Magallanes en el Alcázar de Sevilla

Cunado estamos justo a un año del comienzo del V Centenario de la Primera Vuelta al Mundo parece adecuado recordar el comienzo de la historia de esta trascendental empresa que, aunque no muy conocida, resulta ser de gran importancia porque abarca un periodo en el que se realizaron todos los preparativos que hicieron posible el viaje. Me refiero a los casi dos años que Magallanes vivió en Sevilla, en el Alcázar, desde fines de septiembre de 1517 hasta el 10 de agosto de 1519 que embarcó para Sanlúcar de Barrameda. Dos años muy próximos al final del gran marino que fueron determinantes para su vida y su irrupción en la Historia.

El porqué eligió Sevilla para su voluntario exilio en vez de dirigirse directamente a la corte donde quería conseguir ayuda para su idea descubridora, es un interrogante que admite varias respuestas y todas pueden ser acertadas. Voy a aventurar dos que parecen fundamentales. En primer lugar, al no tener ningún contacto entre los que rodeaban al nuevo rey Carlos I, debió pensar que sería más conveniente estar cercano a los funcionarios de la Casa de la Contratación recién creada, cuyas atribuciones conocía por ser una institución muy parecida a la portuguesa Casa da India; en segundo lugar, aunque no de menor importancia, el hecho de la fuerte emigración de nobles portugueses a Sevilla en el siglo anterior, le hizo pensar que podría hallar cobijo entre sus paisanos, como así fue. El hecho de que los Braganza, la más importante familia que se instaló en Sevilla, con la que es más que probable que Magallanes había tenido relación, así como el posible parentesco y, desde luego amistad, con un criado suyo, Diego Barbosa, fue sin duda lo más determinante para que tomara como destino la capital hispalense.

Magallanes en el Alcázar de SevillaEra Barbosa hombre de cierta fortuna, comendador de la Orden de Santiago, distinción que obtuvo por su participación en la guerra de Granada, antiguo marino curtido en sus viajes portugueses a la India oriental y uno de los personajes más influyentes la Sevilla de ese momento, al ser el hombre de confianza de don Álvaro de Portugal y después de su hijo Jorge, flamante conde de Gelves, que sería también agraciado con la Alcaidía del Alcázar, el mismo año de la creación de la Casa, en 1503. Una vez asentado en la ciudad contrajo matrimonio con María Caldera, también de origen portugués, formó con ella una familia y fue nombrado por su señor teniente de Alcaide de los Reales Alcázares. La figura de Alcaide del Alcázar, y en su lugar la de su teniente, tenía un peso destacado en la ciudad por el poder acumulado que representaba el cuidado del recinto además de que, por el hecho de serlo, tenían un puesto destacado en el Cabildo desde que fue creado por Fernando III. Hay que tener en cuenta que el Alcázar era una especie de pequeño estado que contaba con cuantiosas rentas, una respetable nómina de empleados y jurisdicción propia dentro de lo que era el espacio que dominaba que iba desde el palacio hasta el río. Unidas al Alcázar estaban otras propiedades reales del Reino de Sevilla, como el Palacio y el bosque del Lomo del Grullo, que hoy pertenecen a la reserva natural de Doñana, más la alcaidía de las Atarazanas que le fue añadida por los Reyes Católicos.

En la morada de este hombre singular, que estaba situada en el propio Alcazar, se instaló Fernando de Magallanes que pronto dejó de ser un invitado al contraer matrimonio con Beatriz, hija menor del comendador. Se había situado en el lugar y en el momento adecuado para iniciar su plan. Y verdaderamente consiguió su propósito: sus contactos con los funcionarios de la Casa le condujeron pronto hasta el monarca que en menos de un año firmó con él y con su socio Ruy Falero, unas capitulaciones en la que se especificaban las obligaciones y ventajas de cada parte en la empresa de la búsqueda del paso para la Especiería. Pero en Sevilla todo fue difícil para él. Desde la animadversión que le tenía el factor de la Casa de Contratación, Lopez de Recalde, hasta los impedimentos que constantemente trataba de poner el representante de don Manuel de Portugal en Andalucía, Sebastián Alvárez, sin contar con el recelo con que se le miraba en el Cabildo y en todos los medios influyentes de la ciudad por ser portugués. Stephan Zweig, en su muy conocida biografía del navegante, dice una frase que ahora resulta también de gran actualidad: «Ya se sabe que el nacionalismo es una cuerda que aún la mano más grosera es capaz de hacer vibrar sin gran trabajo».

En efecto, hasta en el reclutamiento de la marinería tuvo serios problemas y sus hombres componían una «nueva babilonia» de toda raza y nación: españoles, portugueses, vascos, alemanes, ingleses, chipriotas, italianos o africanos. Por fin después de más de un año de esfuerzos y sinsabores, la expedición de Magallanes salió de Sevilla el 10 de agosto y se dirigió a Sanlúcar de Barrameda donde permaneció poco más de un mes antes de hacerse a la mar para lo que sería el viaje final de Magallanes. Murió en una escaramuza en la isla de Mactan, del archipiélago filipino, el día 27 de abril de 1521. Antes, había realizado la proeza de encontrar el paso hacia el océano Pacífico y cruzar este inmenso mar por primera vez.

Aunque la empresa que Magallanes ideó y preparó con tanto ahínco en Sevilla logró, después de muchas penalidades, el fin que se había propuesto no fue él quien consiguió la gloria. Esta le correspondió a Juan Sebastián el Cano, el vizcaíno cuya dudosa conducta con su capitán general pudo ser borrada por el arrojo con el que se lanzó a atravesar el Índico perseguido constantemente por los portugueses y consiguiendo llegar al mismo lugar de donde había salido con una de las naves más pequeñas de la expedición, la Victoria. Con esta increíble aventura se consiguió dar por vez primera la vuelta a la tierra y demostrar empíricamente su esfericidad. El 6 de septiembre de 1522, diez y ocho hombres harapientos, desnutridos y enfermos desembarcaron también en Sevilla en el mismo muelle del que habían partido exactamente tres años y veintiséis días después, con una carga de clavo cuyo coste pagó todo lo que se había invertido en la expedición y con la gloria de haber completado la mayor aventura nunca bien ponderada.

De nada de esto pudo disfrutar Magallanes ni su familia. Ninguno de los deseos expresados en su testamento se pudo cumplir. No pudo participar en la procesión que los 18 supervivientes con velas encendidas hicieron al convento de la Victoria para después dirigirse a la Catedral y postrarse ante la imagen de la Virgen de la Antigua. Su entierro en el convento de la Victoria no pudo efectuarse ni las mandas de su testamento pudieron cumplirse porque sus herederos, al parecer, no consiguieron que se les pagara nada de lo que legítimamente se le debía, y de sus nexos con Sevilla, como si de una maldición se tratara, no queda ninguno. El convento que debería haber cobijado su cuerpo sufrió una serie de vicisitudes –hundimientos, epidemias, invasión francesa, desamortización, etcétera– de forma que hoy aún se discute el lugar donde estaba enclavado. Sólo quedan dos testigos tangibles de su paso por Sevilla: una bella imagen de la Virgen de la Victoria que se halla en la Iglesia de Santa Ana, el Triana, y el Alcázar sevillano, testigo directo de grandes acontecimientos de la Historia de España, donde vivió dos años claves para su vida y donde firmó los documentos íntimos más importantes: las capitulaciones matrimoniales y el testamento. Y claro, toda la serie documental repartida por varios archivos, los más numerosos conservados en al Archivo General de Indias.

Ante la inminencia del V Centenario de la partida de su flota, me ha parecido interesante llamar la atención sobre este momento y sobre el papel preponderante de Sevilla y su Alcázar, el bellísimo palacio Real vivido más antiguo de Europa.

Enriqueta Vila Vilar, miembro de la Real Academia de la Historia.

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