Los vigilantes gubernamentales de la lascivia

Guardianes de la moral iraníes
Guardianes de la moral iraníes

Escribió José Ortega y Gasset que lo primero que hacía un español de hace un siglo cuando subía a un tranvía era mirar a las mujeres que viajaban en él. Desconozco las costumbres actuales, pues no soy un usuario frecuente del transporte público. Sin embargo, contrasta con la ensoñación de mucha gente que consiste en el deseo de trocarse invisible para realizar ciertas cosas que no se pueden hacer a la vista de los demás. Porque si las mujeres del tranvía quisieran, y pudieran, hacerse invisibles, nadie las podría mirar.

No obstante, “ser invisible no es sólo que no te vean, sino también que no te miren”. Así lo sostuvo Manuel Vicent en una de sus columnas publicadas en El País hace treinta años.

Dicho de otra manera, la invisibilidad podría depender de dos actitudes: la del observado y la del observador. La primera es quimérica o imposible, a menos que seas Harry Potter y poseas una capa mágica. La segunda es la habitual. Pues, como todo el mundo sabe, las mujeres (y también los hombres), a partir de cierta edad, nos volvemos invisibles para el sexo contrario.

Existe otro tipo de invisibilidad, menos evidente, que no tiene que ver con el sexo ni con la edad, que es la pobreza. Está delante de nuestras narices. Pero, como es invisible, ni siquiera nos damos cuenta. Como, por ejemplo, cuando cualquiera echa una moneda a un mendigo sin mirarle a la cara. O cuando alguien es ignorado en una fiesta, que se supone de alto standing, por pertenecer notoriamente a una clase inferior.

Hagan la prueba, pongan a un pobre, a un jeque y a Denzel Washington en medio de un coctel y verán a quien dan la espalda los invitados. El abandono del pobre, que no viste con el glamour requerido (porque obviamente no se lo puede permitir), no denota mera falta de educación, sino un desprecio tan hiriente o más que el racismo o la xenofobia. Porque ataca directamente a la autoestima del individuo, el thymós, según Francis Fukuyama.

Sin embargo, la parte dominante del Gobierno se ha propuesto hacer invisibles a las mujeres en sus puestos de trabajo por medio de los vigilantes de las miradas lascivas. Por si las empresas no tuvieran bastante con implantar las normas sobre prevención de riesgos laborales, las de protección de los datos personales, las de defensa de los consumidores y usuarios, los protocolos para evitar la responsabilidad penal de las personas jurídicas, contra el blanqueo de capitales, sobre protección del medioambiente, etcétera, a través de oficiales de cumplimiento, asesores, abogados, auditores y una legión de técnicos y especialistas, ahora van a tener que contratar, además, los servicios de los guardianes de lo lúbrico.

A diferencia de los que pueden hacer su tarea desde sus respectivos despachos, e incluso por medio del teletrabajo, y que pueden ir a las oficinas de la empresa sólo de vez en cuando para prestar sus servicios o para abrir el buzón o el canal de denuncias (por si algún empleado o un tercero ha detectado alguna irregularidad), los vigilantes de lo impúdico deberán arrastrarse por debajo de las mesas y las sillas, esconderse dentro de los armarios y de los ficheros para que no se les escape ninguna mirada furtiva. Quiero decir, lasciva.

La mirada impúdica puede acontecer en cualquier momento y para ello hay que estar preparados. Por consiguiente, los vigilantes de la lascivia deberán seguir cursos de gestualidad que impidan confundir, por ejemplo, una pestaña dentro del ojo con un guiño lujurioso, o rascarse la nariz con pasarse el pulgar sobre los labios al estilo Jean-Paul Belmondo.

Los nuevos vigilantes de la impudicia (concupiscence controllers, según la terminología anglosajona que se suele terminar imponiendo en estos casos) tendrán que hilar muy fino. Por si les fuera útil, les recomiendo la lectura de un clásico sobre la materia titulado Evolution of Facial Musculature and Facial Expression, escrito en 1931 por un profesor de anatomía de la Johns Hopkins University llamado Ernst Huber.

En cualquier otro caso, imaginen el lío que se puede montar si un día ventoso algún empleado poco diligente se deja una ventana abierta, con todo lleno de polvo o polen. Tanto guiño y tanta pelotilla podrían confundir a un controller poco avezado, haciéndole creer que en vez de en una oficina se encuentra en un local de intercambio de parejas.

Por mis conocimientos sobre protocolos normativos y sistemas de prevención les puedo decir que uno de los factores clave (¡y esta vez no lo digo de broma!) en la implementación de tales protocolos y sistemas es la elección del oficial de cumplimiento: el controller.

Seleccionar la persona adecuada no resulta sencillo en muchos casos. Para el que ahora nos ocupa, no sólo deberá ser un experto en la materia, sino que además tendrá que guardar siempre la oportuna neutralidad y presencia de ánimo. No sé si habrá suficientes defensores de la continencia para tantas empresas de más de 50 trabajadores como hay en España. Aun así, me parece que el perfil más adecuado para ocupar tales puestos podría ser el de la vieja del visillo que popularizó José Mota en sus programas de humor. Ya sea por su persistencia en la pesquisa o por su continuidad en la observación.

La voluntad de entrometerse en las intimidades de los demás y el importarle más la vida ajena que la propia (lo que vulgarmente se llama ser un cotilla) también serán, a buen seguro, factores que deberán ser tenidos en cuenta a la hora de seleccionar a los controllers.

Esto es lo que tiene crear un Ministerio de Igualdad en uno de los países más igualitarios del mundo y poner a su frente a una persona con un afán de protagonismo equivalente a su necesidad de notoriedad para poder permanecer en política. No obstante, si para que Pedro Sánchez apruebe sus Presupuestos o siga estando dos años más en el Gobierno hace falta que la mitad de los españoles sean invisibles, más nos vale ir encargando la capa de Harry Potter.

Juanma Badenas es catedrático de Derecho civil de la UJI y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica. Su último libro es Contra la corrección política.

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