Los viejos somos rentables

Por eso seguimos aquí. Las que nos cuidan hacen méritos que les serán retribuidos. Nosotros, los viejos, sentimos naturalmente la verdad; no demostrable si no se la ha vivido. Y la contamos. Ya no nos jugamos nada. Así que ni siquiera arriesgamos.

No esperamos algo. Sólo queremos que nos oigan. La naturaleza es así. Nos utiliza como transmisores de realidades y sutilezas abstrusas. Obedientes, tendemos a dar la lección. Y, claro, resultamos pasados y pesados.

Pero los nietos jóvenes, sedientos del saber del que andan escasos nos escuchan; los que no, yerran más y se la dan.

El mundo de hoy pende de las tecnologías y desoye las humanidades que nos mostraron conocimientos madurados extraídos de la naturaleza: las ciervas galopando en familia con sus gabatas; las cochinas con su prole; las aves en su nido hasta que los pollos vuelan; las mujeres guapas que todos por igual distinguen: su belleza no es de serie. Y seduce: el modo con el que miran, asoma su alma, su sentimiento, su cercanía o rechazo; nos damos cuenta. Uno elige entre ellas y quiere besarla, coger su cara entre las manos para que la mirada gloriosa no se escape; va a ser Madre, templo de la vida.

En las Artes brillaron los maestros ya veteranos; nunca dejaron de perseguir lo inalcanzable. Frank Lloyd Wright diseñó el Guggenheim de Nueva York, cumplidos los ochenta; Tiziano pintó su mejor autorretrato, hoy en el Prado, con los mismos años; Velázquez, Las Meninas, un par de lienzos antes de irse; Leonardo fue requerido por Francisco I en su ancianidad… No sigo. Para captar la armonía hay que haberla sentido.

Hijos y nietos quieren experimentar las primeras impresiones vitales; tienen prisa en sentirse padres. Ellas, alegres aunque agobiadas, cuyos ojos guardan años sus secretos, bellos misterios que descubrimos tarde. Sus urgencias no paladeadas se han de repetir. Solo cuando crecen en su entendimiento alcanzan el ritmo que les colma el ansia y, entonces, descansan. Llega la paz, pero no dura. Reaparece la inquietud, vuelve a ponerse en marcha la vida. Sólo, cuando crean familia, suman y enriquecen el hilo conductor hacia un objetivo trascendente, el que fundamenta un futuro que quieren eterno.

Si todos coinciden en el juicio de la belleza inexplicable; si todos desearían sobrevivir sempiternamente en la cercanía del Autor infinitamente poderoso y permanente; si el acuerdo espiritual es común a todos los humanos; si la tecnología no crea violetas que abren tierra para entrar en la vida desde una semilla que inevitablemente llega a ser bella, ¿por qué nos obsesionan los razonamientos demostrables, pegados al suelo inerte que sólo obedecen, dóciles, a los que pensamos desde la ciencia en vez de guiarnos por la inspiración? Cuando afirmamos y dictamos seguros no creemos, sólo dejamos de soñar encerrados en nuestra dimensión.

El sexo bien vivido regala un placer que es el premio a quienes transmiten la vida. Siempre, antes, fue tratado con respeto. Las mujeres, superada su época fértil, trasladaban gran parte de su pasión al cariño y cuidado de los hijos. Hoy no se educan en el largo noviciado que les lleva al matrimonio y a la maternidad sublime desde la castidad. Hoy se profana el proceso, quemando en su principio etapas que ofenden el sagrado y futuro nombre de Madre. Siempre se faltó a aquella virtud juvenil, especialmente por los hombres, pero siempre también se juzgaron con severidad tales deslices.

Ahora no; incluso se anima a quienes rompen con la historia: desaparece la virginidad como concepto respetable; se anuncian las modas que permiten y aplauden la promiscuidad sin riesgo trascendente. Y se hieren trayectorias vitales sembradas de infidelidad que ensucian el futuro, lo envilecen. La familia, tan clara y evidente en la naturaleza –aquellas gabatas y proles cochineras– entra en tela de juicio. Y el mundo moderno (¿?) se descompone: Roma y la caída de su imperio.

Se desoye la fe, la fe que vuela y crea en contraste con la tecnología pedestre que repta sin poder alcanzar la sublimación. ¿Es que un robot, sin dueño pensante, puede crear aquella violeta? ¿La puede madurar, pasar de semilla a flor bella? ¿Es que hace volar a un rayo azul, el martín-pescador, que dibuja en el aire, con libertad, los meandros del rio? El hombre sólo ha conseguido prenderle para apreciar de cerca su color, su belleza rauda y gloriosa; quiere saber; querría comprender; ya no se deja engañar por el especialista que, encandilado por su conocer, olvida la verdad palpitante y viva; eso sí, cumple con el mandato de su propia inteligencia cuadriculada y ciega en su proceso parcial; necesario para el resto de los que, desde su observación global, le consideran útil en ese su estadio limitado, del que despertará cumplido su cometido pedagógico. Es entonces cuando se dará cuenta de que el misterio de la vida es tan perseguido como impenetrable y por lo mismo, intensamente investigado. Y ahí es donde encuentra algo, nunca todo.

El viejo decide que El Creador no puede haber insertado en nuestro ser una curiosidad tan intensa sin darnos, (en su día, Allí) su respuesta, así que confía en Él; sabe que no es cruel sino inspirador. Cree en creer. El enigma se desnudará en Su Presencia. La justicia cognoscitiva nos regalará la gloria. Y mientras esta llega, vive menos activo pero finamente perceptivo. Ahora sí que ve lo que los ojos de quienes le acompañan enseñan; ya no ocultan el alma en su concierto, no tiene prisa y descubre lo inesperado, el cariño hondo. Después de tan larga siesta renace el deseo de acariciar la esperanza. Creemos. Y ellas, vida adelante en perspectiva total, curiosas sin impedimentos, han crecido más que nosotros (obsesionados en nuestra trayectoria lineal), así que reviven su vocación maternal, cuidadosas ahora de los que, disminuidos, seguimos soñando. La naturaleza ajusta complementariedades para sentirse sabia. Y lo es al regalarnos la cercanía de quienes nos mantienen rentables.

Decir lo que pensamos es tributo tardío a la gloria de vivir.

Un «Más Allá» justiciero respondería a la conciencia que se nos incardinó al nacer.

Miguel de Oriol e Ybarra, doctor arquitecto de la Real Academia de Bellas Artes.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *