Mala política

Por Antonio Papell, escritor (ABC, 04/07/06):

EN 1920, Ortega proclamaba que no es posible gobernar a un pueblo sin el apoyo de la opinión pública, y que para eso son indispensables los políticos, «los hombres cuya ocupación consiste precisamente en organizar y representar voluntades colectivas». Y el filósofo continuaba su argumentación diciendo que el político ha de servir además a la comunicación social y ha de articular la mecánica de voluntades.

Ortega dedicó después gran parte de su obra a glosar el papel del político en la sociedad, a defender la tesis de que deben ir a la política los mejores y a describir la personalidad ideal del hombre público, del estadista. En «Mirabeau o el político» (1927) alcanzó su mayor hondura y originalidad y desarrolló una conocida teoría, no exenta probablemente de algún matiz reaccionario, según la cual el hombre de Estado debe adornarse con las que él llama «virtudes magnánimas» y no con las «virtudes pusilánimes»: «Cabe no desear -escribió- la existencia de grandes hombres, y preferir una Humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas...». Ese político dotado sería exaltado por Ortega, pero no equiparado al superhombre nietzscheano: el filósofo lo vería como «un magnífico animal, una espléndida fisiología».

En definitiva, Ortega tejió una urdimbre parecida a aquélla sobre la que Vifredo Pareto estableció su conocida teoría de la circulación de las elites, que no ha tenido demasiada fortuna democrática porque su autor cedió a los halagos de Musolini -aceptó ser nombrado senador vitalicio-, pese a discrepar de él en aspectos ideológicos esenciales. Para Pareto, las elites están formadas por los mejores de la sociedad, y lo deseable es que coincida la elite funcional -ese grupo selecto- con la elite del poder; pero tal coincidencia nunca es completa, ya que con gran frecuencia llegan a la superestructura política personas mediocres que alcanzan la posición de privilegio por diversas causas (azar, fortuna personal, influencia familiar, etc.). Cuando hay en las instituciones demasiados actores políticos que no pertenecen a la elite funcional, el régimen llega a la decadencia y, finalmente, al colapso. De cualquier modo, las elites no son hereditarias, por lo que sus miembros «circulan» de abajo a arriba. Y los regímenes son tanto más perfectos en este sentido cuanto más fácilmente alcanzan los mejores -los miembros de la elite funcional- los puestos eminentes.

Pues bien: en nuestro país es excepcional que los miembros de la elite funcional lleguen a los cargos de mayor responsabilidad. Y ello es así por varios motivos. En primer lugar, porque aun siendo los partidos políticos los instrumentos fundamentales de la representación política y debiendo ser su funcionamiento democrático (art. 6 CE), se da el caso de que, en nuestro modelo, los candidatos a ocupar los cargos electivos no se imponen por un proceso de selección natural en el seno de las organizaciones, ni mucho menos mediante sucesivos y transparentes procesos electorales -la institución de las «primarias» no ha arraigado en nuestro país-, sino por la voluntad arbitraria de las oligarquías que controlan internamente los partidos. En efecto, nuestro sistema electoral, con sus listas cerradas y bloqueadas, tiene los perversos efectos mencionados. A la hora de confeccionar tales listas, los aparatos partidarios promocionan y colocan en ellas a los más dóciles y serviciales y no a los más brillantes. Esta realidad tiene un grave efecto desincentivador y desmotivador de las vocaciones políticas: quien, en su idealismo, tome la determinación de dedicarse a la política, tendrá que optar entre la adulación a quienes habrán de abrirle paso y el desistimiento. La prueba de que las cosas son de este modo a la vista está: basta echar una mirada al Parlamento. Con las notorias y honrosas excepciones que se quieran buscar.

En segundo lugar, la elite funcional no se traslada a la elite del poder porque el rol político se halla profundamente desacreditado y está, por añadidura, muy mal pagado. El descrédito de lo público en nuestro país hunde sus raíces en antiquísimos clientelismos, en remotos caciquismos gestionados por marchantes del poder y de la influencia sin escrúpulos. El desprestigio de la tarea pública se acentuó durante la dictadura franquista -es conocido el chascarrillo según el cual el propio dictador, para consolar a un colaborador compungido por alguna adversidad, le recomendaba «haga como yo, no se meta en política»- y apenas encontró alivio en los albores de la Transición, cuando un grupo selecto de personalidades de relevancia social acudieron desinteresadamente a la política para contribuir a la tarea fundacional del régimen democrático. Profesionales liberales, catedráticos de universidad, altos funcionarios, hombres de negocios elevaron el tono intelectual en aquel momento iniciático... Pero enseguida tuvieron que marcharse porque los auténticos profesionales de la política se apresuraron a expulsarlos. La perversa norma electoral fue promulgada incluso antes de la Constitución del 78 y, por si sus efectos no fuesen suficientes, se lanzó de inmediato una rígida norma de incompatibilidades que preservó meticulosamente el reino de la mediocridad que ya se iba imponiendo. Naturalmente, para que la atonía de las cámaras legislativas no resultase hiriente, sus miembros habían de conformarse con salarios discretos. Hoy, el sueldo de un diputado está muy lejos del de cualquier profesional liberal, con la particularidad de que la carrera política es a menudo efímera y siempre insegura.

De tales polvos provienen los consiguientes lodos. De la mediocridad de la materia política emana la mala calidad actual de la ceremonia pública. Por fortuna, nuestras sociedades maduras son autosuficientes y en ocasiones se benefician incluso de la inepcia y de la inhibición de sus supuestos líderes, pero el espectáculo resulta descorazonador. Sobre todo para quienes todavía creemos, con Orwell, que política es «empujar al mundo en una determinada dirección, alterar las ideas de otras gentes sobre el tipo de sociedad al que debemos aspirar».