Madrid y Rabat, relaciones difíciles

Los sucesivos gobiernos españoles parecen atrapados en una espesa red de ambigüedades cuando se trata de las relaciones con Marruecos. La ambigüedad nace de un pasado colonial que en Marruecos todavía escuece, lo que no sucede con Francia, que fue la principal metrópoli del reino alauí, y de una descolonización inacabada al traspasar el último Gobierno de la dictadura la administración del Sáhara a Marruecos y Mauritania. No cedió la soberanía porque era un territorio por descolonizar, según las Naciones Unidas. Además, Rabat tiene otras herramientas para causar dolores de cabeza a Madrid: Ceuta y Melilla, emigración, narcotráfico, pesca...

El principal problema es que Madrid intenta articular las relaciones con Marruecos como si este fuera un Estado de derecho y democrático, cosa que queda lejos de la realidad como se ha puesto de manifiesto a raíz del desmantelamiento del campamento saharaui de El Aaiún. El último episodio de estas difíciles relaciones ha sido la petición parlamentaria de llevar a la Cuarta Comisión de la ONU, que trata de los procesos de descolonización, los expedientes de Ceuta y Melilla; de abrir comisiones donde se puedan denunciar los crímenes contra la humanidad cometidos por España durante el periodo colonial; de solicitar, en reciprocidad, el visado a los ciudadanos españoles que visiten Marruecos y de revisar a fondo y en todos los ámbitos las relaciones con España. La chispa que ha hecho saltar la indignación de Rabat ha sido la aprobación por el Congreso de una moción en la que -sin citar a las partes- se condenaban los incidentes de El Aaiún y se expresaba la preocupación «ante las informaciones sobre violaciones de derechos humanos» y se reconocía al Frente Polisario como el «legítimo representante del pueblo saharaui». Una moción que no iba más allá de la que aprobó la Eurocámara, en la que mostraba también su preocupación por el deterioro de los derechos humanos en el Sáhara, pedía una «investigación independiente a nivel internacional» y denunciaba las restricciones a la información, pero no reprobaba a las autoridades marroquís. En suma, en Madrid y en Bruselas, una enorme exquisitez con Rabat.

El Gobierno español, que no se cansa de repetir que las relaciones con Marruecos son estratégicas y que ni en las peores circunstancias interrumpirá el diálogo, tendría que considerar si la mejor manera de mantener unas relaciones es aprobando todo lo que hace Rabat o, por el contrario, diferenciar las relaciones institucionales de lo que son conculcaciones claras de los derechos humanos y de la libertad de expresión. Marruecos vive instalado desde hace más de una década en una transición paralizada por el miedo al ascenso del islamismo, por las prerrogativas del rey, que nombra ministros de confianza (Justicia, Exteriores, Interior...), por unas elecciones a menudo bajo sospecha, por unos índices de corrupción inaceptables que, en su vértice, apuntan al entorno real, y por una libertad de expresión en precario y limitada por dos temas intocables: la monarquía y la marroquinidad del Sáhara.

Rabat tiene argumentos para presionar a Madrid, pero también Madrid los tiene para presionar a Rabat, y no son los menos importantes recordar que España es la principal puerta de entrada de Marruecos -y de su inmigración- en Europa o que en los acuerdos de pesca entre la UE y Marruecos la posición de Madrid sigue siendo decisiva. Y, para desactivar el contencioso de Ceuta y Melilla, habría bastante con convocar un referendo -población musulmana incluida- que a buen seguro daría un resultado favorable a España. Pero Madrid no lo hará nunca porque sería tanto como admitir que los llanitos quieren continuar siendo británicos o que en algunas autonomías hay fuerzas que también lo reclaman.

En definitiva, el Gobierno español tendría que deshacer la ambigüedad, mostrar una posición más comprensiva y comprometida en la cuestión del Sáhara y del referendo de autodeterminación y, sobre todo, mostrar una voluntad decidida de no seguir subordinando sus relaciones a las presiones, y a veces el chantaje, desde Rabat. Unas buenas relaciones no se pueden basar en un quid pro quo cuando uno de los jugadores dispone de cartas marcadas, e incluyen la libertad de decir todo aquello que el otro hace mal de acuerdo con la legalidad internacional y el respeto a los derechos humanos. La realpolitik no puede llegar hasta el extremo de dar por buenas las explicaciones de Rabat sobre los sucesos de El Aaiún cuando a la prensa española se le niega poder informar sobre el terreno. Y esto es independiente de la posición respecto de todas las cuestiones bilaterales, incluido el conflicto del Sáhara. Es cierto que para cualquier ministro de Exteriores las relaciones con Marruecos son una patata caliente, pero la moción del Congreso, que tuvo el apoyo del PSOE, aun con su prudencia, es un primer paso en el buen camino. Para ir bien hay que dar los que siguen.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.