Después de nueve meses, la gestión de la Covid-19 ha expuesto múltiples deficiencias siendo sin duda la más importante la (in)capacidad de gestión de los Gobiernos. A diferencia de otras crisis sanitarias, el coronavirus se expande de forma silenciosa a través de los muchos casos asintomáticos, pero ilumina con focos intensos los aciertos y los errores de los Ejecutivos de diferentes países. Algunos adoptaron desde el principio una perspectiva de luces largas, pero en España nunca hemos salido de las luces cortas.
Ante un virus nuevo, nuestros dirigentes minimizaron el riesgo; otros implementaron medidas con rapidez. Ante la expansión descontrolada del virus, nuestro Gobierno adoptó un confinamiento radical creyendo equivocadamente que sería la solución definitiva; otros comprendieron que era un paréntesis para reforzar el sistema sanitario y hacer acopio del material necesario para proteger al personal sanitario y a la población. Ante la evidencia del hundimiento de la economía, se decretó una victoria pírrica, se animó a hacer vida normal y se hicieron esfuerzos inútiles por atraer turistas; otros ponían barreras al Covid-19 en sus fronteras, enseñaban a sus ciudadanos cómo convivir con el virus y desplegaban los medios adquiridos durante el confinamiento para detectar y frenar los rebrotes con rapidez.
Mientras la prensa internacional pone de manifiesto los pésimos resultados y señala a nuestros dirigentes por ineficaces, el Gobierno se encierra en un negacionismo irresponsable en el peor estilo trumpiano. Y vuelve a la estrategia del avestruz. El cortoplacismo en este caso se centra en crear el espejismo de que la vacuna llegará pronto, según Illa en diciembre.
El Gobierno vuelve a ignorar la evidencia científica: las vacunas que se encuentran en una fase más avanzada podrían aprobarse entre principios del año que viene y el verano, y no es posible fijar una fecha porque se desconoce cuánto tardarán las fases experimentales en dar resultados suficientemente robustos. Aunque los más pesimistas recuerdan que aún no se han encontrado vacunas para otros virus que nos infectan desde hace décadas, el escenario más plausible es que alguna o varias demuestren suficiente efectividad y seguridad como para ser aprobadas. En la siguiente fase, las vacunas han de producirse a gran escala, distribuirse por todo el mundo y comenzar campañas masivas de vacunación definiendo claramente los grupos prioritarios. El seguimiento de personas infectadas ha demostrado que los anticuerpos (las defensas que desarrolla el organismo) desaparecen después de meses. Es posible pues que la vacuna no confiera una protección total, ni a largo plazo, por lo que (al igual que ocurre con la vacuna de la gripe) habría que vacunar periódicamente, al menos a las personas más vulnerables. Por otra parte, los tratamientos que funcionan también han demostrado una eficacia parcial. Ante esta evidencia la mayoría de los gobiernos se prepara para la eventualidad de que tengamos que convivir con la Covid-19 al menos uno o dos años más y no descartan un horizonte temporal aún más largo.
Ello implica definir umbrales e implementar restricciones cuando las medidas de contención del virus no funcionan y relajarlas cuando disminuya su prevalencia. Esta gestión flexible y adaptativa a largo plazo sólo es posible con datos precisos y fiables; pero desde hace meses los datos de las Comunidades Autónomas y del Ministerio no casan. La forma de evitar superar esos umbrales es de sobra conocida: test masivos para detectar casos asintomáticos, uso de apps y rastreadores para identificar contactos, y cuarentenas.
El European Centre for Disease Prevention and Control (ECDC) define los umbrales por encima de los cuales se recomienda tomar medidas restrictivas como: más de 60 casos de infectados por 100.000 habitantes o más de 10 fallecimientos por 100.000 habitantes (en ambos casos datos acumulados a lo largo de los últimos 14 días) o un crecimiento sostenido en los últimos 14 días; y más de un 3% de test PCR positivos. Cuando se dan al menos dos de estas condiciones, se considera que el país ha entrado en un estado de alto riesgo.
Los datos en España en la semana en que el Gobierno central y regional de Madrid se enzarzaron en un debate poco edificante sobre la necesidad de tomar medidas más o menos restrictivas eran: 319 casos por 100.000 habitantes acumulados en los últimos 14 días (más de cinco veces superior al umbral); más de un 11% test PCR positivos (más de tres veces el umbral), y 3,4 fallecimientos por 100.000 habitantes acumulados en los últimos 14 días. Se trata de una de las incidencias mayores de Covid-19 en toda Europa. Para poder entender hasta qué punto España se diferencia del resto, creo que es suficiente con decir que el equivalente en relación con el número de casos era de 246 en Francia, 163 en el Reino Unido, y por debajo de 50 en Italia y Alemania. Ninguno de estos países supera el 10% de test PCR positivos, un dato que en el Reino Unido es de 2,5% y en Italia del 2,9%. A la vista de estos datos el ECDC considera que los países donde hay un riesgo elevado para la población y muy elevado para las personas más vulnerables son: Bulgaria, Croacia, República Checa, Hungría, Malta, Rumanía y... España. Es decir, tenemos unos resultados muy inferiores a los de países con un nivel de riqueza similar y parecidos a algunos de los países más pobres de Europa.
Una nueva forma de minimizar la importancia de esta segunda ola consiste en interpretar erróneamente el hecho de que el número de fallecidos aún no ha rebasado los umbrales. Se argumenta que el virus ha mutado y ha disminuido su letalidad, en cuyo caso nos encontraríamos (ahora sí) ante un virus domesticado que no entraña grandes riesgos. Además, se insiste en que al realizarse un mayor número de test PCR se detectan más casos asintomáticos o leves, que no suponen un problema sanitario grave. En realidad, lo que ocurre es muy diferente. El virus no ha cambiado de forma sustancial, pero en esta segunda ola se están detectando casos entre la población más joven que se expone más al contagio por tener más interacciones sociales, pero no sufre síntomas graves. La razón es que, como ahora se conocen los síntomas, muchas de las personas que notan síntomas leves acuden al médico a realizarse un test. Por tanto, en esta segunda oleada estamos detectando cómo el virus se expande entre los más jóvenes, una fase inicial que no se pudo detectar en la primera ola pero que probablemente ocurrió de forma muy similar. Pero ahora conocemos mejor cómo evoluciona la secuencia y sabemos que en unas semanas el virus acaba contagiando a las personas mayores y a los más vulnerables. Las señales de alerta son claras y sería un despropósito ignorarlas.
Las cifras de infectados en Madrid y otras regiones como Navarra son más elevadas que la media nacional, llegando a más de 1.000 casos por 100.000 habitantes (notificados en los últimos 14 días) en algunas zonas de Madrid, con la proporción de test positivos rozando el 20%. Dada la distancia sideral que separa los estándares internacionales y los umbrales que enfrentan al Gobierno central y regional (entre 500 casos y 1.000 por 100.000 habitantes) cunde la perplejidad, pues se desconoce el anclaje de estos umbrales Made in Spain con la evidencia epidemiológica. Aunque el elevado porcentaje de test PCR positivos es otra señal de alarma obvia que pone de manifiesto que no se hacen suficientes test a la población (con o sin síntomas) en relación a la expansión del virus, en este debate no parece ocupar un lugar preferente cómo se va a conseguir implementar la forma más eficaz de detectar rebrotes. Y aunque Pedro Sánchez presume de que España se va a convertir en un líder de la digitalización, sabemos poco o nada de la app para detectar contactos.
Finalmente, el debate se zanjó con una demostración de fuerza: la declaración del estado de alarma de forma unilateral por parte del Gobierno. Cercar a Madrid, cuando a la vez se permiten elevados niveles de movilidad entre distritos, equivale a intentar acorralar al escorpión con fuego. Se aísla Madrid pero no se hace nada para solucionar el problema dentro de Madrid. Un virus ha puesto de manifiesto que el Gobierno está infectado de ignorancia y revanchismo.
Montserrat Gomendio es profesora de Investigación del CSIC y ha sido secretaria de Estado de Educación.