No será la fotografía más trágica de las fronteras de Europa, pero sí la más absurda. La imagen tomada el 1 de mayo de 2014 muestra a decenas de subsaharianos balanceándose en lo alto de la valla de Melilla. Abajo se ven aparcadas las furgonetas de la Guardia Civil; al otro lado de la barrera espera la policía marroquí, preparada para arrastrar y alejar a los inmigrantes una vez que se cansen. En primer plano, un inmigrante se agarra a lo alto de un poste; allí, por encima de los guardias, vigila en soledad las puertas fortificadas de la nueva Europa.
La foto es sólo una entre las miles de imágenes que dan testimonio del caos y la miseria en la frontera sur de la Unión Europea. En España pasan pocas semanas sin “asaltos” o “avalanchas”; en Grecia, los refugiados protagonizan desesperadas huelgas de hambre en campos desbordado, y en los alrededores de Malta e Italia empieza la macabra temporada veraniega. Uno tras otro llegan barcos repletos de refugiados, cada vez es más alto el número de muertos y ahogados, a pesar de los avanzados controles fronterizos. Los políticos reclaman más dinero, nuevas tecnologías, que se desplieguen patrullas. Pero, ¿cuánto más hace falta para parar la migración?
En la última década, desde la creación de la agencia europea Frontex, en 2004, la frontera sur de Europa se ha convertido en un experimento fallido. Allí ha crecido una industria alrededor de la “lucha contra la inmigración ilegal” constituida por un creciente número de sectores: fuerzas de Estados europeos y africanos, empresas de defensa y de seguridad, organizaciones internacionales y humanitarias, institutos de investigación y medios de comunicación. Con cada nueva tragedia, cada barco hundido, crece el negocio. Pero esta “industria de la ilegalidad” no es una solución; es más bien una parte fundamental del problema.
Una rápida ojeada a la tendencia de los últimos años muestra cómo los esfuerzos oficiales se están quedando cortos. Hasta la fecha, 100.000 refugiados e inmigrantes han llegado a las costas italianas, más que en todo el año pasado, y tres veces más que en la crisis de los cayucos en Canarias en 2006. El Gobierno de Italia pide más fondos de Bruselas, pero ¿con qué fin? Su costosa operación marítima, Mare Nostrum, habrá salvado la credibilidad de las fuerzas italianas tras las tragedias de Lampedusa de 2013, pero no puede parar a los barcos. El nuevo sistema de vigilancia fronteriza de Europa, Eurosur, tampoco ha tenido gran efecto desde su inauguración oficial, en diciembre pasado. Mientras tanto, la cooperación con Libia, que ha existido en varias formas durante muchos años, sólo fue eficaz durante la época más autoritaria de Gadafi, a un precio político y humano elevado —nunca mejor ilustrado que cuando el líder pidió 5.000 millones de euros por año para impedir que Europa fuera “negra”—. Se han probado todas las herramientas de la caja. Invertir en instrumentos todavía más caros es una estrategia inútil.
Los controles no sólo son insuficientes; son contraproducentes. En España, durante la última década, nuevos sistemas de vigilancia marítima y más patrullas han empujado a los inmigrantes hacia rutas cada vez más largas y peligrosas —primero, vía Canarias, a 1.500 kilómetros de Senegal, y luego, a través del Sáhara—. En el Mediterráneo, como se ha visto en las llegadas de la semana pasada, muchos inmigrantes utilizan pequeños barcos inflables con la esperanza de no ser descubiertos por los radares del sistema SIVE. Otros viajan sin capitán a bordo a causa de las penas elevadas a las que se enfrentan los supuestos patrones en Europa. En Marruecos, mientras tanto, la intensificación de la cooperación policial no sólo ha convertido la inmigración en un punto de presión excelente en las relaciones con España y la UE, sino que también ha fortalecido a las redes de traficantes ante la creciente dificultad de cruzar sin ayuda profesional. De este modo, la “industria de la ilegalidad” ha contribuido a crear el problema contra el cual, supuestamente, está luchando.
Pero a pesar de los fracasos sigue el negocio. Los drones se añaden a la ya extensa gama de tecnologías de vigilancia marítima. Se discuten nuevos acuerdos de colaboración con Estados africanos y se propone, desde la Comisión Europea, patrullas a lo largo de todo el Mediterráneo siguiendo el modelo de las “operaciones conjuntas” que ya llevan casi 10 años en marcha.
¿Cómo puede ser que la industria siga creciendo, a pesar de sus repetidos fracasos? En parte porque permite una transferencia de responsabilidad: desde países del norte de Europa hacia los del sur; desde el sur de Europa hacia el norte de África, y desde guardias nacionales de fronteras a Frontex, y viceversa. Pero, más allá de esta gama de reproches, el porqué del perplejo crecimiento de la industria está en parte en su propia dinámica; es decir, en los incentivos que ahora existen para los sectores que viven de la inmigración.
Para muchos cuerpos y fuerzas de seguridad la migración constituye una fuente de ingresos y una razón de ser en tiempos caracterizados por fronteras “abiertas” y por la falta de amenazas militares tradicionales. Para la industria de Defensa, apoyada por fondos de investigación de la UE, la migración constituye, asimismo, una potencial mina de oro. Además, cuando los inmigrantes permanecen hacinados y detenidos por periodos cada vez más largos, empresas multinacionales de seguridad pueden obtener grandes beneficios, como en menor medida hacen las organizaciones humanitarias, que han sido progresivamente incorporados en la nueva economía de la frontera.
Melilla ilustra cómo el fracaso de los controles ha creado un mercado para que haya todavía más controles. Cuando los primeros inmigrantes subsaharianos llegaron a la ciudad autónoma en los años noventa, simplemente cruzaron a pie como todos los demás. Entonces se erigió la primera barrera, y con esa pronto surgió una “amenaza”. Llegaron corriendo en una multitud incontrolable, la única manera de entrar. Cuando España extendió la colaboración con Marruecos, las crecientes redadas hicieron que los inmigrantes, cada vez más desesperados, vieran las vallas de Melilla y Ceuta como su última salida. Con la ayuda de fondos europeos se reforzaron las verjas, y eso “funcionó” durante unos años. Hasta que miles de subsaharianos empezaron a saltarlas en 2013 y 2014. En febrero, al menos 15 inmigrantes murieron en aguas de Ceuta mientras las balas de goma caían a su alrededor. Pero, a pesar de la violencia, siguen llegando; y, a pesar del caos, la industria sigue su rumbo. El Gobierno ha pedido más dinero a Bruselas, ha fortalecido la frontera y extendido la cooperación con Marruecos, embarcada en la construcción de una nueva barrera para Melilla.
¿Qué hacer? Es necesario un “desarme” de las fronteras para disminuir los incentivos absurdos que se han ido creando. Si la gestión migratoria pierde peso en el diálogo con los Gobiernos africanos, dejará de ser un punto de presión eficaz. Los países del norte de África podrán así volver a ser lo que han sido durante mucho tiempo —destino, no simple tránsito— para los subsaharianos. Si al mismo tiempo las “soluciones” propuestas por expertos de seguridad y fronteras son recortadas o desmanteladas, los inmigrantes y sus pasadores no tendrán que utilizar las rutas más peligrosas para esquivar controles. Esto, a su vez, facilitará los rescates, una tendencia que será reforzada si se crean incentivos para que los barcos comerciales ayuden a las pateras en peligro.
Un cambio de rumbo será difícil para la industria, igual de difícil que para los inmigrantes subidos a la valla de Melilla. Más allá de los incentivos económicos, la barrera más importante para el cambio es una cuestión política: el discurso distorsionado de una “invasión” creada por gobernantes y medios de comunicación.
En Melilla, los inmigrantes están cansados tras permanecer varias horas en la verja. Cuando son entregados a las fuerzas marroquíes son alejados a la fuerza y detenidos por poco tiempo. Sus nuevos y cada vez más desesperados intentos de cruzar la frontera justificarán todavía más inversiones en la industria. El círculo vicioso se cierra de nuevo. ¿Quién tendrá la valentía de romperla?
Ruben Andersson es antropólogo en la London School of Economics y autor del libro Illegality, Inc.