’Lost in translation’ made in Spain

“Estoy perdida. ¿Eso tiene arreglo?”, pregunta Scarlet Johanson a Bill Murray. “No. Sí. Ya se arreglará” responde él. Desde que vi Lost in Translation he querido visitar Tokio y dormir en el hotel de la película, el Park Hyatt. Sofia Coppola convirtió para mí ese hotel en la imagen de la fragilidad y la incertidumbre. En la imagen del futuro después de todo. Un futuro desnudo y tierno a la vez. Desolador pero también sincero. Supongo que por eso siempre he querido ir allí para encontrarme con esa mezcla de soledad y belleza que no solo es fascinante sino también consoladora.

Nunca pensé que mi Park Hyatt Tokyo fuera a estar, en realidad, en Cantabria, la misma región en que nací. Pero la Covid tiene estas cosas. Me ha llevado a dormir a un enorme hotel de cristal plantado en una playa semi salvaje junto a un hombre que bien podría ser Bill Murray. Porque, en realidad, cualquiera podría serlo en medio de esta nueva soledad. El cheking es digital, el hotel está como todos semi vacío, huéspedes y personal con sus máscaras, el olor a desinfectante dentro del cuerpo. Cuatro estrellas. No hay escobilla en el baño, ni carta de bienvenida en la habitación, ni minibar. Ningún lugar donde averiguar la clave de la wifi salvo quizás en la aplicación que no me carga. No sé dónde buscar el número del servicio de habitaciones. Solo dos sillas frente al enorme ventanal que da a la playa. El mar. No uno cualquiera sino el de mi infancia. Tokyo era al final todo esto. Y me siento a mirar, igual que Sofia Coppola desde aquella otra ventana. Desde aquí contemplo la soledad y la belleza como solo las he conocido este verano, tan juntas. No hay casi gente en la playa, que por estas fechas suele estar atestada. Ni siquiera los surfistas manchan el agua. ¿Dónde han ido todos? Con lo que me hubiera gustado encontrarla vacía otros años.

Los veranos en España eran hasta ahora lo contrario de una noche en el Park Hyatt de Sofia Coppola. Estaban llenos de luz y de amigos, plagados de familia, de comida casera, de picnics en la playa, de charlas con los de siempre donde siempre, de viajes de conocimiento exterior, nunca interior. Llenos de ruido y de abundancia. Llenos de hoteles llenos. Llenos también de mentiras. Porque el verano nunca ha sido el momento de la honestidad, menos aún de la fragilidad. Sin embargo en el verano de 2020, todos sentimos una amenaza silenciosa también en medio del placer y la abundancia. Incluso tras los muros protectores de un hotel que aún podemos permitirnos.

Miro a los ojos a la camarera que me servirá el desayuno a la carta. Me agradece que esté allí, yo le agradezco su trabajo. Se acabó el buffet y esa manera tan ostentosa de exponer la comida, todos esos platos llenos de restos a menudo intactos. Esa forma de convertir la comida en basura después de haber pagado una fortuna por el todo incluido. Esto es otra cosa. Así que me como todo lo que hay en el plato. También los niños del campamento de inglés que desayunan en la mesa de al lado se comen todo lo que piden. Aparte de una familia, un hombre solitario y dos parejas, no aparece nadie más esta mañana.

La factura de la crisis en el sector turístico superaba en mayo los 30.000 millones y no da la impresión de que estemos preparados para levantar la cifra. Los hoteles están listos pero los extranjeros no llegan y los nacionales no nos atrevemos o no lo necesitamos. Aunque con nuestro modelo de país, puede que lo mejor que podamos hacer por la mayoría sea gastar en este sector. En el verano de 2020 gastar y divertirse es asunto de héroes y de poetas. Que nadie se extrañe si los hoteles están vacíos. La idea de crisis económica se lee por la mañana en los periódicos y se diluye en las terrazas atestadas —a dos euros la caña— pero golpea como en ningún otro lugar en el lobby de un hotel. La piscina está abierta de doce a ocho de la tarde. Bajo a ver. Dos niños se están bañando solos.

Me imagino a Pedro Sánchez compartiendo mesa con Mark Rutte en este mismo hotel, frente al mar. Pedro es claramente Sofía Coppola, por mucho que el rubio sea el otro. Entonces Pedro Johanson le dice a Bill Rutte. “Estoy perdido. ¿Esto tiene arreglo?” Y el otro responde “No. Sí. Ya se arreglará”. Después añade: “No va a ser fácil. Sin reforma no hay ayudas”. Vivimos en el verano de la incertidumbre. Ignoramos todo sobre el inmediato futuro. “No sé con quién me he casado”, dice Scartlett en otro momento de la película. Los españoles no sabemos a veces en qué modelo de país vivimos. Qué piensan de verdad los políticos, qué puede de verdad pasar, qué podemos hacer nosotros. Ojalá el futuro sea tierno además de incierto. De momento, los políticos se comportan como los enamorados. En la despedida final de Lost in Translation Bill besa a Scarlett y le dice unas palabras al oído ininteligibles para el espectador. En nuestro caso, los susurros de los políticos solo los descifrará el tiempo. Mientras tanto, les animo de corazón a hospedarse en hoteles españoles. Tokio nunca estuvo tan cerca.

Nuria Labari

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