Luz que agoniza: las élites extractivas

El otoño de Occidente puede ser crepúsculo o aurora. La profundidad de la crisis nos ha instalado en una atmósfera de resignada melancolía, pero ese mismo despojamiento contiene una promesa de renacimiento emocional. Expertos ya todos en la ciencia triste, la economía monopoliza conversaciones y ansiedades, fagocitando cualquier otra dimensión de la existencia en su vientre nutricio. Más allá de sus gigantomaquias, sin embargo, la vida persiste perezosa y obstinada, esmaltada de hábitos o azares minuciosos que sobreviven a los grandes sismos de las finanzas o la política, dos ámbitos que han trenzado sus trayectos como pocas veces en la historia. Esa colusión de intereses ha provocado la degradación de las élites y el desánimo ciudadano, una lepra lenta que corroe el cuerpo social, inerme ante las convulsiones de la historia y a la vez cautivo de una fiebre indignada que aflora episódicamente en las plazas públicas o frente a los centros financieros.

Pero hoy nuestro principal problema no es ya la economía, sino las instituciones. Un paro juvenil superior al 50% dibuja una situación ciertamente dramática, pero aun los rasgos más dolorosos de la crisis económica serían tolerables en un contexto de confianza en las instituciones a las que corresponde promover las políticas de recuperación y garantizar el reparto ecuánime de los imprescindibles sacrificios. El descrédito y la erosión de la legitimidad de las instituciones, secuestradas por unas élites que hacen de ellas un uso patrimonial, se ha convertido en el elemento esencial de la crisis española, un estado del malestar que afecta con diferente intensidad a muchos otros países. En todos ellos —del somos el 99% del Zuccotti Park neoyorquino al No nos representan de la Puerta del Sol madrileña— el debate sobre las élites se ha situado en el primer plano de la atención pública.

Entre nosotros, el filósofo Javier Gomá fue quien más argumentadamente reclamó la ejemplaridad de las élites como pieza fundamental de cualquier proyecto de regeneración, pero la amplia polémica suscitada por la publicación en 2012 de Why Nations Fail —una obra de Daron Acemoglu y James Robinson que localiza en las instituciones la clave del éxito o fracaso de las naciones— ha puesto en circulación el término élites extractivas y ha recordado que las élites solo devienen ejemplares cuando el entorno institucional las conduce a serlo. El libro del economista del MIT y el politólogo de Harvard pone en lenguaje llano, evitando formalizaciones matemáticas, artículos académicos anteriores escritos con Simon Johnson, que aquí se extienden con formidable ambición geográfica e histórica para explicar “los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza”. En el marco más general de los estudios sobre el desarrollo, sus conclusiones sobre la íntima conexión entre las instituciones políticas y las económicas iluminan los procesos que dificultan el avance social en países o regiones del Tercer Mundo, pero también enseñan no poco sobre las élites disfuncionales en sociedades prósperas.

Lanzada con profuso apoyo de colegas —nada menos que seis premios Nobel de Economía escriben notas laudatorias en la primera edición, y uno de ellos, George Akerlof, llega a decir que se leerá dentro de dos siglos como hoy leemos The Wealth of Nations— la obra de Acemoglu y Robinson ha sido también objeto de críticas fundamentales, que reprochan su énfasis casi exclusivo en lo institucional y la dificultad de explicar el éxito económico de naciones no democráticas como China, donde la ausencia de instituciones pluralistas o inclusivas debería hacer imposible el crecimiento sostenido (de hecho, los autores eluden esta inconsistencia de su marco conceptual pronosticando el colapso del gigante asiático). Pero hasta los que han escrito reseñas más pormenorizadas y críticas, como Francis Fukuyama en The American Interest o Jared Diamond en The New York Review of Books (este último es precisamente el autor de Guns, Germs and Steel, con cuyo determinismo geográfico el libro polemiza) han suministrado a Why Nations Fail blurbs promocionales que reconocen su importancia, así como la verosimilitud de su postulado esencial, a saber, que las instituciones políticas condicionan el desarrollo económico.

Acemoglu y Robinson explican que las élites denominadas extractivas (un término que proviene de artículos anteriores sobre las minas de Potosí o las plantaciones del Caribe, donde se extraía plata o azúcar explotando el trabajo de esclavos, pero cuyas connotaciones nítidamente negativas lo han hecho inmediatamente popular) no mantienen instituciones socialmente disfuncionales por incompetencia o ignorancia, sino exclusivamente porque garantizan la captura de rentas para las minorías que controlan el poder político y para su orla clientelar. Esta parte de su análisis resulta —como ha subrayado César Molinas, pero que ha sido comentada con menos entusiasmo por Gabriel Tortella y Carlos Sebastián en esta misma sección— de inmediata aplicación al panorama español de esta hora, donde la corrupción de las élites, el crecimiento de la desigualdad y el trauma social del paro masivo ponen en cuestión los actuales mecanismos de representación democrática, un proceso potencialmente catastrófico de no mediar profundas reformas institucionales. Hoy, los acontecimientos y las gentes parecen moverse con parsimonia bajo una luz que agoniza. Sin embargo, ese crepúsculo taciturno podría ser también una aurora de renacimiento personal y colectivo, si sólo supiéramos despojarnos de la piel muerta de un mundo caduco.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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