Luna nueva

Por Rafael Sánchez Ferlosio (ABC, 04/03/03):

Tan cierto es que «la unión hace la fuerza», que hace precisamente sólo eso: la fuerza, sacrificándole todo lo demás: los sentidos, el entendimiento, la palabra, el albedrío. Se empieza formando un partido porque se tienen opiniones bastante parecidas sobre bastantes cosas y se acaba teniendo opiniones totalmente idénticas sobre todas las cosas porque se pertenece al mismo partido. Creo que el propósito de la oposición parlamentaria al pedir votación secreta -«de conciencia»- para la cuestión de la guerra es ilusorio, porque la fuerza creada con la formación del partido -realimentada además, en este caso, por la victoria electoral- revierte después en garante y mantenedora de la identidad de opiniones. Es la fuerza creada por la unión la que, sin necesidad de «disciplina de voto», se basta para tener sometidas a obediencia las opiniones, que, por lo mismo, ya no son opiniones, sino automatismos de adhesión: «Yo con los míos». No habrá sorpresas, el sistema es ciego.

Lo que al menos desde septiembre del 2002 todos sabíamos ya perfectamente, mirando por fuera, es sumamente probable que Aznar lo haya sabido, como dicen en el turf, «de la boca del caballo», y no digo a raíz de su última visita a la casa de la pradera, sino muchísimo antes: que el gobierno americano tenía determinado atacar a Iraq pasara lo que pasara y por encima del mundo. La actitud de Aznar no es tan inexplicable como algunos dicen: por una parte, debe de haberse creído aquel gratuito y rutinario tópico de que España «se quedó atrás» por no haber participado en las dos guerras mundiales y, por otra, el vetusto principio de que a las guerras hay que apuntarse a tiempo -o «tomar partido»- para poder beneficiarse del llamado «dividendo de la paz». Ambas cosas deben de haberlo movido como patriota celoso del interés de España, y así se ha apresurado a reservarse un asiento en el carro triunfal del vencedor, de uno de los más impepinables vencedores de cualquier posible guerra conocida o por conocer, cuya gratitud, según hemos sabido esta vez no de boca del propio caballo sino de boca del preparador que le consiguió el triunfo en la carrera electoral, será «in-i-ma-gi-na-ble».

A los EE.UU. nunca les ha interesado la inspección de armamento; incluso les sentó mal el que Iraq aceptase por sorpresa el retorno de los inspectores; tan es así, que el 19 de septiembre del 2002 Powell amenazó con impedir -o vetar- las inspecciones si el Consejo de Seguridad no votaba una nueva resolución sobre Iraq. De modo que la 1.441 resultó de un solapado compromiso entre la vuelta de los inspectores, que sólo ficticiamente pasó a primer término para lograr el voto de los contrarios a la guerra, y la irrenunciable voluntad del gobierno americano: derrocar a Saddam Hussein. Así que la misión de los inspectores partió ya desautorizada, para el sentir de Washington, a manera de concesión de paripé, como parece demostrar el hecho de que ni ante la aprobación por unanimidad de tal resolución los americanos hayan interpuesto tan siquiera una pausa de «esperemos a ver» en la concentración de fuerzas frente a Iraq, que había empezado al menos en septiembre.

Chirac y su ministro de exteriores, De Villepin, se equivocan o tal vez más bien fingen irónicamente equivocarse cuando dicen que un desarme completo de Iraq sólo se habría logrado, de lograrse, gracias a la enorme presión militar americana; De Villepin recalca incluso: «¿Qué mayor éxito para la administración de Bush que el de retirar su ejército tras haber llevado al final las inspecciones, tras haber logrado el fin de desarmar a Iraq, sin disparar un tiro, sin un muerto?». El equívoco reside en dos razones. La primera, de orden general, es que a un ejército de 200.000 hombres o más, y con un gigantesco tonelaje de tanques y de barcos y centenares de bombarderos, cazas y helicópteros desplegados frente a la presa y en posición de ataque no se le puede despachar por éxito, sin incurrir en el más terrible ultraje al orgullo militar, que el enemigo se haya desarmado, y por lo tanto ya puede retirarse. Más todavía: el despliegue de las armas americanas ha llegado a tal extremo, que ya les es imposible retirarse, están condenadas a atacar. La segunda razón, esta vez particular, consiste en que las presuntas presiones para que Iraq se desarme a las que alude el ministro francés son, en cuanto presiones, falsas o ficticias, pues los americanos no desean sinceramente que el presionado se doblegue a ellas y decida desarmarse, sino que cuentan con que no va a ceder, confían en que no ceda, porque así lograrán, a los ojos del mundo, pretexto y ocasión para poder hacer lo que verdaderamente quieren y cumplir el designio por el que en realidad se han concentrado frente a Iraq: atacar a la nación y derrocar al régimen.

Los fines más recientemente esgrimidos -aunque no barajados o invocados por primera vez- desde las alturas del gobierno americano para la guerra de Iraq participan de la amenaza y la promesa. Así, el presidente ha proclamado que con Iraq tiene la «voluntad y la resolución» de demostrar a los demás dictadores que «el camino que llevan es la senda que conduce a la ruina». Se trata, pues, de escarmentarlos en cabeza de Iraq. Pero también habló de un «alba» para oriente. E incluso para el mundo: «No es la primera vez que los americanos nos vemos llamados a asumir la responsabilidad de devolver la paz y la libertad al mundo». Así que su «voluntad y resolución» no lleva a hacer política sino a hacer historia y, desde luego, Historia Universal. Su consejera Condoleezza Rice afirma, por su parte, que la guerra de Iraq comporta también «un compromiso con los valores», y el más importante es, para ella, «el derecho de vivir en libertad». Pero aun más relevante es esta frase: «No se trata de nuestra visión de democratizar la región, ni de imponerla de uno u otro modo. Se trata de la democracia como valor universal». Son palabras mayores, que revelan, aunque no sea más que inadvertidamente, representaciones de la propia empresa en unos términos que sólo pueden respirar, a fin de cuentas, en la atmósfera de la teodicea y la teología. Si la democracia erigida en «valor universal» se esgrime para justificar un bombardeo nocturno y a mansalva de Bagdad, una vez más se demuestra el gran error de Dostoyesqui, pues, en contra de su dicho, es cuando hay Dios cuando todo está permitido.

Monseñor Jean Louis Tauran, ministro de exteriores de la Santa Sede, conoce bien la vieja querella: la ilicitud de la guerra para cambiar un régimen, incluso mahometano, alegada por él hace unos días, se hace eco de uno de los más altos dictámenes de Santo Tomás de Aquino, que, en contradicción con la doctrina de su contemporáneo Enrique de Susa, dice así: «Debe considerarse que el dominio y el mando están regidos por el derecho humano; pero la distinción entre fieles e infieles es de derecho divino. Ahora bien, el derecho divino, que viene de la gracia, no quita el derecho humano, que viene de la razón natural. De modo que la distinción entre fieles e infieles, considerada como tal, no quita el dominio y el mando de infieles sobre fieles» («Summa Theologica», Secunda secundae, Quaestio X, art. X). Pero la doctrina de guerra de algunos sectores del Protestantismo, que se remontan al menos hasta Cromwell -contrapuesto, a su vez, al Luteranismo- no lo entendía de esta manera. Bien podría ser que para las afinidades religiosas del grupo dominante en el actual gobierno americano fuese ilegítimo todo poder no democrático, como para Enrique de Susa era ilegítimo todo príncipe infiel, o sea no cristiano.

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