Lucha de clases en el cine español

Siempre ha habido ricos y pobres, dicen. Quizá sea una muestra de fatalismo histórico, pero las diferencias sociales en el mundo están lejos de desaparecer. Al contrario, y pese a importantes iniciativas en la ayuda al desarrollo, se percibe día a día una mayor separación entre las clases privilegiadas y las clases desfavorecidas, llevadas tantas veces al terreno de la marginalidad. Algo muy similar está sucediendo hoy en el cine español.

No es un fenómeno nuevo, pero se viene agudizando en el conjunto de nuestra cinematografía: las películas ricas cada vez lo son más (aunque tampoco sean demasiadas) y las pobres casi están llegando a la indigencia o, simple y llanamente, a no hacerse. Cada vez menos semanas de rodaje, menos medios de producción, menores salarios para más horas de trabajo... llevan a sus realizadores a buscar la cuadratura del círculo, a intentar hacer una obra valiosa sin los recursos imprescindibles para obtenerla. Afecta sobre todo a la gente joven, a quienes empiezan y están dispuestos a tragar con carros y carretas con tal de llevar su proyecto a término. Pero también a otros directores que, aun habiendo desarrollado ya una cierta carrera de tres, cuatro o seis películas, sienten cómo se reduce su margen de maniobra.

El cine es caro, ya se sabe, en comparación con lo que significa escribir una novela o pintar un cuadro, por lo que cualquier autor tiene ante sí una serie de condicionamientos económicos que limitan su creatividad. Por supuesto, ello no afecta igual a los cineastas consagrados profesionalmente -que cuentan con el beneplácito de los productores y de los medios de comunicación- que a quienes no han podido subir a ese pequeño Olimpo donde los que han accedido son vistos como privilegiados, aunque más de una vez no hayan logrado sus objetivos.

También los enanos empezaron pequeños, era el título de una película de Werner Herzog. Habría que parafrasear diciendo que «también los grandes cineastas empezaron pequeños», salvo alguna notoria excepción como Orson Welles. Las operas prima de Almodóvar o Amenábar no eran precisamente grandes producciones, pero justo porque pudieron hacerlas su trayectoria progresó de manera tan positiva. Evitemos que dejen de surgir por motivos económicos, pese al abaratamiento que en algunos aspectos supone el rodaje en digital, esos nuevos realizadores capaces, así, de iniciar una fructífera carrera. No dejemos, tampoco, que directores que ya han dado sus primeros y positivos pasos queden varados en su itinerario, asfixiados por unas motivaciones dinerarias que les impidan llevar a cabo su trabajo como cualquier digno profesional.

En los últimos meses he tenido ocasión de leer varios excelentes guiones cuyos productores no encuentran la financiación necesaria para que se traduzcan en películas. También he constatado cómo estupendos proyectos se posponían sine die por las mismas dificultades financieras. Tales barreras determinan la pérdida de una serie de obras de primera línea y un despilfarro del talento de sus autores, factores que están incidiendo con fuerza sobre nuestro cine. Me parece tremendamente grave que alguien como Carlos Saura diga que hoy no podría rodar películas como La prima Angélica o Elisa, vida mía porque no encontraría un productor que, como Elías Querejeta en su momento, se atreviera a ponerlas en pie… Si esto lo afirma uno de los grandes nombres de la historia del cine español, imagínense lo que sucede con las gentes que no cuentan con su filmografía ni su prestigio.

Pero ya no sólo la gente de ese cine pequeño que citábamos al comienzo. Igualmente, la del cine que podríamos llamar de clase media, cuya producción se sitúa entre los dos y los tres millones de euros, que ha sido el reducto imprescindible para muchos autores fundamentales de toda Europa, y que cada vez encuentra más dificultades para su existencia. Ese cine ha supuesto y debería seguir suponiendo un colchón entre el pobre y el rico, una suerte de espacio interclasista donde las tensiones entre los otros dos disminuyeran y se hiciesen menos conflictivas, además de propiciar la creatividad deseada.

Hace unos días, en la inauguración del Festival de San Sebastián, una excelente productora, Margaret Ménégoz (a quien se deben muchas obras fundamentales del cine francés, de Éric Rohmer entre otros, y que ha llevado las riendas de Unifrance hasta hace bien poco) proclamaba, tras recibir el Premio de la Crítica Internacional por La cinta blanca, de Michael Haneke, la decisiva importancia del cine independiente y la necesidad de que sea ayudado por los críticos, y por los festivales, cabría apuntar. Es este cine independiente el que puede traernos la riqueza y la diversidad culturales que tanto necesitamos, día a día, en las pantallas. Sin él, sin el cine independiente, sin unos productores que realmente puedan ejercer y ejerzan su auténtica labor como tales, sin unos directores que puedan expresarse y se expresen ante el espectador con libertad y responsabilidad creativas, estaríamos encaminando al cine a ser un mero producto industrial de consumo, de usar y tirar.

No nos resignemos con reducir a la marginalidad al cine pobre; ni a que desaparezca paulatinamente el de clase media; ni a que sólo perviva el cine rico, vinculado habitualmente a las productoras de las televisiones o a las que logran acuerdos con ellas, porque serían esas televisiones las que decidieran finalmente el cine que se hace o no, igual que sucede con el espejismo industrial que suponen las miniseries. Planteemos, por el contrario, que el cine no se valore porque sea caro o barato, sino por la necesidad de que haya márgenes de actuación suficientes para todo tipo de producción. Para que de ahí nazca esa diversidad del cine español que, aunque algunos quieran negarlo, es una de las características más relevantes de nuestra cinematografía y que ha de potenciarse a toda costa. Ése, y no otro, es el desafío al que nos enfrentamos.

Fernando Lara, escritor y periodista cinematográfico.