Magallanes y Elcano

Hoy hace quinientos años del fallecimiento de Fernando de Magallanes. El navegante portugués al servicio de Carlos I moría, en 1521, en un combate contra los nativos en la isla de Mactán, al sur de las actuales Filipinas, cuando la flota que el monarca español había puesto bajo su mando navegaba rumbo a las islas de las Especias. La principal fuente acerca de su muerte es la que nos dejó Antonio Pigafetta en el ‘Diario’ que el italiano escribió acerca de lo acaecido en aquel viaje. Ese ‘Diario’ sigue siendo la principal fuente de información de lo ocurrido a lo largo de los tres años que duró aquella expedición, que culminaría con la primera vuelta al mundo, por obra de Juan Sebastián Elcano. Pigafetta dejó narrada la muerte de Magallanes con tintes épicos, que respondían a la devoción que el italiano sentía por el marino portugués:

«Conociendo al capitán [se refiere a los nativos], tanto se concentró su ataque en él, que por dos veces le destocaron el yelmo. Pero, como buen caballero que era, sostúvose con gallardía. Con algunos otros, más de una hora combatimos así, y rehuyendo retirarse, un indio le alcanzó con una lanza de caña el rostro. Él, instantáneamente, mató al agresor con la suya, dejándosela recta en el cuerpo; metió mano, pero no consiguió desenvainar sino media tizona, por otro lanzazo que cerca del codo le dieran. Viendo lo cual vinieron todos a por él, y uno, con gran terciado, que es como una cimitarra, pero mayor, medio le rebañó la pierna izquierda, derrumbándose él boca abajo. Llovieron sobre él, al punto las lanzas de hierro y de caña, los terciarazos también, hasta que nuestro espejo, nuestra luz, nuestro reconforto y nuestro guía inimitable cayó muerto».

«Mientras le herían, volvióse algunas veces aún, para ver si alcanzábamos las lanchas todos… A no haber sido por este pobre capitán, ninguno de nosotros se hubiese salvado en las lanchas; porque, gracias a su ardor en el combate, fue como las pudimos alcanzar».

Es la muerte de un héroe que, más allá de los epítetos que le dedica -«nuestro espejo, nuestra luz, nuestro reconforto y nuestro guía inimitable»-, es quien combate con ardor y con su entrega y sacrificio logra salvar a los demás. Sin embargo, lo que nos cuenta en su declaración en un proceso judicial que se conserva en el Archivo General de Indias, Nicolás de Nauplia, uno de los supervivientes de la expedición y que llegaría a Sevilla con Elcano a bordo de la Victoria, es que Magallanes falleció de una lanzada que le dieron en la garganta. Sin mayores elogios. Dice ante el juez que lo sabía porque él estaba a su lado. La muerte de Magallanes fue consecuencia de entrometerse en los litigios que enfrentaban a los reyezuelos de aquellas islas, contraviniendo las órdenes del Carlos I. El hecho ocurrió antes de llegar a las islas de las Especias e hizo que Juan Sebastián Elcano cobrase un protagonismo que hasta entonces no había tenido.

La devoción que Pigafetta sentía por Magallanes era paralela al rechazo que le provocaba Elcano, a quien no menciona una sola vez en su ‘Diario’, pese a que fue testigo de la hazaña de Elcano, al ser uno de los supervivientes que llegaron a Sevilla en 1522, a bordo de la Victoria, cuyo mando había sido encomendado a Elcano. Ese silencio señala que no debían de llevarse bien el cronista italiano y el marino español y, además lo constata otro hecho. Carlos I ordenó a Elcano, respondiendo a la carta que éste le había escrito desde Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522, dando cuenta al Monarca de la gesta que habían protagonizado, que acudiera, sin pérdida de tiempo, a Valladolid para explicarle lo acaecido y lo hiciera acompañado de dos de sus hombres, los que juzgase como más juiciosos. A Elcano lo acompañaron el piloto Francisco Albo, que dejó escrito un derrotero de la expedición, y el cirujano barbero Hernando de Bustamante. Ignoró a Pigaffeta.

También colaboró de forma notable a distorsionar el papel de quien realmente dio la primera vuelta al mundo, por la importante difusión de su obra, Stefan Sweig, quien escribió una biografía -tiene todos los ingredientes de una hagiografía- sobre Magallanes. En ella el ensalzamiento que realiza del navegante portugués corre paralelo a la mala imagen que ofrece de Elcano. Señala el escritor austríaco, refiriéndose a la muerte de Magallanes: «De este modo insensato acaba, en el momento más alto y magnífico de sus realizaciones, el navegante más grande de la historia, en una miserable escaramuza contra una horda de isleños desnudos. ¡Un genio que, cual Próspero, ha dominado a los elementos, venciendo todas las tempestades y sometiendo a los hombres es vencido por un ridículo insecto humano llamado Silapulapu! Pero tan torpe desdicha solo puede quitarle la vida, no la victoria; porque, estando ya coronada su empresa, después de un logro tan por encima de los demás, su destino individual es casi indiferente».

La muerte de Magallanes hace afirmar a Sweig que a una «flota tan mermada le falta el verdadero guía, el probado almirante Magallanes, se verá pronto en el indeciso curso que siguen los barcos. Como ciegos, como deslumbrados, andan a tientas por el archipiélago de las Sonda». A Elcano, a quien apenas dedica unos comentarios, lo presenta como un aprovechado de la gesta magallánica, al tiempo que lo tilda con calificativos muy negativos; entre otros lo presenta como un delincuente huido de la justicia, sin mayores explicaciones. Apenas dedica unas páginas a contar lo que fue la llegada a las islas de las Especias, una vez que Juan Sebastián Elcano y el burgalés Gonzalo Gómez de Espinosa, tras la matanza de Cebú, se hicieron cargo de lo que quedaba de la escuadra. Ni a los nueve meses de travesía, desde que en febrero de 1522 la Victoria partió de Tidore hasta que arribó, primero a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre y dos días más tarde a Sevilla.

Poco se ha reivindicado la figura de Elcano, que será quien tomó la decisión de regresar con la Victoria, cargada de clavo, por la ruta del océano Índico. Algo que Carlos I había prohibido expresamente porque significaba entrar en las aguas del hemisferio portugués, según lo acordado en Tordesillas. Esa decisión fue lo que hizo que aquella expedición terminara dando la primera vuelta al mundo y que, con notoria injusticia histórica, hay quien adjudica a Magallanes, que había muerto más de dieciséis meses antes de que el marino de Guetaria llegase a la Sevilla que los había visto partir hacía algo más de tres años.

Sólo en un país como España suele ocurrir que un héroe como Juan Sebastián Elcano, al que cierto es que la Armada siempre mantuvo vivo su recuerdo -el buque escuela tiene su nombre-, quede relegado a poco menos que al ostracismo o que incluso se admita desde instancias gubernamentales que la primera vuelta al mundo fue una empresa lusitana e incluso multicultural, porque en los barcos de Carlos I iban gentes de muy diferentes naciones, sin tener en cuenta que la iniciativa la impulsaba el Rey de España y el predominio de los españoles era abrumador. Elcano, que apenas aparece en los manuales de historia tras haber dado la primera vuelta al mundo, merece mucho más reconocimiento y valoración de lo que sólo él culminó, después de arrostrar toda clase de penalidades para poner en el haber de nuestra historia una gesta extraordinaria.

José Calvo Poyato es doctor en historia y escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *