Lula, entre la prisión y la presidencia

Luiz Inácio Lula da Silva durante una conferencia de prensa el 13 de julio Credit Miguel Schincariol/Agence France-Presse — Getty Images
Luiz Inácio Lula da Silva durante una conferencia de prensa el 13 de julio Credit Miguel Schincariol/Agence France-Presse — Getty Images

Por primera vez la justicia brasileña condenó un expresidente por corrupción. Y no a cualquier mandatario, sino a Luiz Inácio Lula da Silva, a quien Barack Obama llamó de “el político más popular del planeta”. Brasil enfrenta su peor recesión en 100 años e investigaciones han involucrado a los principales partidos del país en escándalos con dinero público y grandes corporaciones. Incluso cuando los fiscales federales lo acusan en cinco procesos criminales, Lula es el favorito en las encuestas de las elecciones presidenciales de 2018, con 45 por ciento de los votos en la segunda vuelta. ¿Qué pasará en Brasil?

Los brasileños con frecuencia mencionan la corrupción como el peor problema del país. El tema está en particular evidencia desde 2014, con el inicio de la Operación Lava Jato de la Policía Federal, que reveló una red de políticos y ejecutivos dedicada a otorgar contractos fraudulentos de Petrobras, la petrolera brasileña que es la estatal más grande de Latinoamérica.

Sergio Moro, el juez responsable por los casos de la Lava Jato, se convirtió en una de las personas más admiradas del país, un símbolo de la lucha contra la corrupción. Pero también sufre muchas críticas, sobre todo en sus acciones con respecto a Lula. En 2016 Moro divulgó grabaciones telefónicas ilegales de conversaciones entre el expresidente y la entonces mandataria Dilma Rousseff, quien intentaba nombrar a Lula como su jefe de gabinete, lo que le aseguraría protección especial frente a la justicia. Otra controversia fue la orden de Moro a la policía de escoltar a Lula para que rindiera testimonio. Algo que no tenía mucho sentido, pues el expresidente en general ha cooperado con la justicia.

El juez sentenció a Lula a nueve años y medio de prisión por la acusación de lavado de dinero y de recibir una casa de playa de la empresa de construcción civil OAS. Pero Moro no ordenó la prisión inmediata del expresidente al decir que el hecho provocaría una convulsión social. Dejó esta responsabilidad al tribunal de apelación. Según la ley brasileña, Lula no podrá ser candidato solo si esa corte confirma la sentencia de Moro, lo que hizo en casi 70 por ciento de los casos pasados de Lava Jato. Pero no hay un plazo para la decisión. Los jueces pueden tardar más de un año y juzgar a Lula hasta después de las elecciones presidenciales. Uno puede imaginar el caos político en Brasil, con un Lula como favorito para ganarlas.

La popularidad del expresidente es más baja hoy que en 2002 o 2006, cuando fue electo para el cargo. Muchos celebraron su condena como un hecho histórico para consolidar en Brasil la idea de que nadie está por encima de la ley, y citan las condenas de políticos como el expresidente de la Cámara de los Diputados Eduardo Cunha y el exgobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral, como otros casos ejemplares.

Pero el apoyo a Lula ha crecido en los últimos meses, a pesar de las acusaciones de corrupción. Eso pasa porque, frente a la recesión, el desempleo y las reformas impopulares en los sistemas laboral y de pensión, hay nostalgia por los años de crecimiento económico y de estabilidad política de sus ocho años de gobierno, cuando 40 millones de brasileños dejaron de ser pobres. Entre sus electores, hay muchos que creen que él es inocente. Otros piensan que puede ser culpado, pero que la corrupción está diseminada entre los políticos brasileños, y por lo menos Lula hizo cosas buenas para el país. Hay también los que consideran que la justicia es mucho más rigurosa contra el exobrero que con miembros de las élites tradicionales, acusados de crímenes tan o más graves, como los expresidentes José Sarney y Fernando Collor de Mello.

Partidarios de Lula durante una manifestación en São Paulo, el 13 de julio. Reuters
Partidarios de Lula durante una manifestación en São Paulo, el 13 de julio. Reuters

Es decir: el ambiente de desconfianza generalizada en los partidos e instituciones y la polarización ideológica de Brasil hacen que las posiciones personales de los electores sobre la corrupción sean más complicadas de lo que sugiere el discurso de que todos están unidos contra el crimen. Con frecuencia la gente relativiza los hechos que involucran a sus políticos favoritos, mientras creen que sus opositores son la encarnación de los problemas del país. El Estado democrático de derecho aún es una creación débil, que lucha por consolidarse en una nación donde hay dichos populares como “A los amigos, todo; a los enemigos, la ley.”

Todo esto es malo para la democracia brasileña y pone en cuestión lo que parecía ser la trayectoria victoriosa de Lula desde el fin de la dictadura hace 32 años. La última encuesta de Latinobarómetro mostró que sólo un tercio de los ciudadanos de Brasil creen que la democracia es siempre el mejor sistema de gobierno. Eso es preocupante en un país donde aún existe un apoyo considerable al régimen autoritário de 1964 a 1985. También hay muchas señales que las elecciones del 2018 serán disputadas en un clima de tensión y polarización, con poco espacio para propuestas moderadas. Como hemos visto en casos recientes, de Estados Unidos hasta Venezuela, los resultados de la falta de diálogo entre grupos políticos son preocupantes.

En Brasil, corremos el riesgo de la victoria de corrientes radicales, que serán un factor más en el debilitamiento de las instituciones democráticas y en añadir más razones de preocupación e instabilidad para una economía que necesita con urgencia mantener la calma y una buena administración.

Maurício Santoro es politólogo y profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro.

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