"Madrid se ha ido"

Tal como era previsible, la reedición de un Govern de izquierdas ha vuelto a abrir el debate sobre la eventual desnacionalización de Catalunya. Ninguna sorpresa. Tras casi un cuarto de siglo de identificación entre partido, Govern y país, una parte de la ciudadanía y de la opinión publicada no puede entender la continuidad del proyecto nacional catalán sin la presencia en el Govern del nacionalismo conservador. En realidad, no hay ningún dato objetivo que avale esta visión depresiva, pero tras el resultado más bien triste del proceso de reforma estatutaria, el debate en el seno del catalanismo muestra signos evidentes de agotamiento y desconcierto. La pregunta es obvia: si Madrid cierra la vía estatutaria, ¿qué nos queda?

Pero es que, pase lo que pase con el Tribunal Constitucional, no hacen falta grandes cualidades analíticas para percibir que España se ha cerrado. O, como decía el president Maragall, y recordaba hace poco López Burniol, "Madrid se ha ido".

El nuevo Estatut parece haber embarrancado. La distancia entre lo que aprobó el Parlament y lo que volvió de Madrid ya era demasiado grande, pero además todo apunta a que se ha evaporado la voluntad política de aplicar el texto que aprobaron las Cortes y que votó el pueblo de Catalunya. El fracaso del proceso de paz en el País Vasco ha sido la puntilla, y hoy ya nadie habla con convicción ni de la etérea "España plural". El neofalangismo aznarista ha ganado la batalla ideo- lógica y el alma jacobina del PSOE se impone de nuevo. Este es el paisaje.

¿Quiere esto decir que la propuesta fue inoportuna? Creo que no. Aquí y en Madrid todos hemos cometido errores, pero hay algo seguro: Catalunya necesitaba hacer una propuesta sincera e ilusionada a España, a riesgo de recibir como respuesta un portazo más o menos elegante. De hecho, el dilema ni era, ni es, catalán. El dilema es español. España debe decidir si quiere salir del armario. Esto es, si está dispuesta a reconocer y aceptar el carácter plurinacional del Estado español o si se instala en una falsa y forzada identidad homogénea. Y no lo tiene fácil. Las apreciaciones de Enric Juliana y López Burniol son, en realidad, complementarias: España es un Estado nacional con pies de barro. La segunda mitad del siglo XX ha consolidado una administración sólida y una capital poderosa, pero el alma nacional es débil. Aunque pueda parecer paradójico, precisamente por el hecho de que el nacionalismo español de matriz castellana es mucho más fuerte, acrítico y autocomplaciente que el catalán. Pero también torturado. Nunca ha sido confederal y nunca se ha construido desde el reconocimiento de la diversidad peninsular. Ya desde Quevedo.

Conviene entender que, hoy igual que ayer, el choque entre el imaginario español y el imaginario catalán no es estrictamente identitario. En sus últimos trabajos, Ernest Lluch lo ilustró con mucha claridad para los siglos XVII y XVIII. Pero la base material de hoy está en relación con las estrategias de adaptación a las nuevas condiciones de la globalización. Para cualquier comunidad nacional, existir en la nueva sociedad-red exige garantizar tres requerimientos: poseer una identidad diferenciadora, consolidar econo- mías de escala y competitivas, y mantener los necesarios espacios de soberanía en un mundo fuertemente interconectado. Desde una perspectiva centralista española, la clave consiste en hacer de Madrid un nodo internacional de primer orden sobre la base de la satelización de una corona de ciudades peninsulares: Barcelona, Lisboa, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Bilbao... Madrid sería corazón y pulmón de una España-ciudad articulada por el AVE, AENA y la concentración de administración, multinacionales e industrias culturales. Esta pretensión choca frontalmente con la única estrategia posible desde Catalunya: hacer de Barcelona la capital de referencia de una eurorregión con el suficiente peso en Europa. La disputa por el control del aeropuerto de Barcelona es uno de los episodios más visibles de este conflicto de proyectos. Durante gran parte del pasado siglo funcionó una dualidad imperfecta que hacía de Madrid capital política y de Barcelona, capital económica. Hoy ya no. De una forma distinta, Barcelona y Madrid son, inseparablemente, capitales políticas y económicas.

¿Qué perspectivas tiene, pues, la continuidad del proyecto nacional catalán? Ninguna, si nos instalamos en la idea de que ya hemos entrado en una etapa "posnacional". Es mucho más ajustado a la realidad entender que estamos ante un partido crucial. Lo que determina el campeonato. Y, como en cualquier partido trascendente, no conviene errar la táctica, ni la disposición estratégica.

Sin ninguna connotación bélica, lo explicaré recurriendo a una imagen del político e intelectual italiano Antonio Gramsci: no estamos ante una "guerra de movimientos", sino ante una "guerra de posiciones". Cada posición consolidada permite pensar en las siguientes. Se trata de diseñar una estrategia metódicamente gradualista en la que el acierto en la selección de metas y objetivos es clave. Y no perder de vista que hacer un planteamiento correcto del partido requiere proyecto, liderazgo y complicidades internas y externas. Es decir, modelo de país, cultura de Govern sólida, pactos nacionales y proyección exterior.

Enric Marín, periodista.