Macron, Francia y yo

El índice de desempleo en Francia para los que ahora tienen menos de 40 años ha venido oscilando en torno al 25%, lo que hace que la situación de la juventud francesa sea muy poco envidiable. ¿Por qué no probar suerte en el mercado de trabajo global, donde ser francés y joven tiene más probabilidades de ser visto como una ventaja en lugar de como una carga?

Basándome en ese razonamiento, en 2012 lancé un movimiento, junto a un rapero y un periodista, que animaba a la juventud francesa a dejar de manifestarse y de pedir trabajo y en vez de ello a empaquetar sus cosas y abandonar la decrépita gerontocracia en la que Francia se había convertido: como un medio para educarse y fortalecerse por su cuenta, como un modo de atraer la atención de la clase política francesa, pero también, sosteníamos, de redimir a uno de los países del mundo más impermeable a las reformas, aprendiendo unas mejores prácticas en el extranjero y, con el tiempo, volviendo a casa para ponerlas en marcha. Y, de paso, hacerse ciudadanos del mundo y no solo de su país.

No hace falta decir que tocamos una fibra sensible.

Un año después, en un programa de televisión de gran audiencia se le preguntó al presidente Hollande sobre nuestro movimiento y sobre qué tenía que decirle a una joven que se iba a Australia después de unos brillantes estudios en Science Po, la elitista escuela de estudios políticos, debido a la falta de oportunidades de trabajo en Francia. La respuesta del presidente fue: “Debería quedarse; su país la ama”.

En un discurso en la Universidad de Verano del Frente Nacional en 2014, Marine Le Pen, la candidata de la extrema derecha en las próximas elecciones presidenciales, me atacó personalmente así como al “nomadismo posnacional” de nuestro movimiento, arguyendo que yo era antifrancés y diciéndonos Barrez vous! (¡Largaos!).

Mi respuesta, en el diario Libération, fue que precisamente porque estaba a favor de un nomadismo posnacional, yo no era antifrancés, del mismo modo que no soy antinorteamericano. Parafraseando al escritor polaco Witold Gombrowitz, siento realmente que ser francés, del mismo modo que ser norteamericano, es precisamente tomar en consideración realidades distintas a esos países.

Finalmente seguí mi propio consejo y en el año 2015 dejé Francia para irme a Suecia, descorazonado por el naufragio en curso al que desde mi infancia había estado asistiendo y ante la incapacidad de un país con tanto potencial para adoptar cualquier tipo de reforma significativa.

En esto que entra en escena Emmanuel Macron.

Al igual que Stephen Bannon y Marine Le Pen, Macron entiende que el consenso de Davos está muerto. Que el lema del Foro Económico Mundial, “comprometidos a mejorar el estado del mundo”, suena menos sincero con cada año que pasa. Considera que una política responsable en el siglo XXI consiste tanto en crear riqueza como en redistribuirla, de tal manera que asegure que el peso del (justo) reequilibrio que se opere hoy entre el mundo desarrollado y el resto de la humanidad no sea soportado por las clases medias y bajas del mundo desarrollado.

A diferencia de ellos, Emmanuel Macron quiere utilizar ese conocimiento para detener el contagio del nacionalismo de la derecha.

En lugar de ver los fracasos de la Unión Europea, el Brexit y la elección de Donald Trump como una señal de la vuelta del Estado nación, Macron, que tiene 39 años, entiende que son síntomas de su obsolescencia como razón de ser de la gobernanza moderna. Entiende que tanto la capacidad de los rusos para desestabilizar tan drásticamente la “indispensable nación mundial” como el “absorbente y confundente agujero negro” de la inacabable serie de escándalos de la presidencia de Trump tendrán un coste para la democracia global.

Macron es muy consciente del auge de las desigualdades intergeneracionales y de que si no se hace nada para impedirlas, más que un choque de civilizaciones es inminente un choque de generaciones.

Macron ha construido su movimiento político transgeneracional y bipartidario desde la nada. Para él, la obsolescencia del Estado nación es evidente por el modo en que las empresas de más rápido crecimiento en el mundo se han organizado en torno a ámbitos lingüísticos como cuencas, regiones y ciudades, más que por países. Es obvia por el modo en que los jóvenes se identifican mutuamente (no en función de su color de piel, orientación sexual o nacionalidad, sino de sus valores) y por cómo entienden que hay algo de ingenuo —cuando no de francamente absurdo— en esperar que líderes elegidos para un corto número de años por electorados definidos exclusivamente con arreglo a las fronteras nacionales aborden de forma adecuada temas locales u otros, como el cambio climático, que son por naturaleza globales y que como poco requerirán décadas de tratamiento.

Como ellos, sabe que las soluciones a esos temas, si realmente llega a haberlas, serán locales o transnacionales. Esa es la razón por la que tanto él como ellos ponen el foco en las ciudades, pequeñas y grandes, en las que vivimos la mayoría de nosotros, con la expectativa de llegar a ser una civilización multiplanetaria y no tanto basada en las naciones.

No puedo imaginar a los franceses eligiendo a François Fillon, el líder del partido conservador, que tuvo en nómina durante años a su mujer y a sus hijos y que en cualquier otra democracia moderna se habría visto obligado a renunciar hace tiempo. Y tengo la corazonada de que todavía son demasiado machistas como para llevar a la presidencia a una mujer.

El 7 de mayo los resultados de las elecciones presidenciales francesa significarán o bien que Europa se ha ahogado y que paradójica y repentinamente el Brexit se hace irrelevante, o bien que Francia, también repentina y paradójicamente, se convierte en el experimento político más interesante del mundo en mucho tiempo, y que Europa, el Atlántico y, sí, la democracia global, tienen un nuevo campeón.

Si Emmanuel Macron es elegido presidente, volveré a casa. Y lo mismo harán muchos de los dos millones y medio de franceses que viven hoy en el extranjero.

Felix Marquardt es el fundador y director ejecutivo de Atlantic Dinners y del comité de expertos Youthonomics. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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