Luis Jiménez de Asúa, un hombre

Luís Jiménez de Asúa, que había nacido en Madrid el 19 de junio de 1889, falleció en Buenos Aires, hace ahora medio siglo, el 16 de noviembre de 1970.

Con motivo de su fallecimiento, el número de diciembre de 1970 de Cuadernos para el Diálogo –posteriormente secuestrado por orden gubernativa– se dedicó a la memoria de Jiménez de Asúa con tres contribuciones: del catedrático José Antón Oneca –discípulo de Jiménez de Asúa–, de Raúl Morodo –quien, como secretario general del PSP de Tierno Galván, había tenido frecuentes contactos personales y epistolares con el homenajeado–, y, finalmente, del autor de este artículo.

Al conmemorarse el 25 aniversario de su muerte, el 25 de noviembre de 1995 volví a publicar un artículo en este periódico –En memoria de Luis Jiménez de Asúa–. Y ahora, que se cumplen 50 años de su fallecimiento, quiero volver a rendirle homenaje con esta contribución, en la que, además de referirme a testimonios personales propios, directos o indirectos, cuyas fuentes en algunos casos tienen que permanecer en el anonimato, he consultado también el magnífico artículo de mi discípulo Antonio Cuerda –en prensa en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 2020– y el soberbio –y me quedo corto con ese adjetivo– libro de Roldán Cañizares: Luis Jiménez de Asúa. Derecho Penal, República y Exilio (Dykinson 2019, 406 págs).

Jiménez de Asúa, que había ganado la cátedra de Derecho penal de la Universidad de Madrid antes de cumplir los 30 años, prosiguió su magisterio en el exilio argentino a partir de 1939 y es considerado –con razón– el más grande penalista de habla española de todos los tiempos: aunque prescindiéramos de las miles de conferencias pronunciadas y de las miles de obras –libros y artículos– publicados, bastarían para justificar ese lugar privilegiado en la historia del Derecho los siete tomos de su Tratado de Derecho Penal, publicado en Argentina, y que contienen más de 8.000 páginas.

Jiménez de Asúa fue también un eminente político socialista, vicepresidente del Congreso de los Diputados en la última legislatura de la II República y presidente de la República Española en el exilio (1962-1970).

Pero los que conocemos su obra, sabemos que la vocación de Jiménez de Asúa era estrictamente universitaria –investigación y docencia– y que entró en política sólo a regañadientes por razones exclusivamente éticas y de coherencia personal («afán de decencia más que de política»), razones que estuvieron a punto de costarle la vida, cuando se programó su asesinato, siendo ametrallado por cuatro estudiantes falangistas, el 12 de marzo de 1936, al salir de su domicilio en el número 24 de la Calle Goya de Madrid, salvando milagrosamente su vida, lo que no consiguió su escolta, Jesús Gisbert, quien, dirigiéndose a Jiménez de Asúa, «no paraba de repetir la frase: ‘Don Luis, me han matado’». El discípulo de Jiménez de Asúa, Antón, explica la razón del paso de aquel a la política –a pesar de su propósito, expresado por escrito, de apartarse de ella tras la proclamación de la II República– en que, a la vista de los pocos intelectuales con que –en comparación con otros partidos socialistas europeos– contaba el PSOE, «[e]n proporción a la necesidad de los refuerzos, debieron persuadirle presentándole la miseria de los obreros andaluces campesinos, a remediar mediante la reforma agraria; de la futura creación de escuelas, de Institutos de Segunda Enseñanza y de las famosas Misiones pedagógicas, que todo esto estaba en el programa. Pero la aceptación de don Luis, a los requerimientos de don Fernando de los Ríos, debió ser mediante condiciones: serviría al partido, más reservándose el tiempo necesario [tal como efectivamente hizo] para proseguir su tarea científica».

Durante la II República, y antes de la Guerra Civil, con los conocimientos y con el prestigio de Jiménez de Asúa el PSOE tuvo sobrados argumentos para que fuera designado presidente de la Comisión encargada de redactar el proyecto de la Constitución de 1931, así como de la Comisión Jurídica asesora, que reformó el Código Penal, derogando el de Primo de Rivera, asumiendo también Jiménez de Asúa la defensa letrada de Largo Caballero en el juicio que se le siguió por su supuesta participación en la Revolución de Octubre de 1934.

Durante la Guerra Civil, Jiménez de Asúa fue nombrado embajador en Praga, con la misiones, «encargadas directamente por Julio Álvarez del Vayo… de la obtención de armamento para el ejército republicano y el apoyo a los servicios de información» (Roldán Cañizares). Como informa también este autor, tuvo Jiménez de Asúa más éxito con la segunda que con la primera misión, creando el Servicio de Información e Inteligencia, que llegó a tener agentes, además de en la propia Checoslovaquia, en Austria, Alemania, Hungría, Bulgaria, Yugoslavia, Polonia, Rumania e Italia. De esas dos misiones se encargó Jiménez de Asúa también, posteriormente, sirviéndole de «tapadera» para ello su designación, en 1938, como presidente de la delegación española en la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra.

En octubre de 1971, con ocasión de un Congreso Internacional de Derecho Penal celebrado en Buenos Aires (organizado fundamentalmente por los discípulos argentinos de Jiménez de Asúa: Bacigalupo, Baigún, Bergalli, Maier, Righi, Romero, Spolansky y Zaffaroni, entre otros), fui invitado a su casa por Mercedes de Briel, nacida en Cuba y, desde 1950, segunda esposa de Jiménez de Asúa; el piso se encontraba en la bonaerense calle Pueyrredón, precisamente en el mismo edificio en el que, cuando se exiliaron en Argentina, habían vivido los amigos, y durante un tiempo también vecinos, de Jiménez de Asúa, Rafael Alberti y María Teresa León. Entré en el piso donde había vivido Jiménez de Asúa como en un santuario, mostrándome su viuda no sólo la biblioteca y la mesa donde aquel había escrito su irrepetible Tratado, sino también los muebles en los que, en las numerosas bandejas acristaladas que se encontraban en su interior, me mostró la impresionante colección entomológica que el maestro había ido reuniendo a lo largo de su vida. Jiménez de Asúa, muy à la Institución Libre de Enseñanza, se entretenía en su tiempo libre atrapando mariposas con su red, primero en la sierra de Guadarrama, y, posteriormente, en su exilio, en la mayoría de los países latinoamericanos que había visitado para impartir cursos o conferencias. Su colección comprendía muchos insectos raros y exóticos y se había ido enriqueciendo con los ejemplares que, colegas y amigos, conocedores de su afición, le fueron regalando; he de confesar que, así como en su colección pude contemplar bellas mariposas, también me encontré con enormes cucarachas y escarabajos que me produjeron un cierto repelús.

Jiménez de Asúa se había casado, en primeras nupcias, en 1924, con la española Guadalupe Ramírez, una mujer con quien, en palabras de Francisco Ayala, citadas por Roldán, tuvo «una relación tormentosa, cargada de discusiones y gritos». El amigo de mis padres Luis Álvarez del Vayo, hermano del ministro republicano de Estado, Julio, había formado parte de la delegación española en Checoslovaquia durante el tiempo en el que Jiménez de Asúa desempeñó allí el cargo de embajador, y nos contaba que la presencia de Guadalupe, con sus constantes desplantes, salidas de tono y broncas públicas, había convertido en irrespirable la vida en la embajada. También por mis propias fuentes tengo noticia de que Guadalupe le había montado una descomunal bronca hasta muy entrada la madrugada precisamente el día en el que Jiménez de Asúa tenía que pronunciar su alegato en defensa de Largo Caballero, solicitando su absolución, ante el Pleno del TS, y en el que el maestro español, en sus propias palabras, se jugaba su prestigio como catedrático, como abogado y como socialista; no obstante la tensión matrimonial soportada apenas pocas horas antes, Jiménez de Asúa realizó un brillantísimo informe logrando la absolución de Largo al no haberse podido acreditar durante el juicio su intervención en la Revolución de Octubre.

Guadalupe, que había acompañado a Jiménez de Asúa al exilio argentino, continuó viviendo en Buenos Aires después de su divorcio y, el día del entierro del catedrático en el cementerio bonaerense de la Chacarita, reapareció impensadamente en el cementerio, provocando un escándalo mayúsculo ante Mercedes y todos los allí presentes: Guadalupe se propuso, y consiguió, amargar la vida de Jiménez de Asúa, incluso más allá de su último suspiro.

Volví a establecer contacto con Mercedes de Briel cuando se instaló definitivamente en Madrid a mediados de los años 70 del siglo pasado. Siendo ministro de Educación González Seara y secretario de Estado de Universidades Cobo del Rosal, le abonaron a Mercedes la totalidad de los emolumentos que tendría que haber percibido como catedrático español, primero en activo y luego jubilado, si no hubiese sido depurado y dado de baja en el escalafón en febrero de 1939 («por su desafección al nuevo régimen … no sólo en las zonas que han sufrido y sufren la dominación marxista, sino también por su pertinaz política antinacional y antiespañola en los tiempos precedentes al Glorioso Movimiento Nacional»), reconociéndole también a Mercedes su pensión de viudedad. La biblioteca que Jiménez de Asúa había formado en Argentina, junto con aquella mesa de trabajo que yo había admirado años antes en su casa de Buenos Aires, fueron adquiridas por el Instituto de Criminología de La Universidad Complutense, y su colección de insectos, por la Facultad de Ciencias de la misma Universidad. (La biblioteca madrileña de Jiménez de Asúa, que le había sido expoliada por el franquismo, fue trasladada al extinto Instituto Nacional de Estudios Jurídicos del CSIC; era una biblioteca excepcional, fundamentalmente de libros y revistas españoles, alemanes e italianos de Derecho penal, en la que, al menos, muchos penalistas pudimos tener acceso a obras imposibles de encontrar en España. Ignoro cuál ha sido el ulterior destino de esa maravillosa biblioteca).

La última vez que vi a Mercedes de Briel fue el 6 de junio de 1991, cuando los restos mortales de Jiménez de Asúa –enterrado provisionalmente y en precario en la Chacarita– fueron trasladados desde Buenos Aires a Madrid gracias a las múltiples gestiones del entonces ministro de Justicia, Enrique Múgica, para que Jiménez de Asúa pudiera descansar, por fin, en una muy digna tumba del cementerio civil de su adorado Madrid. A pesar de la emoción que se apoderó de mí aquel día, no pude evitar una cierta sorpresa y alguna indignación: Jiménez de Asúa había sido enterrado en Buenos Aires dentro de un ataúd cubierto por la bandera de la República; pero cuando llegó el féretro desde el aeropuerto de Barajas al tanatorio de la M-30, para ser poco después trasladado al cementerio, alguien había cubierto el ataúd con la actual bandera constitucional española. Entre las concesiones que hubo que hacer durante la Transición –tan llena de luces y de sombras–, una de ellas fue la de mantener la franquista bandera roja y gualda, con la única modificación de sustituir el escudo franquista por el de la monarquía parlamentaria. Aunque con toda clase de reservas, yo me siento identificado con la actual bandera nacional, porque para mí simboliza el paso de la Dictadura a la Democracia. Pero me pareció un contradios que todo un presidente de la República española –fallecido unos cuantos años antes de la aprobación de la Constitución de 1978– no fuera enterrado cubierto por la tricolor o, si no, por la enseña del PSOE o, en último caso, con el ataúd desnudo, pero nunca bajo una bandera roja y amarilla contra la que –si bien con otro escudo impreso en la tela– Jiménez de Asúa había combatido hasta su último aliento.

El despegue de la ciencia penal española, que se había iniciado con Jiménez de Asúa, se ve interrumpido por la Guerra Civil y a partir de 1939 las cátedras vacantes son ocupadas entonces, con alguna excepción, por personas cuyo único mérito consistía en su fidelidad a la Dictadura, y a quienes Jiménez de Asúa no cesa de criticar en sus escritos, a veces furibundamente, desde su exilio argentino, también a los catedráticos veteranos que se habían inclinado por el bando franquista. De ese escalafón de catedráticos de Derecho penal se podría decir lo que, parafraseando a Santiago Ramón y Cajal, este afirmó respecto de otra institución: «Si se hubiera inundado aquel escalafón de catedráticos de Derecho penal, no habría pasado nada, porque todos estaban bastante peces».

De los catedráticos de Derecho penal de entonces quiero referirme, en concreto, a tres de ellos: Quintano Ripollés, Juan del Rosal y José Antón. Mi maestro, el genial Quintano, había coincidido y confraternizado con Jiménez de Asúa en diferentes Congresos celebrados en América y en Europa. De Quintano escribe Jiménez de Asúa que «destaca como uno de los mejores penalistas de nuestra lengua» y que «su Tratado de la Parte Especial supera cuantas esperanzas pudieran prenderse de la obra». En realidad, y como Jiménez de Asúa tuvo conciencia de que no le quedaban años de vida suficientes para poder acometer –como estaba haciendo con la Parte General, obra que, por lo demás, quedó incompleta– un Tratado de la Parte Especial, acordó con Quintano que éste sería quien, por así decirlo, continuaría la obra de aquel, estudiando, también a nivel de Tratado, los delitos en particular. Cuando Mercedes de Briel visitó Madrid, a mediados de los años 50 del siglo pasado, se alojó la mitad del tiempo en la casa de Quintano y la otra mitad en la del eminente geofísico republicano Arturo Duperier, quien, vencido por la nostalgia y gracias a las gestiones del entonces ministro de Educación, Ruiz-Giménez, abandonó su cátedra del Imperial College de Londres para incorporarse a la de Madrid de la que había sido depurado por el franquismo.

Por Juan del Rosal, que había sido su discípulo en su cátedra de Madrid, es obvio que Jiménez de Asúa sentía una especial debilidad, porque, a pesar de que del Rosal escribió en la inmediata postguerra española una serie de obras inspiradas por la escuela nacionalsocialista de Derecho penal de Kiel –ignoro si por convicción o por oportunismo, para progresar en su carrera académica, ya que alcanzó la cátedra de Derecho penal en 1941–, a pesar de todo ello fue del Rosal la persona a la que Jiménez de Asúa eligió, otorgándole poderes, para que le representara en España, me imagino que para posibles pleitos contra el régimen franquista. En cualquier caso tengo que decir que el del Rosal que yo conocí y traté desde 1963 hasta su muerte, diez años más tarde, era entonces una persona de convicciones democráticas que, como decano de la Facultad de Derecho de la Complutense, y sin importarle las consecuencias que de ahí pudieran derivar, en aquellos años de tremenda agitación universitaria, siempre estuvo de parte de los estudiantes y profesores antifranquistas, defendiéndoles, en lo posible, de los «grises», que, un día sí y otro también, invadían la Facultad repartiendo palos a diestro y siniestro.

De la relación de Jiménez de Asúa con su primer discípulo español, José Antón (1897-1981), tengo una versión distinta de la que expone en su libro mi admirado Roldán Cañizares, según el cual fue de Jiménez de Asúa de quien partió la crisis en aquella relación. Antón, en cambio, me contó otra cosa. Jiménez de Asúa, en alguno de sus escritos de los años 50 o 60 del pasado siglo, después de dirigir toda clase de improperios contra los catedráticos de Derecho penal que ejercían en España, salvaba precisamente a Antón, de quien decía, más o menos, que seguía siendo fiel a sus ideas republicanas. A José Antón, que había ganado la cátedra de Derecho penal de Salamanca con 24 años, accediendo a la Sala 2ª del TS, durante la República, con 30 y pocos años, el 18 de julio de 1936 le sorprendió en Segovia –ciudad en la que triunfó el golpe faccioso–, a donde había ido a visitar a su novia. Antón fue arrestado inmediatamente, permaneciendo en esa situación durante varios años, expulsado de su cátedra y dado de baja como magistrado del TS; se sabe con certeza que Antón tuvo que picar piedra en una cantera, aunque se desconoce –yo, por lo menos, a él nunca se lo oí decir– si, como algunos aseguran, tuvo que contribuir también a la construcción del Valle de los Caídos. El equívoco que había surgido entre ambos penalistas era que, mientras que Jiménez de Asúa quería homenajear a Antón, alabando que su ideología siguiera siendo (como, en efecto, lo fue hasta su muerte) republicana, en contraste con otros profesores que habían «cambiado de chaqueta» para promocionarse durante el franquismo, Antón, por el contrario, entendió ese elogio casi como una denuncia, partiendo de él su distanciamiento de Jiménez de Asúa: «Gimbernat», me decía Antón, «los exiliados piensan que son ellos los únicos que han sufrido, olvidándose de cómo fuimos humillados y ofendidos los republicanos a los que nos fue imposible exiliarnos». Y continuaba Antón: «Prefiero el destierro de Jiménez de Asúa, que pudo exiliarse, escapando de la represión franquista y pudiendo seguir ejerciendo su profesión en las universidades argentinas, a las penalidades que tuve que padecer yo durante tantos años en España». (Antón no fue reintegrado en su cátedra hasta años después, gracias a la intercesión de algunos amigos y colegas universitarios falangistas, pero siguió traumatizado hasta su muerte por la tremenda injusticia que la Guerra Civil descargó sobre sus hombros). No sé qué hubiera preferido yo, entre esos dos males, si me hubieran dado a elegir. La cena más triste a la que he asistido en mi vida fue una multitudinaria a la que, en 1971, fui invitado por el Centro Republicano de Buenos Aires. Bajo una descolorida bandera republicana se congregaron, con sus trajes raídos, centenares de exiliados españoles: los más jóvenes eran unos viejos, los más mayores, unos ancianos. Todos ellos con más de 30 años de exilio a sus espaldas y perdidas ya las esperanzas de regresar a la añorada España en la que pensaban… sólo continuamente; nunca había visto a tanta gente con tanta melancolía y tanta resignación dibujada en sus rostros. El final dramático de aquella cena fue que, a los postres, mientras se entonaban canciones de la Guerra Civil («Si me quieres escribir …»), uno de los comensales somatizó tanta desdicha y murió en el acto, de un infarto masivo, en los brazos de sus vecinos de mesa: era uno de los hermanos del capitán Fermín Galán, cabecilla, el 12 de diciembre de 1930, de la fracasada sublevación republicana de Jaca contra la monarquía, y fusilado, después de un Consejo de Guerra sumarísimo, el 14 de diciembre del mismo año. También Jiménez de Asúa, muerto hacía casi un año, y que había prometido no volver a España mientras la gobernara «el sangriento tirano», pertenecía a esa legión de exiliados, derrotados, nostálgicos de su patria y sin esperanzas. En sus depresiones, Jiménez de Asúa había sido tratado por su amigo, el también exiliado republicano Ángel Garma, amigo, a su vez, de Lorca y de Buñuel en la Residencia de Estudiantes de Madrid, formado en el Instituto Psicoanalítico de Berlín fundado por el discípulo de Freud Karl Abraham, y nada más y nada menos que el introductor del psicoanálisis en Argentina. Afortunadamente, y en gran parte por la mediación del discípulo de Antón, Marino Barbero, ambos maestros españoles se reconciliaron antes de la muerte de Jiménez de Asúa en 1970.

Jiménez de Asúa fue una persona insobornable, que siempre antepuso sus principios a cualquier otra consideración, también aunque ello supusiera poner en peligro su situación económica, que nunca fue demasiado boyante («es público que carezco de fortuna y vivo de mi trabajo»). En 1926, Jiménez de Asúa, miembro de la Junta directiva del Ateneo de Madrid, es encarcelado durante diez días, al negarse a dar posesión a la nueva Junta, después de la intervención de esa institución por la Dictadura de Primo de Rivera. En el mismo año, al mostrar su solidaridad con Unamuno, que había sido privado de su cátedra y desterrado a Fuerteventura, Jiménez de Asúa es detenido y confinado en las Islas Chafarinas. En 1928, después de haber pronunciado su conferencia sobre Libertad de amar y derecho a morir en la Universidad de Murcia, en la que mantuvo posiciones discrepantes de la ortodoxia católica sobre las relaciones sexuales y sobre el homicidio en situaciones eutanásicas, a Jiménez de Asúa se le abrió un expediente sancionador y fue suspendido de empleo y sueldo. Finalmente, en 1928, al constatar que no podía ejercer libremente sus funciones docentes bajo la Dictadura, renuncia a su cátedra, a la que no regresa hasta la proclamación de la República.

La misma coherencia y fidelidad a sus principios las siguió ejerciendo Jiménez de Asúa durante su exilio argentino. En junio de 1943, renuncia a su cátedra de la Universidad de La Plata en solidaridad con dos colegas que la habían abandonado ante la consumación de un golpe de Estado. Vuelve a renunciar a su cátedra en la misma Universidad, tres años más tarde, al instaurarse la Dictadura del amigo de Franco, Juan Domingo Perón, «alegando que nunca trabajaría en la universidad argentina mientras Perón se mantuviera en el poder» (Roldán). Después de la caída de Perón, en 1955, Jiménez de Asúa regresaría a la universidad argentina, en concreto, a la de Buenos Aires, a la que renuncia definitivamente, y para siempre, en 1966, después de la «noche de los bastones largos» y del golpe de Estado del general Onganía.

Los jóvenes necesitan modelos en los que mirarse. A pesar de que nos separaban 10.000 kilómetros, cuando teníamos 20 años, Jiménez de Asúa fue maestro de mi generación –Barbero, Cerezo, Cobo, Córdoba, Rodríguez Mourullo, Suárez Montes y yo mismo–; luchábamos por un Derecho penal democrático y progresista y, como él mismo, nos formamos en el extranjero, preferentemente en Alemania y/o en Italia. Leíamos sus obras y teníamos la osadía de enviarle las nuestras. Creo que todos nos carteamos con él y alguno, incluso, tuvo la fortuna de conocerle personalmente. No encuentro mejor manera de manifestar mi devoción por Jiménez de Asúa que pronunciando mentalmente ante su tumba del cementerio civil de Madrid, tomándolas prestadas, las mismas palabras que, en la escena final de Julio César, de Shakespeare, declama Marco Antonio ante el cadáver de Bruto: «His life was gentle; and the elements / So mix’d in him that the nature might stand up / and say to all the world: this was a man!».

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho Penal de la UCM. Sus últimos libros son El comportamiento alternativo conforme a Derecho (Buenos Aires/Montevideo, 2017), El Derecho Penal en el mundo (Aranzadi, Madrid 2018), Imputação objetiva no Direito penal (São Paulo 2019), Estudios sobre el delito de omisión, 2ª ed. ampliada (Ciudad de México 2019), Concepto y método de la ciencia del Derecho Penal, 2ª ed. (Buenos Aires/Montevideo 2020).

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