Luces y sombras de Navidad

Fuera ya de la vida de tantas personas el sentido genuino de la Navidad, olvidado de forma generalizada su origen en el mundo occidental, y por tanto su sentido primigenio, aparte de las deseadas reuniones familiares, muchas veces sólo quedan el barullo, los atascos, las compras de lo que haga o no falta, las comidas y cenas más o menos forzadas en ocasiones con compañeros de trabajo y familia, las luces por las calles, comercios y fachadas particulares. Mucha gente aborrece estas fechas por la carga emocional que conlleva su significado en el inconsciente de las personas. Se recuerdan otras épocas que se perciben felices, en compañía de seres queridos, quizá más jóvenes y sanos, con más poder adquisitivo. Las sombras de la soledad como amenaza fuerzan a ciertas personas a desplazarse fuera de su lugar de residencia a pasar estos días en compañía de desconocidos. Pero entre tanta lucecita, alegría artificial y felicidad forzada por ese burdo consumo, no puede dejarse de considerar otra sombra que arrebata la ilusión de las personas por celebrar la Navidad.

El Gobierno ha dado en recomendar al pueblo sustituir otros alimentos por el conejo a fin de ahorrar ante la subida exagerada e injustificada de los precios, pues en otros países con exactamente los mismos incrementos de las materias primas el aumento ha sido proporcionalmente menor. ¿Pero hete aquí que el pueblo se ha rebelado! 'Hasta aquí podíamos llegar, a decirnos lo que tenemos que comer', se han oído comentarios. Se ha pasado por las leyes que condenan al fumador y al que bebe y conduce, pero no por que a uno le obliguen a comer conejo en Navidad. (Sobre todo, cuando se ha conocido los aumentos que se van a producir de los sueldos ¿mucho más allá del IPC! de los parlamentarios y tantos gastos a costa del erario público).

Pero dejemos de lado la anécdota que viene a poner en evidencia el decreciente poder adquisitivo de los salarios españoles en los últimos años, y especialmente el de ciertos grupos de trabajadores a los que no les ampara ningún convenio, o, entre otros grupos, el de los pensionistas más pobres para los que la subida del IPC en sus pensiones no significa nada en una situación de inflación. Todo ello, y en Navidad, invita a reflexionar más seriamente. La reciente promesa electoral de un político sobre la subida de las pensiones bajas debiera ser un objetivo de todos los partidos que aspiren a gobernar. Resulta lacerante que en sociedades ricas, como son la mayoría de la Unión Europea, siga persistiendo la pobreza y la exclusión social de ciertos grupos, entre ellos de algunas personas ancianas. Son mayoritariamente mujeres de edad, cobrando pensiones de viudedad y otras percibiendo pensiones de asistencia social.

En un informe publicado el año pasado por el Centro Europeo para el Bienestar Social y la Investigación, se señala que una sexta parte de los 74 millones de personas ancianas de la Europa de los 25 se encuentra en riesgo de pobreza. Se refiere al concepto de pobreza relativa, que concierne al contexto económico en cada país y a los ingresos medios (comparación de los de un determinado grupo con el promedio nacional). Con ese cálculo resulta que trece millones de personas ancianas aparecen por debajo del 60% de los ingresos medios en sus respectivos países. España ocupa el tercer lugar entre los países con proporciones más altas de personas ancianas en riesgo de pobreza, con el 30%, detrás de Chipre (52%) e Irlanda (40%). Se analiza también la situación de las personas mayores comparándola con la de las de edad activa, las de 16 a 64 años. En catorce países la proporción de personas ancianas en riesgo de pobreza aparece más alta que la de los otros grupos de edad, y se destaca la situación de especial riesgo en Chipre. Pero debe señalarse que en el conjunto de los primeros quince países que compusieron la UE la proporción media de personas ancianas en riesgo de pobreza es del 19%, mientras que en España es el 30%.

Las mujeres se llevan la peor parte: tienen más riesgo de pobreza que los varones. Existen diferencias entre países, pero incluso en Suecia las ancianas tienen más del doble de probabilidades que los ancianos de encontrarse en situación crítica. Quienes se llevan la palma en el peor sentido son las mujeres de 75 y más años, cuyo riesgo de pobreza es el más alto de todos los grupos. De los quince países que conformaron primero la UE, sólo Holanda, Luxemburgo y después Alemania se alejan de tan degradante palmarés. El porcentaje promedio de mujeres de 75 y más años en riesgo de pobreza es del 22%, siendo el correspondiente a España del 27%.

Puede confiarse en que esa situación cambie con el tiempo en tanto en cuanto las mujeres, a la vez que adquieren niveles de instrucción más altos, se incorporan masivamente al mercado laboral. Pero para eso las políticas de empleo, de familia y fiscales tendrán que actuar con la vista puesta en la reducción -si no erradicación- de esas desigualdades. De cara al futuro no es necesario elucubrar demasiado. El retrato que puede vislumbrarse de las futuras ancianas lo tenemos ya delante de los ojos si analizamos los datos existentes hoy de las mujeres en edad activa. En la medida en que ahora trabajen en la economía sumergida, en empleos a tiempo parcial y en sectores peor remunerados, que interrumpan o suspendan sus carreras profesionales por la maternidad o cuidados a personas dependientes, incidiendo negativamente estos aspectos en sus salarios actuales y en sus pensiones futuras, se puede ir ya dibujando con poco margen de error el perfil de las futuras mujeres ancianas, quizá, relativamente, no demasiado diferente de las actuales. Se está a tiempo de tomar medidas.

María Teresa Bazo