Lotófagos digitales

Lo cuenta Homero en 'La Odisea'. Extraviadas las naves, arriban a una isla donde sus habitantes se alimentaban de una planta singular -el loto, «dulce como la miel»- que hace olvidar los recuerdos. Algunos navegantes lo probaron como agasajo de aquellos lotófagos y ya no quisieron volver a su patria. Instalados en la isla de la desmemoria, no recordaban que tenían en Ítaca familia a la espera y dejaba de tener sentido la 'odisea' de vuelta a casa. Sólo la determinación de Ulises logra llevarles de nuevo a rastras y entre lágrimas a las cóncavas naves. La enseñanza homérica inmediata es clara: olvidar es desentenderse de nuestro linaje y nuestras fuentes aguas arriba. También de algunos deberes. Y supone, además, la abolición de cualquier viaje posible. Pero hay otra lección menos evidente: la amnesia implica a su vez quedar desposeído de casa, de domicilio conocido, y vivir a la intemperie fuera de la 'polis'. Homero sabía muy bien que la diosa de la memoria, Mnemósine, era la madre de las Musas que hacían este mundo humano algo más vivible. Al respecto añade Hesíodo que los reyes y poetas podían hablar con autoridad por su posesión de Mnemósine, esto es, por su «saber recordado». Sin la memoria no habría habla posible salvo la del bárbaro que es «el-que-balbucea» ('barbaroi'). Y cuya algarabía trae la barbarie, como comprobamos ahora en los gritos suicidas del yihadista que preceden al detonar de sus bombas.

Lotófagos digitalesPero me parece que el episodio homérico puede leerse también como una anticipación de lo que sucede hoy con respecto a nuestra memoria donde el «lotófago amnésico», lejos de ser una minoría en isla remota ha adquirido ya carta de ciudadanía. No podía ser de otra manera si atendemos a tres procesos dominantes de abolición radical del pasado y profanación del templo de Mnemósine. Por un lado, tanto el marxismo -sin cuya vigencia no se entiende lo que está sucediendo en España- como la Revolución del 68 -cuyos frutos maduros estamos viendo hoy- coincidían políticamente en la eliminación del pasado a favor de una aceleración del futuro. Según ambas antropologías futuristas, Jano dejaba de ser un dios bifronte y los «viejos saberes» se destruían a conciencia como Mao hacía con los cementerios centenarios chinos: desbrozarlos con arados. Frente a la exaltación de la pura acción transformadora, el recordar sería un acto de reacción enemiga que desacelera el tempo revolucionario.

Pero junto a tales movimientos políticos, el alma de la Modernidad implica también la aceleración que imprimen las nuevas tecnologías que hacen que la «cultura del recuerdo» se vea gravemente amenazada como ha expuesto tan lúcidamente Manfred Osten en su ensayo 'La memoria robada: los sistemas digitales y la destrucción de la cultura del recuerdo'. Y es que la paradoja cultural de la digitalización estriba en que por un lado podemos almacenar todo saber en una «externalización de la memoria» en 'bites', algo que haría inútil el saber por recordación. Mas, como bien observaba Harald Weinrich, «lo que se almacena, se olvida», fenómeno del que todos tenemos experiencias muy humillantes en nuestro ordenador. Como si desanclar la memoria del 'yo', en tanto que acto individual y humano, llevase inexorablemente a la ficción de una memoria universal digitalizada -no sabemos con qué criterios estimativos- en la que se cumpliría de una forma nueva aquella ironía de Machado en el 'Mairena': «Aprendió tantas cosas -escribía mi maestro, a la muerte de un amigo erudito-, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas». Basta sustituir el aprender erudito por nuestro almacenar digital para dar cuenta de su vigencia irónica.

Pero no es sólo Osten como pensador quien muestra grave preocupación por la «cultura del olvido» y la aceleración de la amnesia, donde la compulsión por digitalizar inhibe nuestra memoria que no sólo sirve para recordar sino que además asocia y construye. También los neurocientíficos y la psicología de la atención alzan su voz de alarma ante este hecho histórico: nunca se ha leído tanta información como ahora gracias a los 'smartphones' y nunca se ha asimilado tan poco, con el consiguiente vaciado de nuestra memoria. El temor creciente entre ellos es que nuestra capacidad de concentración y de lectura profunda sufre un menoscabo por el daño causado en nuestras estructuras cerebrales por la lectura rápida, intermitente y en 'scroll' infinito. Tal es lo que nos advierte desde la Universidad Tufts la psicolingüista Maryanne Wolf con sus investigaciones cognitivas: «Temo que la lectura digital esté cortocircuitando nuestro cerebro hasta el punto de dificultar la lectura profunda, crítica y analítica. Nuestra mente es plástica y maleable y es un reflejo de nuestros actos. Las investigaciones nos dicen que ha disminuido mucho nuestra capacidad de concentración. Los jóvenes cambian su atención unas 20 veces a la hora, de un aparato a otro. Cuando se sientan a leer, tienden a reproducir esa lectura interrumpida y en zigzag. Tenemos que ser conscientes de que estamos en medio de un cambio muy profundo».

Esta «pérdida atencional» -y de ruptura con lo mejor y peor del pasado- fue anticipada por Goethe desde su promontorio de Weimar cuando disecciona el tiempo por venir y habla del «entendimiento impaciente» como divisa de una concepción de la vida basada en la aceleración exponencial. Y que está llegando a su culmen en la sociedad global de la información de nuestro siglo. Pero ese «entendimiento impaciente» es incompatible con la meditación y comprensión de unos legados que sólo se hacen inteligibles en el sereno discurrir del pensar o en el sentir sosegado. La obligación homérica de recordar a Ítaca no cabe en la fragmentación de esta nueva isla de desmemoria en que estamos convirtiendo nuestro mundo y, de paso, el quehacer político. No es nada casual al respecto que la lotofagia digital banalice la política hasta extremos insospechados y que nuestros políticos digitalizados muestren una incapacidad 'a radice' de comprender las graves honduras de nuestro tiempo. Y de nuestra crisis.

Frente a la resignación ante este estado de cosas, se me ocurre que cada uno de nosotros, especialmente aquellos que padecen menos daño amnésico, procure imitar a Ulises en la isla lotófaga con las nuevas generaciones digitales. Asumiendo que la recepción y transmisión del saber y arte perennes ya no los asegura ni la Universidad, ni el Estado ni la sociedad dominante de la información. Y que como todo lo heroico tal reto supone un gran esfuerzo personal. Esfuerzo de recepción y transmisión, que implica lectura, memoria, escritura y oralidad. Como si tuviéramos que ser «docentes civiles» por obligación moral, especialmente en el ámbito doméstico.

Porque todavía hay algunos que no han olvidado aquello que Goethe escribe a Eckermann en un afán de prevenir la tragedia de Occidente: «Y es que: ¿en qué consiste la barbarie sino en ser incapaz de reconocer la excelencia?». Exactamente lo que hizo Ulises con aquellos compañeros lotófagos: desintoxicarles y devolverles a las cóncavas naves, bajo la intercesión de Mnemósine, para que no olvidaran la excelencia. Esa que las Musas llamaron Ítaca y nosotros Jerusalén, Atenas y Roma, tan olvidadas.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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