Maestro Díez del Corral

España tiene una deuda pendiente con la excelencia. Una sociedad sanamente constituida admira y reconoce a los mejores. Aquí y ahora, en cambio, ciertos personajes de ínfimo nivel acaparan la atención pública. Por eso conviene aprovechar el pretexto del centenario para recordar la vida y la obra de don Luis Díez del Corral y Pedruzo (Logroño, 5 de julio de 1911-Madrid, 7 de abril de 1998). Hablamos del pensador español más elegante —en el terreno personal e intelectual— de la segunda mitad del siglo XX. He aquí una síntesis apretada de su trayectoria. Miembro de tres Reales Academias; por orden de ingreso: Ciencias Morales y Políticas (1965), Historia (1973) y Bellas Artes de San Fernando (1977), recibido en ellas por Alfonso García Valdecasas, Ramón Carande y Emilio Lafuente Ferrari, respectivamente. Catedrático de Historia de las Ideas y Formas Políticas en la Complutense, desde 1947, seña de identidad de aquella Facultad de Ciencias Políticas con sobredosis de talento, muchas veces desperdiciado. Jurista ilustre como letrado del Consejo de Estado, incorporado en el año fatídico de 1936. Entre tantos honores y distinciones, menciono solamente el doctorado «honoris causa» por la Sorbona (1980) y el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1988). Un poco de todo: participó en el añorado viaje de estudios por el Mediterráneo, organizado por la mítica Facultad de Filosofía; estudió en Alemania y ejerció la diplomacia cultural en París; amplió los estrechos horizontes de su tiempo con viajes apasionantes y apasionados; en fin, dejó huella en el Instituto de Estudios Políticos y en todos y cada uno de los centros donde el saber vale por sí mismo y no como disfraz aparente para trepar por el escalafón…

Tengo escrito en esta Tercera («Di, ¿dónde está Atenas?», 10 de agosto de 2001) que la traducción de El archipiélago de Hölderlin (1942) es el libro que más aprecio en toda mi biblioteca. Acaso no cabe mayor placer intelectual que su lectura pausada en el frondoso jardín de Tubinga, al pie de la torre que habitó el poeta durante la mitad de su vida, privado ya de la luz de la razón. Mallorca (1942) es una joya literaria que las autoridades locales deberían recuperar. El liberalismo doctrinario (1945) ha sido, es y será una referencia internacional, en diálogo fecundo entre el autor y sus pares. El rapto de Europa (1954) merece párrafo aparte, como es propio de un libro que conoce versiones en francés, inglés, alemán, italiano, holandés y japonés. Las recopilaciones Ensayos sobre Arte y Sociedad (1955) y De Historia y Política (1956) ofrecen la medida de una cultura excepcional, que refleja el magisterio de Ortega, castillos hispánicos incluidos. Sin embargo, nunca fue nuestro autor un intelectual «en la plazuela». Muy al contrario, una suerte de aristocracia del espíritu impregna una obra que renuncia al debate en el ágora, antes y después de la Transición democrática. La función del mito clásico en la literatura contemporánea (1957) nos conduce por una ruta que abarca la historia entera de Occidente y cumple la tarea que Günter Grass, en su discurso para los Premios en Oviedo, atribuye con acierto a la literatura, «reverso» de la historia. Del nuevo al viejo mundo (1963): nunca olviden la mejor guía escrita en español para el viajero culto, desde Cartagena de Indias hasta Kioto. Resumo, para que la relación no sea interminable. La Monarquía hispánica en el pensamiento político europeo(1976) es una lectura en perspectiva española de los grandes de la teoría política, de Maquiavelo a Humboldt, pasando por Montesquieu, otra alma gemela, desde la «noblesse de robe» al gusto por el

Lejano Oriente. La serie sobre Velázquez culmina con el bellísimo libro de 1979 sobre el mejor pintor de todos los tiempos y la Monarquía decadente a cuyo servicio vivió y pintó. En fin, por supuesto, Alexis de Tocqueville, compañero inseparable de la madurez, culminada con la monografía de 1989, último obsequio del «prisionero» seducido por la «cárcel» del aristócrata normando. Afinidades electivas, sin duda…

El rapto de Europa sobresale entre tantos intentos de interpretación histórica que nos dejó un siglo XX bien dispuesto (pero no siempre bien orientado) hacia un género que cultivaron con fortuna Arnold J. Toynbee o Raymond Aron, uno y otro corresponsales y amigos de don Luis. Los clásicos perduran porque trascienden el espacio y el tiempo, esas categorías «a priori» de la sensibilidad kantiana cuyas barreras solo unos cuantos son capaces de levantar. Díez del Corral diagnostica allí la fiebre helenística que se apodera del vanidoso continente capaz de forjar la única historia universal. Lo explica en forma de «rapto», en el doble sentido, externo e interno, que simboliza con la hermosa imagen de la doncella a lomos del Zeus transfigurado en toro mediterráneo. Nos enseña que la política es el secreto de Europa y que vivir bajo el imperio de la ley es la forma genuina de la vida verdaderamente humana. Nos regaña (¡en aquella época!) por la relación pasional, ajena a las prácticas utilitarias, que los españoles mantenemos con los conflictos políticos y sus cauces civilizados de resolución. Describe con brillantez inigualable el despliegue histórico de Japón, máximo «robador» de Europa. Anuncia un futuro llamado China, lúcida profecía de un escritor que utiliza los «futuribles» al estilo de Bertrand de Jouvenel, colega y también amigo. Una y otra vez, el lector reconoce al maestro que anuncia el signo de los tiempos y orienta a los espíritus inquietos que no consiguen hallar el camino ante la encrucijada.

El centenario ayuda a mantener viva la memoria. Hace pocas semanas se formalizó el legado de la biblioteca y archivo Díez del Corral a la Universidad CEU San Pablo. Son casi veinticinco mil libros y muchas cajas con manuscritos y correspondencia. Una verdadera joya para los investigadores. En el acto de recepción, familiares y profesores recordamos, por supuesto, a don Luis, pero también a doña Rosario, una mujer excepcional. El Instituto CEU de Estudios de la Democracia prepara para el próximo curso un seminario sobre nuestro autor, con vocación de permanencia y de excelencia, como bien merece. A su vez, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, bajo la presidencia de Marcelino Oreja y el impulso de Salustiano del Campo, organiza para octubre dos sesiones públicas en torno al que fuera miembro distinguido de la corporación. Allí vamos a intervenir casi todos sus discípulos: varias generaciones y diferentes trayectorias, muchas veces divergentes, algunas contrapuestas. Así debe ser, en homenaje al maestro común. Termino invocando a Poseidón, el dios de los mares, en recuerdo del poema intemporal de Hölderlin: «…y si el tiempo impetuoso conmueve demasiado violentamente mi cabeza, y la miseria y el desvarío de los hombres estremecen mi alma mortal, ¡déjame recordar el silencio en tus profundidades!».

Bengino Pendás, catedrático de Ciencia Política, Universidad CEU San Pablo.

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