Maestro Eduardo García de Enterría

«Todo gran jurista deja su huella en la historia», escribió don Federico de Castro, el ilustre civilista. La muerte del maestro García de Enterría trae a la memoria esa reflexión que sirvió de epílogo a un estudio que publiqué en «su» Revista de Administración Pública (número 133, 1994), a propósito del libro-homenaje que le tributaron los amigos y discípulos. «Una confianza audaz en el Derecho» es la expresión que mejor define, a mi juicio, la vida y la obra de un jurista excepcional, a partir de una firme, enérgica y apasionada profesión de fe en el significado clásico y genuino del Estado de Derecho. El modelo es nada menos que Pericles, en la célebre «oración fúnebre» pronunciada el año primero de la guerra del Peloponeso (413 a.C.), cuando proclama que los atenienses eran éticamente mejores que sus enemigos por razón de su «confianza audaz en la libertad». Lejos de un enfoque frío y formalista, en las páginas brillantes de Enterría sobre la Constitución como norma jurídica, la lucha contra las inmunidades del poder, la sujeción plena de la Administración a la ley y al derecho o la prohibición de la arbitrariedad late esa confianza en el argumento bien fundado, en la prudencia del jurisconsulto y, en suma, en la razón práctica kantiana.

La lucha doctrinal (y a veces jurisprudencial) por el Derecho a partir de los años cincuenta se tradujo en algo parecido a un Estado de Administración, cuya traducción normativa se halla en las grandes leyes que configuran nuestro Derecho público. Esa lucha, en el sentido clásico de Ihering, fue decisiva para establecer en España una Constitución democrática a la altura de cualquier otra en Europa y en el mundo. Una tarea que no se agota, claro está, en el «relámpago» constituyente, sino que se prolonga en una labor incesante que compromete tanto al Tribunal Constitucional y al Tribunal Supremo como al más humilde de los operadores jurídicos. Esa actividad es decisiva para la suerte de la libertad, y a ella intenta contribuir el jurista con la modestia y el sentido común que definen su quehacer (austero y servicial, gustaba decir el maestro) pero imprescindible para ensanchar día tras día el espacio de la libertad. Aunque tal vez esa forma prosaica de razonar resulta decepcionante para los espíritus grandilocuentes, amantes de la geometría o –pura y simplemente– del poder.

Desde esa confianza en la razón jurídica, la idea del Derecho, en la concepción enterriana, se configura como la forma organizativa que vertebra la convivencia social y como el único marco posible para garantizar la objetividad y la publicidad en el tratamiento de los asuntos públicos. En el otro bando, los portadores de la «razón socioeconómica», adoradores de la eficacia (mal entendida, quiero decir) y enemigos implacables de los que llaman ellos formalismos jurídicos, que se identifican a sí mismos con la idea de progreso, hasta que, huérfanos de talento, caen víctimas de las crisis cíclicas que no son capaces de explicar y mucho menos de prever. Frente a este ejemplo paradigmático del hombre masa orteguiano, que desemboca políticamente en el súbdito agradecido, la idea de la libertad auténtica bajo el imperio de la ley es objeto de una defensa profunda por el homenajeado en los lugares más recónditos, a la vez que más trascendentes para su efectividad real: desde las medidas cautelares en el proceso contencioso al control de la discrecionalidad administrativa, desde los discutidos derechos subjetivos reaccionales hasta la lucha por restablecer el sentido común vulnerado por algunas reformas legislativas que combatió con energía.

Una labor, en fin, forjada por medio de un currículum de brillantez inigualable, desde su origen como «jurista del Príncipe» en el Consejo de Estado hasta el impulso determinante para la incorporación al Derecho español del ordenamiento comunitario europeo. Pero hay otras muchas facetas de Eduardo Enterría que merecen aquí un recuerdo emocionado. En particular, su condición de académico de la Española, orgullo para todo un gremio profesional que se ve reconocido en el elegante castellano del profesor cántabro. El discurso de ingreso, «La lengua de los derechos», es una joya literaria y jurídica. Ahí quedan tantas páginas sobre Borges y Burgess, sobre De Gaulle o sobre Madariaga, sobre Gredos y sobre Yuste, o ese sonido de las montañas al modo de Wordsworth que transmiten sus escritos sobre Liébana. De todo sabía y sobre todo enseñaba con entusiasmo y con rigor. Pudo ejercer cargos públicos muy relevantes, pero prefirió seguir el camino del profesor, el académico, el abogado al viejo estilo artesanal. Dominaba como nadie el supremo arte jurídico del dictamen, al modo de los mejores en la gran tradición de Roma. Era, como es notorio, un polemista temible, a favor o en contra de una posición siempre bien definida a la hora de interpretar y aplicar una norma jurídica, de comentar una sentencia, de abrir el fuego doctrinal contra posturas que le disgustaban. Los lectores de ABC gozaron durante mucho tiempo de sus espléndidas Terceras, a veces sobre Derecho, pero casi siempre sobre la naturaleza, los libros, la vida o la libertad.

La Revista de Administración Pública (la RAP, para todos nosotros) es la seña de identidad de una generación y de una escuela de máximo nivel académico. Muchas veces hemos oído contar al maestro el encargo que recibió de Javier Conde, director entonces del Instituto de Estudios Políticos, antecedente del actual Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Como saben sus amigos, esa conversación tuvo lugar… en la playa asturiana de Ribadesella. Estamos en 1949. Unos meses después aparece el primer número, con un consejo editorial de lujo. Acaba de publicarse con estricta puntualidad el número 191, mayo/agosto de 2013. Por la forma y por el fondo, es un orgullo para los juristas españoles, como lo son otras revistas del Centro (Derecho Constitucional, Estudios Políticos) que reflejan la alta calidad de nuestra doctrina, a la altura de las mejores. Ese gigante del Derecho que fue Eduardo García de Enterría hizo posible que los cultivadores de la ciencia jurídica supieran qué hacer cuando llegó la hora confusa y esperanzada de la Transición democrática. El lector de nuestra Constitución debe saber, por razones de estricta justicia, que el Estado de Derecho fue posible gracias a un puñado de excelentes profesores, magistrados y letrados. La ausencia de los maestros nos deja huérfanos del «tiempo-eje», como diría Karl Jaspers. Tenemos que conseguir que su huella nos permita preservar como merece la arquitectura política y jurídica de nuestra España Constitucional.

Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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