o la variedad de Castilla, y se sienten más identificadas con español.

Cómo termina por denominarse una variedad lingüística es resultado de un proceso azaroso y cambiante, en el que juegan un papel destacado los valores colectivos y también las preferencias individuales. Sea cual sea su inclinación, sepa que no hay un nombre objetivamente preferible de la lengua. Español y castellano suelen actuar como sinónimos y su elección forma parte de aquellos aspectos de la lengua que podemos decidir libremente los hablantes.

Inés Fernández-Ordóñez es catedrática de lengua española en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la RAE.

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