Lugares inciertos

Cuando el señor Hiram B. Otis, ministro estadounidense, se compra el castillo de Canterville cerca de Ascot, en Inglaterra, todo el mundo le dice que ha hecho una gran tontería, porque es indudable –afirma Oscar Wilde– que the place was haunted, es decir –según distintas traducciones–, que “aquella finca estaba embrujada” (Obras completas, Aguilar, Madrid, 1989, trad. de Julio Gómez de la Serna, p. 287), “el lugar estaba embrujado” (Lumen, Barcelona, 1960, trad. de Ricardo Torrente, p. 11), o “en la finca había duendes” (Libresa, Quito, 2005, no consta traductor, p. 9).

Lugares inciertos

Lo que nos interesa aquí es la traducción de ese place: fijémonos en que, dejando aparte si es acertada o no la elección de “finca”, dos de las tres traducciones han evitado la palabra lugar. En el cuento de Oscar Wilde, en el párrafo siguiente, el mismo lord Canterville recurre a place cuando dice: We have not cared to live in the place ourselves. Frase que nuestros traductores han convertido en “Nosotros mismos nos hemos resistido a vivir allí” (Gómez de la Serna), “Nosotros mismos hemos renunciado a vivir en el castillo” (Torrente) y “Nosotros mismos nos hemos resistido a habitar este lugar” (Libresa). De nuevo dos de las traducciones han evitado traducir place por lugar. Gómez de la Serna, de hecho (“la finca” y “allí”), no ha elegido esta palabra ninguna vez.

Con toda la razón, diríamos nosotros. Tanto place como lugar son grandes hiperónimos (palabras de significado muy amplio que abarca el de otras más concretas: mueble es el hiperónimo de silla, mesa, cómoda, etc.; vehículo lo es de coche, tren, avión, etc.), por lo que en principio pueden aplicarse a todo aquello que sea un ‘lugar’, desde la celda de un panal hasta el cosmos infinito. Pero también es cierto que, no por poder aplicarse, lo aplique uno sin discriminación. En eso también cada idioma tiene sus particulares parcelaciones y restricciones, y el uso de place en inglés, por ejemplo, es mucho menos selectivo que el de lugar en español. En español, si viviéramos en un castillo, diríamos precisamente eso, y no que “vivimos en el lugar”. Podemos decir una frase como “mi biblioteca, el lugar más fresco y oscuro de la casa” (Carlos Fuentes, Constancia (1989), FCE, México D. F., 1997, p. 23), donde lugar funciona y tiene sentido como hiperónimo; pero, si nos ponemos a leer en la biblioteca, yo creo que diríamos que “leemos en la biblioteca”, nunca que “leemos en el lugar”. Tenemos una conciencia bastante clara de cuándo debemos recurrir al hiperónimo y cuándo al término especializado. Y nuestra tendencia es a no usar el hiperónimo si no está calificado o especificado, es decir, adjetivado.

(Tal vez haya alguna excepción, cuando lugar se utiliza en locuciones adjetivas: la gente del lugar, la lengua del lugar, las casas del lugar… Pero fijémonos aquí, donde en vez de necesitar un adjetivo el mismo lugar forma parte de un adjetivo, en que se repite la dependencia: tampoco en estos casos lugar va solo, exige siempre otras palabras.)

Sin embargo, en traducciones y en textos autóctonos que inconscientemente las imitan, lugar aparece muchas veces suelto, sin «acompañamiento» ni dependencia, con una autonomía libérrima. En una cuarta traducción de El fantasma de Canterville, leemos que “había fantasmas en el lugar” y que “A nosotros no nos ha interesado vivir en el lugar” (Cuentos completos, Espasa-Calpe, Madrid, 2000, trad. de Catalina Montes, p. 243). Y en otros textos encontramos cosas como éstas:

“Una vez que se accionó la alarma del centro comercial, propietarios y consumidores abandonaron el inmueble ante un ineficaz cuerpo de seguridad que también salió del lugar” (“Amenaza de bomba en un centro comercial de Insurgentes”, Excelsior, México D. F, 21/X/96).

“Un día, a finales de enero, llevó a Lloyd con ella y le enseñó el lugar. Tenía nueve años y nunca había estado en un edificio tan grande y lujoso [el Parlamento de Londres]” (Ken Follet, La caída de los gigantes, Plaza & Janés, Barcelona, 2011, trad. de colectivo Anuvela, Google Libros).

“… la cafetería nunca parecía estar llena […], aunque […], quizás, el lugar tuviera movimiento más tarde, tal vez de camioneros” (Gay Talese, Honrarás a tu padre, Alfaguara, Madrid, 2011, trad. de Patricia Torres Londoño, p. 85).

“Así que comenzó a caminar tranquilamente desde su habitación en la parte posterior del inmenso motel hasta el frente del lugar y se detuvo cerca de la recepción del motel sobre la calle” (Talese, p. 126).

Asoma de nuevo aquí esa célebre máxima del buen estilo que nos aconseja “no repetir” y que habitualmente aplicamos con ayuda de sinónimos. Ahora se trata de hiperónimos, que interpretamos asimismo como una solución. El texto del Excelsior es muy ilustrativo: el autor ya ha dicho “centro comercial”, para no repetir dice a continuación “inmueble” y, como aún tiene que referirse una vez más a lo mismo, echa mano del lugar. Lo mismo ocurre con el de Ken Follet: como en la siguiente frase va a salir “edificio”, previene la repetición con un lugar… y entretanto ¿qué ha pasado con el Parlamento, que es de lo que realmente estamos hablando? Los dos ejemplos de la traducción de Talese obedecen al mismo criterio, pero lo curioso es que, en el primero, para no repetir “cafetería”, aparece el socorrido lugar cuando, si nos lo hubiéramos ahorrado, la frase habría tenido igualmente sentido; en cuanto al segundo pasaje, hay que reconocer que la traducción es tan errática que uno se admira de que su responsable haya dado con ese lugar para impedir, en la misma frase, la presencia abrumadora de un tercer “motel”.

Si muchísimas veces el famoso lugar es enteramente prescindible, en otras, si lo que queremos es “no repetir”, un simple deíctico –un “esto”, un “aquí”, un “allí”– nos podrían solventar limpiamente la papeleta:

“El jardín también estaba lleno de juguetes y trozos de madera. […] –Le dije tres veces esta semana que quería que ordenara este lugar –dijo Bill” (Talese, pp. 348-349).

“–¿Ustedes saben qué hacen en este lugar [una fábrica abandonada]? –Creo que fabrican discos […] –Pero el lugar está cerrado” (Talese, p. 371).

“… recibieron el aviso del incendio en el pub Club […] en cuyo interior no había nadie, y al lugar se desplazaron cuatro unidades con seis efectivos” (“Desalojadas tres plantas de un edificio en A Coruña por un incendio en un pub”, La Vanguardia, 9/XI/12).

En otros casos, la función de lugar no es la de “no repetir”. Cuál pueda ser, sin embargo, en el siguiente ejemplo sigue siendo para mí un misterio:

“… la joven salió con su hijo en brazos […] y, tras caminar unas cuantas manzanas, se limitó a entregarlo en unos brazos incógnitos que lo acogieron desde el interior de una portezuela descascarillada. Irene no entró en el lugar” (Jorge Volpi, En busca de Klingsor, Seix Barral, Barcelona, 1999, p. 302).

Seguramente sea ocioso buscar aquí una “función”. No parece ser más que un calco autómatico del uso inglés. Esta influencia suele concretarse en la elección estereotipada de lugar como traducción de place, lo que explicaría el abandono de “parte” (y también de “lado” o “sitio”) en contextos que le son muy propicios:

“… un intelectual puede desarrollar su actividad en cualquier lugar, pero un militar sólo puede serlo dentro de un ejército” (José Luis Olaizola, La guerra del general Escobar (1983), Planeta, 1990, Barcelona, p. 115).

“¿Desde Saigón, desde Manila, desde Pnom Penh, desde Borneo? Desde cualquier lugar, pero siempre con amor” (Fernando Sánchez Dragó, El camino del corazón (1990), Planeta, Barcelona, 1993, p. 185).

“Asimismo existe una radiación residual, es decir, partículas radioactivas que se depositarán por todos los lugares” (Cesáreo Álvarez Rodríguez, Atención sanitaria inicial a múltiples víctimas, Ideaspropias, Vigo, 2007, p. 151).

En los ejemplos siguientes, se comprueba que en algunas partes parecen haberse olvidado ya de la palabra “casa”:

“Seguro que esa chiquilla era menor de edad. / Ven a mi lugar, sé que te va a encantar” (Quiero rock n’roll, canción del grupo mexicano Moderatto, 2005).

“Sebita pendejito caliente en mi lugar o en el tuyo sin dramas hago de todo vienes a mi lugar o yo voy al tuyo”.

Sin dramas, en efecto, nos despedimos por hoy.

Lugares inciertos

Luis Magrinyà, escritor

Pd. Sobre un L&L anterior donde afirmábamos que no existía en español un verbo como coitar (‘hacer el coito’), Lucía Martínez Odriozola nos recuerda amablemente que sí figura tal verbo, desde la edición de 1970, en nuestro DRAE, un dato que ciertamente habíamos pasado por alto. Le agradecemos la observación, pero, por mucho que hemos buscado en las bases de datos léxicas de la RAE, solo hemos encontrado dos documentaciones de este uso: la primera es de Gregorio Marañón (“la incapacidad de coitar coincide con la conservación de la apetencia amorosa”, Climaterio de la mujer y el hombre (1919-1936), Espasa-Calpe, Madrid, 1990, p. 215) y la segunda de la revista Interviú (“Celia, y según versión dada por los propios clientes, coitaba en el reservado”, 23-29/III/78, p. 17). Así que, en justicia, tal vez coitar exista o haya existido, pero no podemos olvidar que es el uso (bien exiguo en este caso, por lo que parece) lo que al fin y al cabo garantiza la existencia de una palabra.

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