Los votantes de Trump también son personas

Cuando doy una charla, siempre tengo un recurso para sacar una sonrisa al auditorio: "Soy mujer, del área de la Bahía de San Francisco y estudié en una de las mejores universidades, así que ya sabéis a quién voto". Risas aparte, los seguidores de Trump y sus adversarios parecen vivir hoy en planetas diferentes, y la división crece cada día. De hecho, un americano no habla hoy de política si sospecha que su interlocutor está del otro lado. Personalmente, y desde la izquierda, he constatado que la cuestión no es un simple desacuerdo: quienes están en contra de Trump piensan que sus partidarios son moralmente repugnantes.

Por eso decidí dedicar parte de mi estancia este verano en California a relacionarme con votantes de Trump. Pensé que sería útil para conocer sus puntos de vista y poder incluirlos en mis clases y artículos. Y se preguntará el lector cómo demonios, después de mi chiste demográfico, esperaba encontrar en la costa central californiana, donde resido la mayor parte del tiempo cuando vuelvo a casa, a algún votante de Trump. La verdad es que asumí que tendría algunas dificultades. Pero ocurrió a los tres días de llegar. En una de esas idílicas tardes de verano en los Altos Hills, después de un par de copas de vino, mi querida amiga de la infancia me dijo: "Voté a Trump".

Más de un matrimonio y de una amistad -particularmente de Facebook- se han roto en un suspiro tras una confesión así. Si en este viaje me las arreglé para mantener la ecuanimidad es por mi trayectoria personal en los últimos ocho años: he pasado de ser una activista demócrata a centrarme en la labor académica. Los activistas de todo signo pasan el tiempo entre personas con las que comparten puntos de vista y, dado que el propio activismo depende en buena medida del grado de indignación, se acaba fomentando los extremos. En mi caso, transitar del activismo al mundo académico ha significado pasar más tiempo tratando de comprender las complejidades de todo el espectro político, en lugar de juzgar permanentemente a aquellos con quienes discrepo.

De ahí mi deseo de conocer a votantes de Trump. Y las conversaciones que tuve con mi amiga me obligaron a afrontar una verdad incómoda: esos votantes no son los monstruos que la mayoría de la izquierda y la mejor parte del mundo creen. (Y eso pese a que Trump tiene características monstruosamente espantosas, muchas de las cuales hacen estremecerse a sus propios seguidores).

El caso es que no me asusté ante la confesión de mi amiga de que había votado a Trump. La conozco y la trato desde hace más de 40 años. Sé que no tiene nada que ver con la falta de ética y demás sambenitos que suele colgarse a los votantes de Trump. Porque tanto en España como entre la izquierda estadounidense, les hemos convertido en verdaderas caricaturas. Por eso la broma que les comentaba al principio también se ríe aquí, en España: los seguidores de Trump son hombres blancos, de clase trabajadora, rurales y sin título universitario; en otras palabras, América profunda, un término que, por cierto, tiene difícil traducción al inglés. Pero la corriente que subyace a todas estas descripciones es que los votantes de Trump son solo un montón de paletos.

Clasificarnos en "nosotros" y "ellos" es destructivo para la democracia y constituye la base del populismo. De hecho, sabemos que gran parte del cambio social se produce porque nos damos cuenta de que hay "otros", desde los inmigrantes a las personas LGTBI, gente que conocemos. Son amigos, compañeros de clase, colegas de trabajo que nos gustan, aunque a veces discutamos.

Además, los datos que han contribuido a crear estos estereotipos que levantan paredes entre nosotros, también pueden ayudarnos a romperlos. Un botón de muestra: solo el 33% de quienes votaron a Trump eran blancos, hombres y no universitarios. Esto significa que el otro 68% eran mujeres, no blancos y con estudios superiores o alguna combinación de estos factores. Mi amiga, por ejemplo, es mujer y tiene estudios universitarios. Al igual que yo, es del área de la bahía de San Francisco y ha viajado mucho.

Los Demócratas tienen buena parte de culpa en todo esto: las encuestas revelan que durante la campaña de 2016, y en mucha mayor cantidad que los Republicanos, cortaron y dejaron de seguir en Facebook a otros por cuestiones políticas. Yo vi toda una oleada de mensajes de conocidos míos de izquierda declarando que si alguno de sus amigos en las Redes era partidario de Trump, había que desvincularse de ellos. No se me ocurre nada más contraproducente para la democracia, al margen de lo poco que dice en favor de estas personas su concepto de la amistad.

Durante aquella campaña también tuve que bloquear a algunos en las redes sociales, y todos eran demócratas, sobre todo partidarios de Bernie Sanders, que me atacaron por apoyar a Hillary Clinton. Mi amiga votó por Trump porque, en parte, estaba frustrada con la intolerancia de la extrema izquierda del partido. Para muchas de estas personas, si no te amoldas a la ortodoxia, eres una suerte de nacionalista blanco privilegiado y no alguien con quien, simplemente, no estás de acuerdo.

Me doy cuenta de que es más fácil dividir a los votantes en cuadros demográficos, como en el chiste, que lidiar con la compleja realidad. También es más fácil tachar a las personas con las que discrepamos de moral e intelectualmente inferiores que detenerse a analizar sus puntos de vista. Esto es tan cierto aquí en España como en Estados Unidos. El malo es que la democracia exige más de nosotros. Lo bueno, que la solución está en nuestras manos: hablemos con ese familiar o amigo cuyo punto de vista político nos descoloca, y hagámoslo con la mente y el corazón abiertos.

Alana Moceri es analista de relaciones internacionales, escritora y profesora de la Universidad Europea de Madrid.

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