Los verdaderos problemas

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 26/01/06):

El acuerdo entre Zapatero y Mas ha comenzado a encauzar el disparatado recorrido de la reforma estatutaria que tanto ha entretenido a la clase política catalana durante los dos últimos años. No se conocen aún los términos completos del acuerdo, pero la sensación es que todo parece encaminarse por senderos de una mayor sensatez y que la reforma se ajustará a lo establecido en la Constitución. Cosas ambas, por cierto, imposibles de separar. Era evidente que el proyecto catalán, caso de ser aprobado, iba a ser profundamente modificado en el Congreso: el PSOE no podía admitir un proyecto tan provocadoramente inconstitucional. Lo que estaba por ver era la forma y momento en que todo ello se resolvería. Sólo cabían dos posibilidades: que el Parlament de Catalunya retirara el proyecto o que los partidos catalanes rectificaran radicalmente (no me gusta usar por escrito expresiones alusivas a una cierta manera de quitarse los pantalones, aunque sería exacto decirlo de esta forma). Pues bien, esto segundo es lo que ha sucedido. O, cuando menos, así lo parece por los aspectos que se conocen del acuerdo. En los últimos meses, los partidos catalanes que aprobaron el proyecto han repetido constantemente que, como mínimo, tres cuestiones eran innegociables: la definición de Catalunya como nación, los aspectos centrales del sistema de financiación y un sustancial aumento de las competencias. Sobre este tercer aspecto todavía no hay noticias que permitan hacer una valoración de conjunto. Pero sobre los dos primeros, no cabe ninguna duda de que el acuerdo supone un giro de 180 grados respecto a lo aprobado en el Parlament de Catalunya. Es más, lo acordado el pasado sábado por Zapatero y Mas coincide, sobre todo, con las enmiendas que efectuó en su momento el PP. Efectivamente, en el caso de la definición de Catalunya, el texto acordado reproduce exactamente la enmienda del PP que proponía mantener el actual texto estatutario; en la financiación, el sistema se acerca mucho a las propuestas de Piqué (y, también, de Chaves). En el preámbulo, sobre el que tanto se especulaba, no se afirma para nada que Catalunya sea una nación, sino simplemente se da noticia del resultado de una votación en el Parlament. ¿Qué queda, pues, respecto a estos puntos, del proyecto aprobado en Catalunya? Nada. Todo ello constituye una muestra más de la frivolidad con la que actúan quienes han elaborado y aprobado el proyecto. Con razón algunos dirán que para este viaje no hacían falta tantas alforjas. O, como dijo ayer el dirigente de ERC Puigcercós, "se esperaba alumbrar un elefante y hemos parido un ratón". Es cierto, se esperaba, lo esperaban. Pero ¿por qué lo esperaban?, ¿es que no conocen los límites que impone la realidad y los límites que impone el sistema constitucional a una reforma estatutaria? Sobre esta poca calidad de la actual clase política catalana hay que reflexionar. Y más allá de todo ello, también debemos reflexionar sobre una orientación general de la política catalana que se encuentra en la raíz de la presente crisis y que tuvo su origen hace muchos años, desde los mismos inicios de la autonomía. En efecto, ya desde el primer gobierno Pujol se empieza a considerar al actual Estatut y a las instituciones políticas que entonces empezaban a funcionar como algo insuficiente y transitorio, un punto de partida que debía aceptarse porque suponía un paso hacia delante, pero que no debía hacer olvidar la meta final: la soberanía de Catalunya. Durante 23 años CiU fue difundiendo esta ideología victimista al objeto de generar insatisfacción. "Avui paciència, demà independència", era el lema empleado en las manifestaciones. La actual autonomía se consideraba como un mero instrumento, sólo aceptable porque debía conducir a una Catalunya "rica i plena", ideal y lejana, inspirada en doctrinas vigentes hace más de un siglo y contradictoria con la realidad del mundo actual. Los convencidos de estas ideas, como reflejan todas las encuestas desde hace veinticinco años, sólo alcanzan a una cuarta parte de la población de Catalunya. Sin embargo, esta ideología se ha impuesto como la políticamente correcta por el miedo social a ser marginado, dada la descalificación sistemática con la que se trata al discrepante. Esta doctrina es la que ha dado lugar a que el Gobierno catalán se ocupe primordialmente de la llamada construcción nacional y de reforzar una supuesta identidad mítica, en lugar ocuparse, antes que nada, de las verdaderas necesidades sociales, es decir, por ejemplo, de la educación, las infraestructuras o la seguridad pública, como hace cualquier gobierno normal. La culminación de todo ello tenía que llegar. Con menos inteligencia que Pujol, el actual Gobierno tripartito, mero continuador de los gobiernos anteriores aunque con peor estilo, no quiso quedarse atrás y optó por dar un gran salto: no llegaba la independència, pero la paciència se había acabado. "Con el nuevo Estatut, estableceremos una nueva relación con España", clamaba Maragall, cual jefe de un Estado llamado Catalunya. Ya lo estamos viendo. De momento, hay acuerdo en aceptar las enmiendas del PP y las opiniones de Chaves. ¡Menos mal que están a punto de llegar los papeles de Salamanca, que tanto echábamos en falta! La calidad de nuestra clase política, la falta de proyecto para un país del siglo XXI, dejar a un lado la Catalunya inexistente y solucionar las necesidades de la Catalunya real. Éstos son nuestros verdaderos problemas.