España es el único país europeo que cuenta con dos ciudades entre las treinta y cinco más ricas del planeta según el estudio de los auditores PwC, que sitúa a Madrid en el puesto 26 y a Barcelona en el 35 (la medición calibra el PIB en paridad de poder de compra). Dos ciudades de notable transcendencia económica y cultural que se sitúan en la élite y aguantan, de momento, el empuje y emergencia de las nuevas perlas que llegan, básicamente, de Oriente. Resulta una indudable fortuna para un Estado contar con dos grandes polos de desarrollo y empuje industrial —a los que añadir aquellos que, como Valencia, presentan su alternativa— más allá de las habituales y quizá demasiado tópicas rencillas que se establecen entre estos dos soberbios núcleos urbanos españoles. Dos ciudades y, si quiere, dos modelos; modelos complementarios si analizamos alguno de los perfiles elementales que configuran su personalidad.
Siendo cierto que Barcelona perdió, en beneficio de Madrid, su primacía económica —especialmente en el terreno financiero—, puede alegar en su descargo el poco peso que el sector público significa para sus cuentas y un futuro incierto pero prometedor por las apuestas tecnológicas, como la biotecnológica, que se ciñen al nuevo Distrito 22 en Poblenou. Madrid, en cambio, rivaliza con París y Londres en el estatus de ciudad global, siendo capital, a su vez, de una comunidad autónoma que ha desplazado a la catalana en el ranking de aporte al PIB total y que se ha convertido en el principal foco español de atracción de inversión extranjera. Los barceloneses lamentan, no sin razón, que la inversión en infraestructuras sufre, por distintos motivos, un marcado desequilibrio. Juegan diferentes factores para ello y alguna pregunta al respecto habría que dirigir a sus correspondientes autoridades autonómicas, pero es cierto que el desarrollo que ha experimentado Madrid —el Metro, las radiales— no se ha cumplimentado por igual en una ciudad en la que hay que pagar peaje para salir o entrar por vía medianamente rápida y en la que la orografía pone algo más difíciles las cosas: mientras que Madrid no tiene que salvar prácticamente obstáculos, Barcelona está limitada por el mar y la montaña y dos municipios, Hospitalet y Badalona, que la circundan. La capital catalana, por demás, presenta un «handicap» añadido: la Plataforma del NO, que es el permanente y casi inevitable coro ciudadano que previo a cada obra manifiesta, con diferentes nombres, su total oposición a cualquier movimiento de tierras. La progresión urbana en la historia de Madrid, digamos, ha sido constante y la de Barcelona se ha realizado mediante los empujones conocidos de las dos Exposiciones Universales y, especialmente, el de los Juegos del 92. En la capital de España el Marqués de Salamanca urbanizó el nuevo Madrid, y en la Ciudad Condal Ildefonso Cerdá dibujó portentosamente la nueva Barcelona.
A pesar de la insistencia con la que sus habitantes se esfuerzan en asegurar las muchas diferencias que les separan, lo cierto es que ambas ciudades tienen muchos más puntos en común que aquellos en los que puedan coincidir con cualquier otra ciudad europea. Sus dos clubes de fútbol son punteros en el mundo y atesoran la mayor adscripción de hinchas hispanos: puede que haya más madridistas en España, pero los aficionados más jóvenes suelen ser barcelonistas. Gustan las mismas películas en ambas ciudades y triunfan prácticamente las mismas exposiciones; dos pasarelas, Gaudí y Cibeles, rivalizan en condiciones equiparables por la primacía de la moda española; dos recintos feriales, Ifema y Fira de Barcelona, son fuentes principales de ingresos para las cuentas de la ciudad; dos significativas apuestas por la gastronomía caracterizan el artísticamente floreciente negocio de la restauración, si bien es cierto que la ciudad catalana es la que atesora más estrellas Michelín —si aceptamos medir la calidad e innovación mediante tal criterio—: Barcelona cuenta con diecisiete y Madrid con nueve, con la salvedad de que dos de estas últimas son de cocineros catalanes.
Aunque el aire meridional de Barcelona contraste con el mesetario de Madrid, ambas capitales incorporan una cifra proporcional de inmigrantes semejante y, en el fondo, la pluralidad de individuos que se da en Madrid también se da, aunque los apologetas de la uniformidad digan lo contrario, en la Ciudad Condal. El flujo e intercambio de viajeros entre ambas ha sido constante desde décadas, hasta tal punto que el Puente Aéreo inaugurado en el 74 ha sido durante muchos años la línea regular más transitada del mundo. Ello cambió en 2008 a raíz de la inauguración del AVE, línea de alta velocidad prestigiada en todo el globo que, sorprendentemente, tardó dieciséis años en finalizarse después de que se pusiera en marcha la primera línea entre Madrid y Sevilla. El concurrido AVE que une las dos principales ciudades españolas es algo más que una línea de ferrocarril: es una arteria que une y transmite sangre de un lugar a otro, acerca ciudadanos y permite el conocimiento mutuo, el primer paso previo al asombro que causa descubrir que hay gente interesante y paisajes magníficos a ambos lados del trayecto. Para acudir a dos templos de la música, el Teatro Real o el Liceo. Para descubrir, por ejemplo, que Madrid reúne en menos de un kilómetro tres ofertas museísticas sin comparación en el mundo, la contemporánea del Reina Sofía, la privada del Thyssen Bornemisza y la monumental del Museo del Prado, mientras que Barcelona brinda la posibilidad de conocer a fondo a Picasso o a Miró o la de fascinarse ante la obra modernista y descomunal que un genio llamado Antonio Gaudí dejó en la calle para asombro de aquellos que pasean cerca de la Sagrada Familia, el Parque Güell o el Paseo de Gracia. Barcelona, por demás, después de tantos años de ignorar y despreciar el mar, cuenta con el tesoro de sus playas urbanas, céntricas, comunicadas y dotadas de todo tipo de servicios, además de contabilizar no pocos ingresos por ser el primer Puerto del Mediterráneo y uno de los primeros del mundo en atraque de cruceros.
En beneficio de la capital del Estado cabe decir que se ha detectado una significativa migración empresarial desde Barcelona en los últimos años: solo en 2008 setenta y cinco grandes empresas se mudaron del mar a la meseta. De las veinticinco mil grandes, Cataluña en conjunto acoge el 29% (la CAM el 17%), pero de las cien primeras Madrid cuenta con el 62%. Algunos han querido interpretar este fenómeno como causa del intervencionismo que se le achaca al nuevo Estatut aprobado por las cámaras correspondientes, aunque otros consideran que la centralidad y el carácter radial de las comunicaciones (todo sale y entra de Madrid) juegan indudablemente a favor del «viejo poblachón manchego» en el que Felipe II instaló su Corte.
Sea como fuere, ambas urbes son las dos caras de un mismo rostro, los dos polos de diferente signo —indudablemente se atraerán— sobre los que edificar el desarrollo del país, con permiso de otras zonas españolas como la vasca o la levantina. Madrid y Barcelona, más allá de pendencias un tanto adolescentes, están condenadas a competir, pero también a colaborar, a compartir y a, mirándose de reojo si se quiere, admirarse en silencio. Para continuar creciendo, en pocas palabras, una vez se extinga el calmón de la aparatosa crisis que nos agobia.
Carlos Herrera es periodista.