Maixabel: admirable en lo personal, peligroso ejemplo en lo político

Cuando desde la ética valoramos una acción heroica que va más allá de lo exigible, utilizamos el concepto de acto supererogatorio.

No cabe duda de que perdonar al asesino de tu marido es uno de estos actos de excelencia moral ante el que sólo cabe la admiración: un acto supererogatorio. Sin embargo, no podemos exigir que se convierta en norma, pues es una acción que supera el deber.

Y esto es importante, porque si perdonar fuera norma exigible, entonces no perdonar sería una acción condenable. Perdonar se convertiría en una obligación para toda víctima. Y no lo es. Es un acto de naturaleza superior (de ahí el término supere) a nuestro deber, a lo que se nos ruega que hagamos (rogatorio).

No estamos obligados a perdonar. Nos lo exigimos como acto superior, pero no podemos condenar a quien no lo haga. No parece exigible que toda mujer violada perdone a su violador. Ni se nos ocurre juzgar a las mujeres que no lo hacen. Ni, por supuesto, damos voz a los violadores para dictaminar qué víctimas son las que se comportan correctamente. Jamás pensaríamos que deban ser ellos quienes establezcan la categoría de buenas o malas víctimas.

El cristianismo, a lo largo de los siglos, ha puesto como modelo para sus fieles personas con actitudes supererogativas: los santos. Esto, que supone un incentivo de comportamiento en lo particular, se convierte en algo peligroso si pasa a ser modelo exigible para todo el mundo.

El salto de lo particular a lo general, de lo íntimo a lo político, de lo propio a lo común, es el sibilino paso que va del ser (la santidad libremente escogida) al deber ser (la obligatoriedad moral para cualquier persona sea creyente o no; es decir, el fundamentalismo).

El neoprogresismo woke contemporáneo, que se comporta como una religión con voluntad de sometimiento de la mayoría (con sus normas morales que dictan qué debemos decir; qué debemos comer; cómo debemos viajar; qué es lo correcto o incorrecto en relación con los otros, los animales, la naturaleza y nosotros mismos), cual nuevo nacionalcatolicismo, también desliza sus deseos de que los actos supererogatorios se conviertan en modelos obligatorios para la sociedad (crean o no los ciudadanos en sus dogmas). Existe ya, de facto, un fundamentalismo cívico que se ha hecho evidente en la cultura de la cancelación.

Para conseguir sus objetivos, este pensamiento de vocación dominante desliza, por los caminos narrativos que ofrece la posmodernidad a diferencia del sermón en la parroquia, su discurso, que nunca es inocente: películas, series, medios de comunicación, declaraciones políticas, redes sociales... Toda una batería de soportes donde proclamar los neomandamientos ante cuyo incumplimiento el ciudadano se castiga con el sentimiento de culpa por haber pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Hace tiempo que tocó al turno a cómo debemos comportarnos ante la historia viva de ETA y sus jaleadores políticos.

El encomiable acto de Maixabel ha transmutado de naturaleza. Tras su reciente explosión mediática y cinematográfica ha pasado de convertirse en un precioso gesto individual de justicia restaurativa a un ideal que todas las víctimas deben seguir y los ciudadanos apoyar. Una nueva santidad obligatoria manifestada en los discursos públicos. Y a la que se ha sumado EH Bildu (los amigos de los violadores a los que nunca deberíamos dar carta de opinión). "Ese es el camino a seguir por las víctimas, esa es la actitud constructiva y respetuosa que se espera de ellas", han dicho.

De repente, lo que era algo admirable se ha convertido en fiel de balanza. Las buenas víctimas no son las que exigen reparación, las que nos recuerdan con su condición de víctimas las injusticias cometidas por aquellos que todavía hoy son ensalzados al llegar a casa. Hay un nuevo modelo de víctima, defendida por aquellos a los que el Gobierno decidió dar carta de legitimidad: la que no exige públicamente la responsabilidad política de las atrocidades cometidas. Ya no se trata de que ella perdone (algo maravilloso), sino que lo hagamos toda la sociedad. Las víctimas que mantienen viva la llama de la dignidad y el sufrimiento (porque ser víctima también es un peso) molestan. Quienes hablan de ello, también.

Desde que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, necesitó la inclusión de EH Bildu entre sus aliados para mantenerse en el poder, la carga moral ha basculado hasta tal punto que aquellos que justificaron el asesinato, el secuestro, la persecución y la tortura psicológica del señalamiento son ahora los que fijan los valores morales de la sociedad (y, en concreto, en relación con el terrorismo). Es la gran perversión de esta legislatura.

¡Claro que nuestra mirada sobre la historia, sobre ETA, sobre su entramado político, sobre su permanencia, sobre quienes justificaron o justifican la violencia política podría ser otra (debería ser otra), pero hay intereses políticos que nos impiden reconocer el vicio del discurso aceptado!

No es cierto que el modelo social de víctima deba ser el de Maixabel, que es un admirable modelo de inspiración personal. Porque la vida común necesita lo primero claridad de conceptos, no de ejemplos supererogativos. Necesitamos actos y juicios sociales que nos recuerden simple y llanamente lo que es correcto y lo que no.

No podemos dejarnos seducir por una mirada que supera lo elemental. Porque lo correcto políticamente es la denuncia y prohibición de los homenajes a los asesinos. Lo correcto políticamente es la exigencia del esclarecimiento de todos los asesinatos. Lo correcto políticamente es que pidan perdón por ello y recauden dinero para ayudar a quienes hicieron sufrir. Lo correcto es que se reconozca en cada pueblo y plaza a quien allí murió, que se ponga rostro en cada lugar a quien tuvo que huir.

Lo correcto para una sociedad es que todos los que causaron sufrimiento, desde el vecino que dio un chivatazo hasta el que disparó el gatillo, reconozca su culpa en el grado de su participación. Lo correcto es que acudan los asesinos a cada colegio a contar su historia de violencia y dolor. Lo correcto es que hagan todo lo posible para que se respete la democracia en cada pueblo y defiendan que cualquier partido legal (desde Vox hasta el Partido Comunista de los Pueblos de España) pueda presentar candidaturas, realizar actos, colocar carteles, y hacerlo sin sentirse amenazado, coaccionado o perseguido.

En definitiva, lo correcto es que EH Bildu trabaje por la justa y verdadera libertad. No que nos dicte el estatuto de las buenas víctimas.

Nuestra verdadera exigencia moral como sociedad, la que verdaderamente debemos perseguir, porque supone un bien para la vida en común, es la de no callar. Dejarse fascinar por la santidad es olvidar que el acto cotidiano de la convivencia se funda en la reparación del dolor. Esta es la verdadera comunidad cívica: la que unos quisieron destrozar y otros murieron por salvaguardar.

Guillermo Gómez-Ferrer es doctor en Filosofía Moral y Política y profesor en la Universidad Católica de Valencia. Es el autor del libro La inteligencia religiosa.

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