Lotería C

La desaparición del terror al holocausto nuclear de la guerra fría ha cedido el paso a una enorme colección de miedos ante los posibles apocalipsis de la globalización. Tsunamis, desastres tecnológicos mundiales, terrorismo a gran escala, desplomes bursátiles, desórdenes sociales. Es lo que Zygmunt Bauman denomina "miedo líquido". Las enfermedades ocupan un lugar destacado entre los horrores sin fronteras: zoonosis o epidemias traídas por especies animales ajenas a nuestro ecosistema o por los más de 2.000 millones de viajeros que se mueven diariamente por todo el mundo; o alguna de las cuarenta nuevas afecciones que se han descubierto en los últimos quince años, sin posible tratamiento o vacuna. Ante ello, las autoridades y medios de comunicación nos racionan unos miedos y nos ofrecen doble menú de otros.

La reciente infección de varios niños con el virus de la hepatitis C (VHC) en el Hospital del Vall d'Hebron entra de lleno en esta cuestión, sobre todo si tenemos en cuenta que casi coincidió con el Día Mundial del Sida (VIH), otra enfermedad epidémica de los nuevos tiempos, antecesora de la nueva generación de males globales. Sida y hepatitis C tienen en común que están causadas por retrovirus y que son enfermedades de reciente descubrimiento, aunque la primera la conocemos desde hace ya más de un cuarto de siglo, mientras que el VHC fue identificado en torno a 1989.

Al margen de ello, ambas comparten una curiosa relación: si bien los sistemas sanitarios, gobiernos y oenegés impulsan campañas para la prevención del VIH, el VHC queda siempre en segundo plano. El recuerdo de la rápida mortalidad que causaba el sida en los ochenta, en contraste con la más lenta evolución de la hepatitis C, juega aquí su papel. Pero también lo tiene, al menos en parte, la falacia de que se trata de una enfermedad de difícil transmisión, propia de ambientes marginales. El peso de las cifras desmiente de plano esta temeraria concepción.

A escala mundial: si 33 millones de personas viven con el VIH, la hepatitis C afecta, grosso modo, a 200 millones. Y la prevalencia en los países desarrollados no es para nada inferior a esa proporción: hace solo un par de años, el VHC afectaba del 1,5% al 2,3% de la población japonesa; en Estados Unidos llegaba al 1,8%. En España, uno de los países con mayor incidencia de sida en Europa, se contaban en ese mismo año un total de 74.900 casos de esta enfermedad, frente a 800.000 de hepatitis C. Eso supone un 2% de la población total, como mínimo: también aquí tenemos el récord. Si en China, país especialmente castigado por el VIH, se calculaban por esas fechas unos 650.000 casos de sida, el VHC rondaba los 38 millones de afectados.

Por lo tanto, parece bastante claro que el VHC tiene una capacidad de contagio superior al VIH, máxime si tenemos en cuenta que la hepatitis C se transmite poco por vía sexual. De ahí que las explicaciones del personal sanitario del Vall d'Hebron deben ser aceptadas: los casos de contagio en los servicios de hemodiálisis no son extraños en ningún centro hospitalario del mundo. Pero, si es así, hemos de temer que la explicación esconde una confesión: las vías de transmisión del VHC no están, todavía, bien tipificadas. Lo cual explicaría el elevado porcentaje de pacientes que no tienen ni idea de dónde se contagiaron.

Así que la hepatitis C es toda una epidemia. Tanto más temible, si tenemos en cuenta que durante años cursa de forma totalmente asintomática. Y, sin embargo, las autoridades sanitarias y los medios de comunicación no la abordan como tal. El hecho de que el tratamiento del VHC es bastante caro, puede tener su parte de culpa. También lo es el del VIH. Pero la hepatitis C afecta a muchas más personas, y quizá por ello los gobiernos y los sistemas sanitarios pueden argumentar que están luchando contra una epidemia siempre que no se hable de la otra; hacerlo contra las dos en profundidad quizá resultaría prohibitivo. En segundo lugar, el contagio con VHC resultó estar muy relacionado originariamente con prácticas médicas y hospitalarias: transfusiones, tratamientos odontológicos, simples inyecciones. El ejemplo más extremo es el de Egipto, país con unos cinco millones de casos a comienzos del 2007, legado de las campañas del gobierno anteriores a 1980 para tratar a la población rural de esquistosomiasis, una enfermedad parasitaria endémica. El tratamiento, que conllevaba varias inyecciones, no siguió modelos de higiene rigurosos y por ello extendió la infección con el VHC a casi un tercio de la población.

Una campaña de alerta masiva a escala internacional desataría un debate siempre inoportuno sobre la viabilidad de ciertas estructuras sanitarias y la necesidad de replantear unos controles higiénicos, que a lo peor ya no son suficientes para detener la epidemia. Y mal asunto: al final va a resultar que la hepatitis C no se puede grabar con las hipotecas morales que se le cargaron al VIH. Durante decenios, el VHC ha resultado ser una lotería en la cual los propios sistemas sanitarios han sido responsables subsidiarios: un paradójico mecanismo, a escala política, del que lleva a cabo la actividad retroviral en el cuerpo humano.

Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea de la Universitat Autónoma de Barcelona.