A los partidos políticos les salen indignados por todas partes, no sólo en las plazas. También, incluso, en el Tribunal Constitucional. Como es sabido, tres magistrados cuyo mandato expiró en noviembre pero seguían en funciones, dimitieron de su cargo aunque el presidente del tribunal, el señor Pascual Sala, decidió no aceptar su renuncia.
Las razones alegadas por Sala no son del todo convincentes. Es cierto, como esgrime, que los procesos constitucionales pendientes son muchos y que se requieren ocho magistrados para que se constituya el pleno. Sin embargo, caso de haber aceptado las tres dimisiones, el pleno se hubiera podido constituir válidamente con un tribunal compuesto, precisamente, por ocho magistrados. Y tal anomalía quizás hubiera acelerado la renovación. No obstante, el aldabonazo ya se ha producido y es de esperar que los partidos responsables, emplazados oportunamente por el presidente del Congreso, José Bono, para el 30 de junio, cumplan en esta fecha el mandato constitucional.
Aunque escaldados como estamos, hasta que no lo veamos no lo creeremos.
Sin embargo, aun cuando se produzca de inmediato la renovación, el problema de fondo seguirá pendiente. Y este problema de fondo es la independencia de los magistrados del tribunal. "La mujer de César no sólo tiene que ser honesta sino también parecerlo", relata Plutarco en Vidas Paralelas.Es decir, la apariencia es tan importante como la realidad. Y la apariencia - quizás también la realidad-es que en las sentencias políticamente relevantes el tribunal no da la apariencia de ser neutral, objetivo e imparcial. Y algo que ver con todo ello tiene el procedimiento de designación de magistrados.
Dicho procedimiento, cuyos principios están en la Constitución, está dotado de importantes garantías que permiten asegurar la independencia: los magistrados son designados por tercios, por órganos distintos y mayorías reforzadas entre reconocidos especialistas sometidos a un severo régimen de incompatibilidades. Sin embargo, la mejor ley puede ser desvirtuada por el mal uso que de ella se haga en la práctica. En este caso, estas garantías han sido desnaturalizadas porque nuestro sistema político es una partitocracia. Brevemente: en la realidad los magistrados no son designados por los órganos que figuran en la Constitución (Congreso, Senado, Gobierno y Consejo General del Poder Judicial) sino por los dos partidos políticos mayoritarios mediante un sistema perverso: el sistema de cuotas.
Ello significa que cada uno de estos dos partidos tiene asignado un determinado número de plazas que cubre sin consultar con el otro. Ahora el Congreso debe designar a cuatro magistrados. Pues bien, tocan a dos al PSOE y dos al PP, cada uno escogerá a los suyos sin deliberación alguna sobre la idoneidad del conjunto. Los escogidos saben, por supuesto, que el cargo se lo deben a quien les ha propuesto. Y como la vida es larga y quizás hay posibilidades de tener más cargos - son magistrados del actual Tribunal Constitucional, por ejemplo, tres antiguos presidentes del Tribunal Supremo-,no es prudente, desde el punto de vista de los intereses estrictamente personales, desairar a quien te ha nombrado. Ni siquiera es necesario que te hagan indicación concreta alguna: tú ya sabes cuál es el interés del partido en cada caso, a él adaptas tu posición.
Así van las cosas y, naturalmente, deberían cambiar. Como la independencia de los magistrados, tanto su apariencia como su realidad, depende mucho de quién los designa, y el principal defecto del procedimiento es el sistema de cuotas, quizás haya llegado el momento de escoger un nuevo procedimiento que impida, o dificulte más, utilizar dichas cuotas. Si ahora el mandato de los magistrados dura nueve años, quizás debería transformarse en vitalicio o, cuando menos, alargarse hasta la edad de jubilación. En edad tan provecta, ninguna dádiva podría esperar ya el magistrado saliente de quienes le designaron; además, desaparecen los nombramientos por tercios de cuatro magistrados y los nuevos son escogidos de forma individual a medida que se van jubilando los antiguos. Así se garantizaría mejor la independencia y las designaciones serían más limpias.
Hasta hace muy poco, nadie, o casi nadie, planteaba una solución de este tipo. Últimamente han aparecido algunas voces que no la descartan, aun sabiendo que requiere reforma constitucional. En el plano doctrinal, el profesor Víctor Ferreres, gran experto en la materia, ha planteado sus ventajas y desventajas en un magnífico libro (Una defensa del modelo europeo de control de constitucionalidad, Marcial Pons, Madrid, 2011) y se inclina por considerar tal opción cara al futuro, dadas las malas prácticas españolas, en una ponencia presentada en octubre del año pasado (véase en VVAA, Jurisdicción constitucional y democracia,CEPC, Madrid, 2011). Hace pocos días, un relevante cargo del PP proponía que el mandato fuera vitalicio.
Veremos que resultará de todo ello. En cualquier caso, el problema está sobre el tapete y por ahí empiezan siempre las reformas. Los indignados somos muchos.
Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB