Macguffin Sánchez apisona la realidad

En El instante más oscuro, la oscarizada película británica sobre la llegada de Churchill al 10 de Downing Street bajo la amenaza de la invasión nazi y con una Cámara de los Comunes debatiéndose entre un armisticio con Hitler o involucrarse en liberar Europa, un diputado repara en que, a punto de caer el premier Chamberlain tras su fallida política de apaciguamiento, no se ve por parte alguna al previsible sustituto. «¿Dónde está Winston?», pregunta al compañero de bancada. «Evitando –le contesta mordaz– que sus huellas aparezcan en el arma del crimen». Es lo que corresponde responder a la súbita emersión del presidente Sánchez en la Academia de Guardias Jóvenes de Valdemoro para presidir este jueves la destrucción del armamento incautado básicamente a ETA, cuyo brazo político franqueó su acceso a La Moncloa y lo sostiene en comandita con otras fuerzas de la alianza Frankenstein.

Macguffin Sánchez apisona la realidadA costa de la tragedia de los liquidados por los forajidos del hacha y la serpiente, como si fuera el general victorioso de un combate que no libró, se arrogó el fin del terrorismo en una farsa destinada a borrar sus mercedes a los presos de una banda a la que estos viernes de dolores aproxima de cinco en cinco su edecán Marlaska, quien ha degenerado de perseguir como juez sus crímenes a blanquearlos como ministro con un afrentoso formulario reprobado por la Audiencia Nacional. De esta guisa, pareciera el canalla que el intelectual británico Samuel Johnson pronóstico que sería un novato gobernador que le inquirió sobre si estaría a la altura de la encomienda que le aguardaba en Escocia.

Rescatando el armamento que mandó destruir cinco años atrás el otrora juez y hogaño titular de Interior, por carecer ya de valor judicial, la fábrica de propaganda de La Moncloa montaba este indecoroso espectáculo para disimular que el brazo político de ETA supedita los designios del Gobierno de cohabitación socialcomunista, a la par que se acerca a asesinos sin arrepentir a cárceles vascas para que, en abril con la trasferencia de las competencias penitenciarias al Gobierno vasco, se les prodiguen mayores gracias. A Sánchez sólo le faltó encaramarse a la apisonadora –como la cantante María Jiménez en un acto contra la piratería discográfica– para aplastar, no ya los pertrechos mortíferos, sino la memoria de los caídos en su persistente afán por reconstruir la historia del modo que le hubiera gustado a quien trata de desfigurarla en su provecho.

Con su acrisolada capacidad para desvirtuarlo todo a su mayor gloria, Sánchez apañó un fingido recuerdo a los inmolados por ETA tan aséptico como el que propicio, en la Plaza de la Armería del Palacio Real en julio, a quienes fenecieron a causa de la pandemia del coronavirus. Cuando ya los féretros se contaban por miles y esquivaba retratarse con imagen alguna que lo vinculara con esta masacre que ya supera los 100.000 muertos reales y que no adquirió oficialidad hasta celebrar el 8-M de 2020 por intereses ideológicos. Si se hubiera decretado el confinamiento una semana antes, se habrían evitado 23.000 exequias, según la Universidad Rovira i Virgili.

Sabida su equidistancia entre verdugos y mártires que le lleva a mostrar sus condolencias a Bildu al conocerse el suicidio de un asesino en el presidio y a guardar un minuto de silencio por sus asesinados, al día siguiente del autohomenaje que se dio Sánchez allegó otros cinco asesinos de ETA al País Vasco. Lo hizo tras darle la espalda con su frialdad característica al requerimiento de la presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), Maite Araluce, que no pudo intervenir en el acto, cuando le afeó sus cesiones con los matarifes. Entre los últimos favorecidos por Sánchez, figura el carnicero de Fernando Buesa, acribillado por la metralla de una furgoneta-bomba cuando el líder socialista alavés caminaba a su casa en un terrible 2000 en el que ETA segaría las vidas de los también correligionarios Juan María Jáuregui y Ernest Lluch.

En el velatorio del féretro de Buesa, cubierto con la ikurriña, la bandera de Álava y la insignia del PSOE, un ugetista, al testimoniar su pésame, proclamaría en voz alta: «No sobra ninguna enseña, pero falta una». «Entonces –evoca el filósofo Fernando Savater– nos dimos cuenta de que estaba ausente precisamente la bandera por la que habían matado a Fernando». En cambio, en Vicálvaro, nadie dijo esta boca es mía para protestar porque se escondía ese mismo emblema nacional en una estancia, para más inri, de la Benemérita. Debió ser para no disgustar a los asesinos de tantos guardias a los que ahora se entrega el presidente de la nación a la que procuran desintegrar. En esta tesitura, valga el preclaro verbo de Churchill cuando el 5 de marzo de 1946, referido esta vez al desafío soviético, aseveró que no hay nada más que admire el adversario que la fuerza, y nada que les produzca menos respeto que la debilidad.

Empero, hay que reconocer la habilidad del equipo de efectos especiales y montajes de La Moncloa para introducir incesantemente martingalas que sustraigan a la opinión publica de aquellos otros contenciosos que comprometen al Gobierno o de su negligente gestión sanitaria de la pandemia, así como de sus secuelas económicas con una cifra de parados sin parangón en Europa. Entre tanto, las colas del hambre se engrosan con «pobres de cabello lavado», como se refieren piadosamente las monjas de un céntrico comedor social madrileño a los depauperados de las clases medias que acuden en pos de sustento.

Si Hitchcock popularizó la expresión Macguffin con respecto a sus tretas para desconcertar al espectador e imprimir un giro copernicano a sus tramas, también el jefe de gabinete de Moncloa, Iván Redondo, se sirve de tales señuelos para desviar la atención lejos de los acontecimientos, al igual que el trilero tima al panoli con «¿dónde está la bolita?» mientras le vacía la cartera con sus compinches. Tan ufano está Redondo que disfruta –como al maestro del suspense– asomándose intermitentemente en pantalla.

Desde la investidura Frankenstein de 2018 que le catapultó a La Moncloa tras su moción de censura exprés contra el incauto Rajoy y su posterior reinvestidura Sáncheztein de hace un año con iguales expedicionarios (neocomunistas y separatistas), Sánchez ha operado con sus Macguffins descolocando a quienes se empecinan en desconocer su naturaleza de aventurero de la política al que sólo mueve el poder a toda costa y sin escrúpulos. Confunde a muchos hasta el grado insólito, a estas alturas, de hacerles creer que lo que busca lo hace obligado. Sin embargo, no cabe hablar en su caso de «geometría variable», sino invariable, como también lo era así para quien acuñó ese concepto equívoco –el equilibrista Zapatero– para su babélica España de «geografía variable» en la que los derechos se territorializan tras deformar la Constitución mediante estatutos semiconstituyentes como el catalán que el Tribunal Constitucional enmendó para no sepultar la soberanía del pueblo español.

Esa estratagema le vale con sus rivales, pero también con el jefe del Estado. Así, mientras deja que su vicepresidente y líder de Podemos, Pablo Iglesias, horade la institución con cualquier noticia o simulacro –ya sea de calado como la fortuna del rey Emérito o episódica como la vacunación en Abu Dabi de las dos infantas aprovechando la visita a su padre–, Sánchez instrumentaliza la Fiscalía General del Estado para hacer luz de gas a Felipe VI. Así, manteniendo abierta la investigación del ministerio público sobre los deméritos del Emérito –la mayoría registrados durante la eclosión de la corrupción felipista– por parte del ministerio público con la ex ministra Delgado de inquisidora, Sánchez dispone la situación legal del padre para menoscabar al hijo y relegarle a un papel decorativo al lado de quien, por la vía de los hechos, pasa de ser primer ministro a Jefe de Estado práctico por la vía de transformar España en la Monarquía Presidencialista que no es constitucionalmente, por si llega la ocasión de saltar a una República.

En este sentido, el papel del Rey, como cabeza de la nación, ejercida por su padre el 23-F de 1981 y por el hijo el 3 de octubre de 2017 a raíz de las tentativas golpistas de militares y de separatistas, quedaría a merced del presidente. Sin olvidar que, en medio del populismo rampante, primero el padre y luego el hijo son dos buenas cabezas de turco para los que se valen de la emergencia originada por el Covid para acelerar sus indisimulados propósitos de cambio de régimen.

Sin duda, es mucho lo que ocultar tras abusar de un dilatado estado de alarma dictado con la excusa de la epidemia, pero desentendiéndose de ella, para atesorar prerrogativas, desterrar la transparencia y monopolizar la información para hacer pasar como verdad científica –con Fernando Simón como Cristobita del teatro de títeres gubernamental– los absurdos más flagrantes. Amparados en la urgencia epidémica, se trastocan aspectos que nada tienen que ver como la comisión de secretos oficiales, la ley de educación, la independencia judicial, la supeditación del Parlamento a escribanía de un Gobierno que dicta decretos-leyes a troche moche y el tejemaneje del fondo europeo de reconstrucción al modo de Juan Palomo, pese al varapalo del Consejo de Estado.

En estas circunstancias, amen de las concesiones que vendrán a los separatistas cuando se constituya el gobierno de la Generalitat, se entiende que Sánchez maree la perdiz con el concurso de una televisión pública podemizada y enfilada al servicio de los intereses de Iglesias, que cuela de rondón imágenes que deterioren la Monarquía o atropellen a sus adversarios.

Maniobran con un factor que, en la distopía orwelliana 1984, le aclara un camarada del Consejo del Partido al anonadado protagonista. «A la vida –le indica a Winston– la dominamos nosotros en todos sus aspectos. Se deja usted llevar por la idea de que existe la llamada naturaleza humana, la cual usted cree que acabará por reaccionar contra nosotros al ser vulnerada en sus leyes. Pero la naturaleza humana la creamos nosotros. El hombre es un ser infinitamente maleable. Si usted cree ser un hombre, Winston, considérese como el último ejemplar».

Para ver no basta mirar si se quiere que no pasen desapercibidas trapacerías que acaecen literalmente delante de las narices y que llevan a plantearse, con el Nobel Vargas Llosa, cuándo se jodió España. Si el autor de Conversación en la Catedral se respondió 36 años después que «el Perú es el país que se jode cada día», aquí otro tanto con la anuencia de una sociedad complaciente y complacida que se deja arrastrar allí donde naufragará sin remedio, mientras Sánchez se enseñorea en La Moncloa. Como en el cínico aforismo del escritor francés Frédéric Beigbeder, éste cavilará que no hay que tratar al público como si fuera tonto ni olvidar nunca que lo es. De momento, muchos transigen con cómo borra Macguffin Sánchez las huellas de unos estropicios que se revelan irreversibles.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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