Mafia y corrupción

Por Juan José Martínez Zato. Fue vocal del CGPJ y Teniente Fiscal del Tribunal Supremo (EL PAÍS, 06/05/06):

Los últimos acontecimientos que han tenido lugar en el ayuntamiento de Marbella, presumiblemente no serán los últimos, sin olvidarnos de los sufridos en otras ciudades de la costa malagueña, de la levantina o del archipiélago canario, por mencionar otros ejemplos, brindan la oportunidad de poder reflexionar sobre ese azote que, como un cáncer, se extiende cada vez más por nuestra geografía. Conocido es ese cáncer con el nombre de corrupción, con la que estamos conviviendo hace ya tiempo bajo dos de sus formas más comunes, aunque reviste otras varias: la simple y la mafiosa.

No siempre, en efecto, pueden identificarse todas las corrupciones que vienen aflorando con la forma de actuar la Mafia, aunque a los ciudadanos honrados les repugne tanto una como otra modalidad y, en grado sumo, si los autores de las tropelías desempeñan cargos públicos, prevaliéndose de ellos para incrementar sus patrimonios o, de no poseerlos, hacer fortunas que en ocasiones inmensas son.

De acuerdo con lo expuesto, corruptos hay que actuan individualmente o en pareja, dedicándose bien a enflaquecer, bien a hacer desaparecer dinero de las cajas municipales, autonómicas o estatales, con prevaricaciones y cohechos de por medio en no pocos casos. Dinero que no es sino de los ciudadanos que, a regañadientes o de buen grado según la formación o principios de cada cual, pagan religiosamente o de forma atea, séame permitida la licencia, sus impuestos. Pero esta clase de corruptos, impresentables en todo caso, no llegan a ser mafiosos, siendo innecesario añadir que no constituye ello una causa de atenuación de su responsabilidad criminal.

Pero hay otra clase de corruptos más peligrosos que, actuando en la institución que se les confió, en grupo y puestos previamente de acuerdo, para conseguir sus objetivos necesitan corromper a otras personas, sean de clase alta, media o de condición más modesta o subordinados suyos, beneficiándolas igualmente. No pertenecen claro es a la Mafia con mayúscula, pero es indudable que en ella se inspiran y sus métodos, mafiosos pueden considerarse, coaccionando o amenazando en muchos casos a quienes, siendo íntegros, no pierden unas veces su integridad -gran mérito es- pero, en otras, terminan cediendo a los chantajes de que han sido objeto. Hay que acabar con esta plaga de desalmados, cuanto antes. De no ser así más negro todavía será el mañana.

El ejemplo claro lo encontramos en Italia. Cuando los aliados desembarcaron en Sicilia, templo de la Mafia, en la segunda conflagración mundial, las grandes familias, cuya generación anterior tan importante como triste papel protagonizó en los Estados Unidos en los años veinte y treinta del pasado siglo, tras llegar a la conclusión de que ya no merecía la pena apoyar al fascismo, decidieron facilitar las cosas a los vencedores y nadie a cambio les tocó un pelo.

Al no aniquilarla para siempre de un plumazo, sin que jamás se hayan explicado razones de peso, se pagó por ello un alto precio. Continuaron enriqueciéndose, extorsionando y matando, lo que ha durado hasta nuestros días. Hicieron más fuerte su Estado particular dentro del italiano, corrompieron a funcionarios y a una parte de la clase política, asesinaron a jueces que perseguían sus talones, hasta se introdujeron, muchos así lo dicen, en el Vaticano, como de forma excepcional relata Coppola en la tercera parte de El Padrino. No se atajó el mal a tiempo y sus métodos han creado escuela.

Mafias auténticas y sumamente peligrosas son, de otro lado, las organizaciones de los grandes narcotraficantes. Pero sus actividades, penalmente, no se encuadran dentro de los delitos económicos relacionados con la corrupción, salvo las operaciones de blanqueo de dinero que perseguidas son por la Fiscalía especial. También corrompen a funcionarios como de vez en cuando se nos informa, alcanzando a policías y a guardias civiles, una minoría, cierto, pero en número nada desdeñable.

Vivimos una época en la que sólo aquellos ciudadanos de grandes principios, por fortuna la mayoría, resisten a las grandes tentaciones que los mangantes de turno ofrecen para obtener el dinero fácil. La corrupción ha alcanzado a banqueros, inspectores de Hacienda, al notariado. Incluso la magistratura ha padecido los zarpazos de la corrupción en su seno, por causas limitadas a acciones individuales batiéndose el récord con el caso de un tristemente célebre vocal, nada menos, del órgano de gobierno de jueces y magistrados.

Si la delincuencia en general es siempre rechazada y combatida, la corrupción económica -se utilicen o no métodos mafiosos, sin llegar al asesinato como la Mafia-, es particularmente repugnante a los ciudadanos. Pero todavía es tiempo para acabar con ella, sea en Marbella o en cualquier otro lugar de Andalucía. En primer lugar exigiendo a los partidos políticos sumo cuidado a la hora de designar sus candidatos. En segundo lugar, exigiendo a los ciudadanos que no miren hacia otro lado mientras las tropelías se llevan a cabo. Y, por último, multiplicando el número de jueces y fiscales especializados en materia económica, el de inspectores de la agencia tributaria y policías que refuercen la labor de los hasta ahora existentes.

Lo exige la democracia. No podemos convivir más con la corrupción. De no ser así tendríamos que convenir con Noël Coward: es desconsolador pensar cuánta gente se asombra de la honradez y cuán pocos se escandalizan con el engaño.