Aquel miércoles de la primavera de 1823, como todos los miércoles después del Consejo de Ministros, una mujer atractiva y elegante de facciones redondeadas, ojos almendrados y pelo castaño diestramente distribuido en bucles, dejó atrás el bullicio de la plaza del Carrusel y entró en el palacio de las Tullerías al filo de las tres de la tarde. Su destino era el pabellón de Flora.
Como cualquier otra visita cruzó la Salle des Gardes, con su retén permanente de una veintena de soldados -adheridos al reverencial silencio del entorno a través de sus pelucas empolvadas- y fue recibida por el Primer Gentilhombre que ejercía como una mezcla de secretario y mayordomo.
Fiel a la rutina, el aristócrata de servicio le franqueó la puerta del Cabinet Particulier del Rey, un pequeño despacho forrado de libros, en el que Luis XVIII la esperaba en un sillón de cuero verde con tres ruedas, junto a la mesa de madera blanca que había adquirido un cuarto de siglo atrás durante su exilio en Varsovia.
Ella se ahorró las tres reverencias sucesivas que la etiqueta de la Corte de Francia exigía a cualquiera que compareciera ante el Rey. Él se levantó a duras penas del sillón, la saludó con efusión controlada y volvió a sepultarse enseguida en su mullido cojín. No era un inválido pero sí un hombre limitado ya en sus movimientos. Un fulgor especial encendió sus ojos marrones, a la vez severos y hermosos, cuando la contempló, perfectamente atildada como todas las semanas, con su abanico, su sombrilla y un chal bajo el que siempre había un vestido escotado. Ella tenía a su servicio a las mejores modistas de París y dedicaba horas al cuidado de su pelo, su manicura y maquillaje, preparándose para él.
La mujer era Zoé Victoria Talón, convertida en condesa de Cayla a través de su efímero matrimonio con un allegado al Príncipe de Condé, agraciada desde hacía más de un lustro con la confianza e intimidad del Rey y convertida en la práctica en una de las personas más influyentes de Francia. En los salones del boulevard Saint Germain se hablaba con respeto y envidia de Madame du Cayla; en las carnicerías de Les Halles se mencionaba en todos los tonos a la «reina Zoé»; y en los círculos más críticos se la equiparaba con la detestada favorita de Luis XV, apodándola «la Du Barry de la Carta Otorgada».
Tras la caída de la dictadura bonapartista Luis XVIII se había propuesto ser el rey de todos los franceses. Su lema era «unidad y olvido» y su sistema de Gobierno un modelo intermedio entre la monarquía constitucional y el absolutismo, regulado por la democracia censitaria de la Charte o ley fundamental del Reino. «Este Rey admirable será la esponja que pasaremos sobre nuestras viejas pendencias», le había escrito la propia Madame du Cayla al primer ministro Villèle.
Cuando comenzó su relación el Rey tenía 63 años. Llevaba viudo desde 1810, pero su unión con María Josefina de Saboya no había sido sino un matrimonio de conveniencia y mucho antes de la muerte de la reina, alejada con frecuencia de la corte, había tenido unas cuantas amantes. Madame du Cayla era casi treinta años más joven y tenía un aura sensual que atraía especialmente a los hombres. Como alega Philip Mansel, biógrafo de Luis XVIII, nada era tan sencillo como caricaturizar la relación entre el rey voluminoso y avejentado «y la ambiciosa y hermosa mujer con un pasado».
En el París de la Restauración circularon simultáneamente maledicencias opuestas. El académico Arnaud escribió que «para el Rey una 'maitresse' no era sino un objeto de lujo como esos caballos que están siempre a su disposición y a los que no monta nunca», añadiendo que era «casto como Orígenes». En cambio uno de los memorialistas más cotillas del momento, el mariscal de Castellane, recrea escenas subidas de tono con el Rey esnifando tabaco sobre la tersa piel de Madame du Cayla y uno y otro rodando por el suelo con el sillón de cuero verde de por medio.
Tanto Mansell como la biógrafa de Madame du Cayla Catherine Decours coinciden en que durante los primeros años -cuando el Rey aún podía caminar «erguido como una Y»- fueron amantes pero su relación derivó luego hacia una entrañable amistad. Eso es lo que consta tanto en su propia correspondencia como en la que mantuvieron con terceros. Lamartine lo explica con su habitual sutileza: «Desde el primer día se trató de un amor disfrazado bajo el nombre de amistad porque ni la edad de él ni la discreción de ella permitían reconocerlo».
Luis tenía 1.600 personas a su servicio que le protegían, transportaban, alimentaban exquisita y copiosamente e incluso le vestían, desnudaban, bañaban y afeitaban. No eran sin embargo, incluidos los más altos dignatarios, sino el «mobiliario de su vida». Le faltaba un amigo a quien confiar sus ocurrencias y sentimientos o comentar sus constantes lecturas, saltándose la rígida etiqueta de las Tullerías. Durante el comienzo de su reinado ese papel lo había jugado Decazès, el joven y audaz jefe del Gobierno en quien había puesto todas sus complacencias y a quien miraba como el hijo que no había tenido o como un hermano menor más afín a sus ideas moderadas que su hermano real, el furibundo Conde de Artois, a la sazón heredero de la Corona.
Cuando en 1820, a raíz del asesinato del duque de Berry, hijo de Artois, los ultras le obligaron a forzar la dimisión de Decàzes, Luis comenzó a sentir una profunda soledad en su palacio y pronto Madame du Cayla, tan divertida y culta como resuelta y calculadora, se convirtió en ese amigo, en ese hijo, en ese hermano menor que le faltaban. Ella le veía a él «comme un père», cálido, cercano y protector; y al menos una vez al mes le llevaba a sus dos hijos a los que el Rey quería y trataba como un abuelo, preocupándose por sus estudios y su porvenir. «Este príncipe tan frío, tan insensible era capaz de afectos muy parecidos a las pasiones», señalaría irónicamente su ministro de Asuntos Extranjeros Chateaubriand.
Madame du Cayla sabía latín. Gran parte de su correspondencia con el Rey transcurría en esta lengua lo que fomentaba un especial sentido de la complicidad entre ambos. Él la escribía constantemente y más de una vez el aburridote Villèle le había sorprendido escondiendo una carta a la mitad entre los papeles del despacho, como si fuera un escolar pillado in fraganti. Cuando ella le contestaba él reverdecía y volvía a coger la pluma: «Una lluvia benefactora ha caído sobre la tierra afectada por una larga sequía».
La visita de los miércoles era para el Rey el momento más feliz de la semana. Siempre pasaban tres horas a solas y además de sus asuntos personales trataban de los problemas políticos y las tensiones familiares que tanto inquietaban a Luis.
Madame du Cayla era una asesora vocacional y una componedora nata. A menudo almorzaba con el primer ministro -Villèle estaba siempre ansioso por saber lo que pensaba el Rey de él- y le ayudaba a limar asperezas con la facción ultra. A través de su amigo, y tal vez antiguo amante, el vizconde de La Rochefaucauld, su influencia llegaba también al círculo íntimo del Conde de Artois y su gran empeño era tratar de reconciliar al Rey y a su heredero que prácticamente no se dirigían la palabra desde el asesinato del duque de Berry.
Madame du Cayla era partidaria de la diplomacia directa. «Habla con él», le decía constantemente a Luis. Pero como eso no conducía a nada pues la dignidad ofendida del Rey no le permitía dar el primer paso, ella terminó por redactar el protocolo que posibilitó el reencuentro: «1º) Monsieur (el Conde de Artois) entrará en el despacho del Rey. 2º) Ni una palabra sobre el pasado. 3º) El Rey pedirá a Monsieur una pizca de tabaco. Monsieur se la ofrecerá con la tabaquera abierta. 4º) Se hablará de la lluvia y el buen tiempo. 5º) Monsieur saldrá después de haberse acercado al Rey quien le tenderá la mano. Monsieur se la estrechará respetuosamente».
Aunque ella se resistía a recibir dinero, Luis era muy generoso con Madame du Cayla. Según Mansell sólo en los dos últimos años de su vida le dio más de un millón de francos con cargo a los 25 anuales que recibía del Estado para su Lista Civil. Pero su mayor placer fue comprar, restaurar y regalarle el castillo de Saint-Ouen para que ella fijara su residencia en las inmediaciones de París. El edificio tenía un significado especial pues era allí donde Luis había firmado al volver al trono el compromiso de limitar el poder de su Monarquía mediante la Carta Otorgada. Juntos planificaron la distribución de las habitaciones y cada detalle de la decoración por ínfimo que fuera. Ella tuvo la habilidad de convertir el chateau en una especie de homenaje permanente al Rey con el monumental retrato de Gerard en el que Luis XVIII firma su compromiso pacificador, presidiendo el entorno.
Desde que Madame du Cayla se instaló en Saint-Ouen él comenzó a visitarla con asiduidad, desplazándose en una carroza dorada con la flor de lis grabada en la portezuela y ordenando al cochero que lanzara los caballos al galope porque la velocidad le daba sensación de vigor. «¡Qué grande es el Rey en sus días finales!», escribió ella a Le Rochefaucauld. «La favorita gobierna Francia», farfullaba el Mariscal de Castellane.
Dice Brifaut que desde la reconciliación entre el Rey y su heredero «la paz del palacio no volvió a ser turbada». El éxito de la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis, enviada a España para derribar el régimen constitucional que tanto alarmaba a la Europa de los Tronos, sirvió de culminación a un reinado próspero y estable. Las finanzas públicas iban viento en popa hasta el extremo de que la recaudación aumentaba sin cesar aunque bajaran los impuestos directos y no se tocaran los indirectos. «¿Pero hay algo que no vaya bien en estos días?», le interrumpió Luis a Villèle mientras informaba eufórico al Consejo de Ministros.
Lo único que iba de mal en peor era la propia salud del Rey. Sus ataques de gota habían derivado en gangrena en ambos pies y Lord Wellington -a quien en definitiva debía el trono- quedó impresionado la última vez que le visitó al comprobar cómo era incapaz de mantener recta su cabeza. A veces tenía ataques de somnolencia pero hasta la semana antes de su muerte no dejó de presidir los Consejos de Ministros -en los que hacía alarde de su colosal memoria- o de recibir con postrada dignidad a los embajadores acreditados ante su Corte.
Luis se resistía a aceptar su condición de enfermo y citaba constantemente a Vespasiano: «Oportet imperatorem stantem mori» («Los reyes deben morir de pie»). Conservó la lucidez hasta el extremo de pronosticar con cinco días de adelanto el momento exacto de su óbito y retrasar hasta ese día la recepción de los últimos sacramentos.
En su último «miércoles» se despidió de Madame du Cayla y le entregó una carta dirigida a las cámaras para el caso de que el nuevo Rey no respetara las cláusulas de su testamento que la favorecían. A las 4 de la madrugada del 16 de septiembre de 1824 Luis XVIII expiró en pleno ejercicio de su majestad, rodeado de su familia y asistido por el arzobispo de París. Había muerto con la corona puesta, como siempre han hecho los reyes. «Nunca el trono estuvo tan firme», concluye Philip Mansel.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo