Los verdes nos lo han puesto negro

Cobra fuerza el escenario del gran apagón. Austria, que en la Historia Contemporánea se ha ganado la fama de precipitarse a las fatalidades -a veces con entusiasmo-, es pionera en esta nueva pesadilla. Si nos atenemos a los datos, mantenemos la cabeza fría y el corazón a salvo del pánico global, no parece que España esté en situación de riesgo apreciable. Quiero decir que unos veinte países europeos se quedarían sin luz y calefacción antes que el nuestro. Países en los que tal carencia comportaría, en las actuales circunstancias, la muerte de frío de muchos miles de personas. Con lo de «las actuales circunstancias» me refiero a esta feliz contrariedad: las gentes dan por hecho que los servicios nunca fallarán, al punto de tomarlos por parte de la naturaleza. Y no: no tienes leña, no tienes árboles, no sabrías talarlos si los tuvieras, careces de chimenea, eres un urbanita. Sin complejas y carísimas infraestructuras funcionando las veinticuatro horas del día estás muerto en el norte de Europa y, según cómo, en el sur.

No he venido a cantar las bondades del sistema energético español, sino a dudar de que el gran apagón llegue aquí. Y a observar que si la hipótesis resulta tan creíble es porque llevamos un tiempo viviendo una película de ciencia ficción. Del mismo modo que estamos con la mosca detrás de la oreja cuando se habla de China. El imperio comunista-capitalista nos afecta a todos por su inmensa demanda y porque se dedica a acaparar materias primas y componentes. Con ambas actitudes encarece los productos y servicios que vamos a comprar. China queda muy bien en las gráficas de barras o de quesitos porque con ella el personal entiende cuán ridículo resulta que España pague derechos de emisión, siendo así que su CO2 es insignificante al lado del que arroja a la atmósfera el gigante rojo.

Tómese esto como una digresión: no me cuento entre la niñería histérica traumatizada por Al Gore, Greta Thunberg y sus mensajes milenaristas, ni creo que el fin del mundo esté cerca. Y ya puestos, antes de seguir con el gran apagón y retozar en la metáfora continuada a que me invita, recordaré que hay un culpable principal de esta gran crisis energética: los verdes. Sí, los verdes, los ecologistas, esa rareza alemana que se contagió a la política mundial. Ese movimiento político con raíces tan dudosas. Durante una visita de sus representantes a la Knesset (el Parlamento israelí) cierto número de diputados abandonó la Cámara deplorando su presencia. No me extenderé. Los interesados en las raíces podridas del Partido Verde alemán pueden investigar los nombres de Baldur Springmann y Werner Vogel.

A los ecologistas debemos la actual falta de centrales nucleares, la fuente más ecológica de todas, aquella por la que apuestan la ciencia lúcida y el padre de la Hipótesis Gaya, James Lovelock. Dile tú a él que no le interesa el planeta. La carita de «Nucleares no, gracias» ha perdido la sonrisa. Medio siglo después comprobamos lo estúpido que fue hacer caso a aquellos iluminados. En España les echó una mano la ETA, todo hay que decirlo, pues sin el asesinato de José María Ryan no se habrían desmantelado las nucleares con tanto esmero.

Otro día nos ocuparemos de la contribución del movimiento verde a la difusión de la malaria. Hay tanto que contar, y tan grave, que mejor dejar aquí las pistas para el interesado: todo empezó con ‘Primavera silenciosa’ (1962), de Rachel Carson, mamá del movimiento ecologista. El último favor que les debemos es el brusco viraje europeo hacia un mix energético inviable. Dependemos del gas y lo encarecemos, es un hecho frente al que la UE hace un apagón crítico y financiero. Alemania despreció las nucleares, hay un viejo vídeo de Putin riéndose abiertamente de esa decisión. Ahora depende de Rusia, como España de Argelia. Son solo dos ejemplos. El primero podría aterrorizar a quien sepa algo de historia y se haya enterado de que la geopolítica clásica ha vuelto con Putin. El segundo explica vergüencitas como la del Gobierno español falsificando pasaportes y dando cobertura a un tipo investigado por genocidio.

Hemos aprendido a llamar riesgo solo a sucesos apocalípticos; es lo que tiene toparse con la racha de la pandemia, la Filomena y la erupción, que ha trocado a los charlatanes en vulcanólogos y a los vulcanólogos en seres muy falibles. Expuestos han quedado a la triste condición del experto contemporáneo: están preparados, publican sus ‘papers’ y tal, pero son incapaces de prever algo, y cuando lo intentan a instancias de los reporteros o presentadores de informativos, aciertan menos que la ley de los grandes números, y eso no es fácil, ojo.

Aquí el único apagón, de momento, es el de la ETA, porque a oscuras los van a soltar. Hay una negrura impenetrable en el albañal donde se contaminó la vida política, con todas esas excrecencias, pringues y heces en forma de melena, con la conversión del virtuoso en abyecto ‘por mor’ de la cobardía, que protege el cuerpo pero mata el alma. La cobardía aparece también sin terrorismo; está en esos tipos bien trajeados, sin nada en la cabeza, con intereses que defender en circunstancias menos amenazantes, cuando el asesinato solo puede ser civil. Así el empresariado catalán, sin ir más lejos. Se da en todos los estratos y sustratos sociales cuando el terrorismo opera con ese silencio turbio que se forma alrededor del vecino abatido. Un silencio que conduce al olvido. Tiene que ser eso, porque los que sí recuerdan son los mismos que no callaron. Ese gran apagón, que no es hipotético, nos obliga a buscar luces y lucideces alternativas.

Juan Carlos Girauta

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