Uno, como tantos otros, escribe y publica novelas. En algunas de ellas, situada la acción en el País Vasco, intervienen madres. Estoy acostumbrado a que en mi rincón natal, al término de las presentaciones, cedida la palabra al público, nadie me pregunte por dichos personajes. No descarto que alguno de los presentes se interese por aspectos relativos a sus peripecias; pero no, hasta la fecha, por su naturaleza de mujeres provistas de una particular fuerza de carácter y por su condición de gobernantes de la casa y de los que habitan en ella, incluyendo al marido, quien de este modo, en apariencia al menos, no representa plenamente el papel de patriarca que le asigna la tradición en otras latitudes.
La costumbre de convivir con madres de las cuales son trasunto los referidos personajes de novela anula la curiosidad de los lectores del lugar y hace por consiguiente superflua para ellos la pregunta. Entre nosotros, quien no tiene una madre que responda a las características mencionadas, conoce a unas cuantas por el estilo en el vecindario, en el pueblo, entre sus parientes o entre los de sus amigos. En otras regiones de España, pero sobre todo en el extranjero, con singular abundancia del Rin para allá, tarde o temprano llega la pregunta de una persona del público, no raras veces acompañada de un tono de voz o de gestos de extrañeza.
No es insólito que alguno se haya informado antes de acudir al acto y aluda, con datos de procedencia wikipédica, al concepto de matriarcado en relación con la estructura familiar de los vascos. Uno, que procede de una comunidad autónoma y no de una tribu de ochenta y ocho trogloditas, siente una rápida propensión a distanciarse de estas tentativas de catalogación de los seres humanos en grupos homogéneos. Madres poderosas las hay repartidas por todas partes allende los montes y las llanuras, si bien no me alcanzan los números para contar las que responden al patrón opuesto.
Hablando del asunto, un periodista italiano con quien conversé recientemente en público con ocasión del Salón del Libro de Turín ponderó la fortaleza de la mia mamma, la suya, y a mí no me pasó inadvertido una mueca general de confirmación en los circunstantes. Lo cierto es que hoy la gente viaja, interacciona en las redes sociales, se ducha bajo cascadas de información y se dedica, a menudo sin darse cuenta, a la exportación e importación de hábitos, tendencias y modas. Habría que adentrarse en lo más hondo de la jungla, acaso cambiar de planeta, para encontrar formas endémicas de relaciones familiares.
Entonces uno, por cautela, prefiere afrontar las preguntas concernientes a las supuestas matriarcas dejando de lado la etnografía, en la que jamás se doctoró, y exponiendo en cambio pormenores de su experiencia personal, fuente de sus novelas y relatos. Al fin y al cabo, uno no pretende sino asentar en prosa narrativa su particular experiencia de la época que el azar le asignó y de algunas gentes que habitaron dicha época. Acostumbro iniciar las respuestas a las interrogaciones del público con una afirmación incontestable: mi madre mandaba en casa. El hecho podría ser expresado por medio de otros enunciados: mi madre decidía, mi madre administraba el modesto capital de que disponíamos para sustentarnos, mi madre ejercía en régimen que tiraba a despótico (por cierto, lo mismo le oí decir al escritor sardo Marcello Fois de la suya) la jefatura familiar.
A mi madre nunca le dieron lecciones de matriarcado. Su poder real, efectivo, cotidiano, no era un privilegio, mucho menos una conquista femenina, sino una carga que ella asumió con la resignada naturalidad de las mujeres de aquel entonces. No había entre las de su clase social mucho donde elegir. El radio de acción de su poder se limitaba al ámbito del hogar; puesto un pie fuera de él, en el espacio público, al instante le soplaban en contra los vientos sociales, económicos y culturales.
Dentro de la casa, apenas había una tarea que no cayese bajo su responsabilidad. Si sumáramos el tiempo que ella y otras de su condición pasaron atareadas en la cocina, estoy convencido de que el resultado abarcaría una larga línea de años. Agréguese el parto y la crianza de los hijos, más la limpieza y la colada, las cuestiones administrativas y la compra, etcétera, sin olvidar sus escasas posibilidades de formación educativa y el refrendo de la Iglesia católica a su destino de entrega y sumisión, y acabaremos los demás dándonos con un canto en los nudillos por no haber corrido la misma suerte, aunque en casa fuéramos unos mandados. Cada vez que veo una pintura o una estatua de Atlas me acuerdo de mi madre. Como el titán sostuvo el mundo, sostenía ella la casa con todos sus moradores dentro.
Bien es cierto que de ordinario no rendía cuentas y que mi padre, su marido, un hombre bondadoso (un corderito, según ella), le entregaba el sobre del sueldo sin abrir. A mi madre, dentro y fuera de casa, le correspondía la potestad de la palabra. Ella era la que porfiaba, discutía, se encaraba. En esto no se distinguía del resto de mujeres adultas del vecindario, en aquel arrabal de San Sebastián. Recuerdo a dos vecinas disputando a grito limpio en la escalera, mientras los respectivos maridos compartían pacíficamente un porrón y echaban la partida vespertina de cartas en el bar del barrio.
No recuerdo que mi padre eligiese jamás un mueble. Ni que adornara el árbol de Navidad. Ni que se comprara su propia ropa. Sobre la cama matrimonial, los domingos, mi madre le colocaba, cuidadosamente esparcida y perfectamente planchada, la que él tenía que ponerse. Y él se la ponía. Y si mi madre le hubiera dicho que se pusiera unas prendas de madera o de papel, él se las habría puesto sin rechistar. Algo más activo y hábil se mostraba mi padre con la brocha y el destornillador. Trabajaba, eso sí, horas interminables en una fábrica y con el fruto de su esfuerzo nos alimentábamos. Tampoco él había elegido su destino. Es lo que había.
El matriarcado es un mito no exento de cierto provecho literario. La autoridad de la mujer, de la etxekoandre o señora de la casa, no ha tenido jamás correspondencia en el orden social. Mandar en el hogar ha sido de costumbre una consecuencia del carácter, la responsabilidad organizativa y el exceso de trabajo, de todo lo cual puede que se derive una ilusión de igualdad. Es ingenuo pensar que una mujer está plenamente emancipada y en condiciones de optar a un desarrollo pleno de sus posibilidades vitales porque decide lo que va a cocinar mañana para los suyos o escoge la marca de detergente con la que lavará la ropa sucia de su familia.
Fernando Aramburu