Macron y la VI República, a su pesar

Emmanuel Macron, tras conocer su pase a segunda vuelta.
Emmanuel Macron, tras conocer su pase a segunda vuelta.

Aunque parezca fútil recordarlo, este domingo no ha tenido lugar la primera vuelta de las “elecciones francesas” sino de las “elecciones presidenciales francesas”. La metonimia resultaba hasta ahora bastante acertada, porque las legislativas –también a dos vueltas, que tendrán lugar en junio– han tenido hasta ahora una importancia muy secundaria. Sin embargo, esta vez será diferente porque muy probablemente acaecerá algo inédito en los 59 años de existencia de la V República, aunque no debería ser una sorpresa porque se ha ido fraguando poco a poco. Y no me refiero a la elección de un Le Pen como presidente, por suerte improbable. Recordemos antes algunos capítulos de la historia francesa desde la II Guerra Mundial.

La IV República fundada en 1946 sentó las bases de una exitosa recuperación con un crecimiento económico que se distribuyó de manera muy amplia en toda la sociedad, siguiendo el novedoso credo recogido en el preámbulo de su Constitución que añadía el Estado del bienestar a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Francia, más que un país vencedor fue un rescatado en esa contienda, pero el generoso reconocimiento de sus aliados hacia su historia la situó en el privilegiado lugar en el orden mundial que aún ocupa. Esta ventaja que le permitía de entrada mantener su influjo sobre su antiguo imperio colonial acabó creando en poco tiempo una fuerte desestabilización interna por el coste que supuso en vidas y en dinero. En estas circunstancias, el sistema electoral proporcional de la IV República que requería amplias coaliciones para gobernar y la supeditación del ejecutivo al legislativo (el presidente de la República no podía siquiera disolver las cámaras) se instaló en una crisis crónica.

Ante la grave revuelta iniciada en 1958 en la gran provincia francesa que era entonces Argelia, el presidente y los parlamentarios de la IV República se pusieron de nuevo en manos del “más ilustre de los franceses”, el general de Gaulle, héroe de la Liberación y jefe del ejecutivo en la primera posguerra, encargándole que redactara una nueva Constitución. En apenas dos meses de verano, concibió un régimen hiperpresidencial sin parangón, con prolijas disposiciones destinadas a reducir el poder del legislativo y un acabado tan poco pulido que –aparte de hasta una falta de ortografía en el texto definitivo– olvidó que el presidente además de nombrar al primer ministro pudiera cesarlo.

De Gaulle (que al final había apelado al pragmatismo para permitir la independencia argelina) terminó de moldear a su mayor gloria esa nueva V República convocando en 1962 un referéndum de reforma constitucional por un mecanismo no previsto (se saltó la consulta al Parlamento y un Consejo Constitucional complaciente se lo toleró) para adoptar la elección por sufragio directo del presidente de la República. Tras ganar holgadamente sus elecciones y las legislativas correspondientes, la carrera del padre de la patria se estrelló súbitamente al perder por poco otro referéndum que propuso en 1969.

Desde entonces, si bien es cierto que hasta ahora cada presidente al iniciar sus mandatos ha contado con una mayoría suficiente en la Asamblea Nacional (gracias a la falta de proporcionalidad que resulta de las circunscripciones uninominales, que solo desaparecieron en las elecciones de 1986), cada vez se han ido reflejando más defectos de un sistema con escasos contrapesos entre las instituciones y problemas de representatividad.

Para empezar, de las 8 presidenciales que ha habido tras de Gaulle y hasta 2012, en la primera vuelta, el ganador solo ha tenido más del 35% de los votos en 6 ocasiones, y la diferencia entre el segundo y el tercero (entre quienes se filtra el que pase a segunda vuelta) ha sido menor del 4% en 4 ocasiones, lo que supone un proceso de elección muy azaroso. En segunda vuelta, esta incertidumbre se ha reflejado en 5 ocasiones en las que la diferencia ha sido menor del 8%. Ayer el ganador solo obtuvo el 24% de los votos, es decir que, para lograr la victoria definitiva, Macron tendrá que atraer más votos que los que de entrada lo han preferido como su primera opción; además, el cuarto candidato solo ha quedado a 5% del primero.

El otro factor a tener en cuenta es el progresivo debilitamiento de los partidos. En cada elección se fusionan, escinden o desaparecen formaciones que habían tenido un peso importante en anteriores comicios; la consecuencia es que ninguno de los principales partidos tiene hoy más de 50 años (el más antiguo es el Parti Socialiste, surgido en 1971 y que quizá esté viviendo sus últimos tiempos –compárese con la SPD de 1869 o el PSOE de 1879–).

También es recurrente que haya entre los principales candidatos disidentes de sus propios partidos. En esta ocasión, de los cinco principales candidatos, dos no tienen partido (Macron y Mélenchon), a los dos que provenían de las formaciones tradicionales les había dado la espalda buena parte de su militancia (Fillon y Hamon) y Le Pen utiliza el Front National de manera muy personalista (apenas hay otros cargos electos a los que rendir cuentas, y ha llegado al extremo de prestar dinero de su propio bolsillo al partido contra un elevado tipo de interés).

El resultado global de los anteriores factores es que se elige un monarca temporal, en un proceso bastante aleatorio, legitimado pero con carencias de representación, y que pese a sus enormes poderes sobre el papel, adolece de una correa de transmisión cada vez más frágil que son los partidos. La excepcionalidad del momento se empezó a plasmar al ser Hollande el primer presidente que no ha optado a su reelección. La situación inédita que anticipo ocurra en estas elecciones es que el nuevo presidente no disponga en absoluto de una mayoría en el Parlamento, y que además no encuentre interlocutores estables para pactar porque ninguno de los demás partidos con representación parlamentaria contará con un liderazgo claro –salvo el Front National, con el que no buscará acuerdos–.

Para intentar paliar la inestabilidad del sistema, se han intentado en las últimas décadas una quincena de cambios constitucionales, y muchos más a nivel legislativo, como reducir el mandato del presidente de 7 a 5 años (para alinearlo con el de los diputados), invertir el orden de las elecciones presidenciales y legislativas, y hasta cambiar el sistema electoral a un escrutinio proporcional y echarse atrás al cabo de solo dos años. Nada ha parecido funcionar, salvo quizá la voluntad expresada por De Gaulle, ya en 1946, de hacer frente al poder “exclusivo” de los partidos, pero sin lograr a cambio que emerja una poder presidencial efectivo.

El próximo 7 de mayo, Macron obtendrá sin duda una amplia victoria -cercana a la de Chirac en 2002, que en segunda vuelta alcanzó el 82%- frente a Jean-Marie Le Pen. El joven candidato ha declarado que pretende aprovechar todos los mecanismos que prevé la Constitución de la V República que en principio son esos poderes exorbitantes que concede al presidente. Muy probablemente fracasará, dado que pese a todo requiere un Parlamento para aprobar sus leyes, y es muy posible que quede muy lejos de conseguir esa mayoría parlamentaria, puesto que su movimiento (que no partido) va a proponer una mayoría de candidatos desconocidos y el resto repescados de otros partidos que difícilmente podrán vencer a los tradicionales con larga trayectoria local.

Es probable así que, pese a que Macron en absoluto haya reclamado una refundación (solo ha evocado una “moralización de la vida pública”), acabe siendo el presidente que aborde la transición a la VI República. Ojalá supiera abordar esa tesitura con la inteligencia organizativa que le ha llevado tan alto en tan poco tiempo, pero esperemos también que con una altura de valores de la que ha hecho más gala como candidato que como ministro. Mi convicción es que para lograr verdaderos cambios deberá aceptar que no pueden depender solo de un hombre providencial sino de la implicación de muchos, lo cual pasa por enmendar el error de intentar debilitar a los partidos políticos, en lugar de intentar ayudarlos a ser más virtuosos, deliberativos y democráticos.

Víctor Gómez Frías es miembro del consejo de administración de EL ESPAÑOL.

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