Malas noticias para el clima

En noviembre de 2009, la cumbre del clima celebrada en Copenhague se saldó con un sonoro fracaso. Varios de los países de entre los mayores emisores de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera, en particular Estados Unidos y China, cerraron la discusión evitando comprometerse a reducir las emisiones. Sustituyeron un acuerdo de reducciones cuantificables, que habría sido lo único efectivo, por una declaración en la que llamaban a no sobrepasar el nivel de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera asociado a un aumento de la temperatura media del planeta de dos grados centígrados, umbral que los expertos consideran no debe sobrepasarse a riesgo de provocar graves perturbaciones climáticas. En resumen, papel mojado, teniendo en cuenta que mantenerse por debajo de ese umbral requiere tomar medidas más exigentes en cuanto a reducción de emisiones que aquellas que no quisieron concertar. En efecto, ese aumento de temperatura se producirá si la fracción de dióxido de carbono en la atmósfera supera las 450 partes por millón (450 ppm), desde las aproximadamente 390 ppm actuales. Para no sobrepasar este límite de concentración de CO2, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) considera que las emisiones anuales deben disminuir en un 50% respecto de la cifra actual en los próximos 40 años. Pero ¿qué está sucediendo a la vista del ambicioso, aunque implícito, programa adoptado en la cumbre y la explícita negativa a comprometerse en ninguna medida eficaz para cumplirlo? Pues lo que está sucediendo es que, lejos de disminuir, las emisiones globales están aumentando, con pequeñas oscilaciones asociadas a la crisis económica, a un ritmo que duplicaría las emisiones en ese mismo periodo de tiempo, en lugar de reducirlas a la mitad.

Los acuerdos de Kioto establecían que los países desarrollados deberían recortar las emisiones en un 5,2% para 2008-2012 respecto de 1990, cosa que está ocurriendo efectivamente gracias a la aportación europea, aunque el grueso del descenso se situa en los años noventa debido a la renovación de una industria pesada obsoleta muy intensiva en energía. Estados Unidos, el primer emisor del mundo en la época de la firma, rechazó ratificar los acuerdos y ha seguido aumentando sus emisiones en un 11% (frente a una disminución del 6% prevista), de forma que el objetivo marcado por Obama de reducir un 17% en 2020 respecto de 2005, aparte de estar muy lejos de hacerse realidad, retrotraería la situación al nivel aproximado de 1990. Los países emergentes han disparado sus emisiones, un 60% de aumento en tan solo los últimos siete años en el caso de China, de forma que el balance global arroja el deprimente resultado de que el conjunto de las emisiones de GEI aumentó un 45% desde 1990, un aumento porcentual idéntico al registrado de 1970 a 1990. La razón fundamental es la masiva utilización de los combustibles fósiles como fuente de energía y, más en particular, el carbón, que supone la primera materia prima energética en la mayoría de los países emergentes y también en Estados Unidos (aproximadamente el 50% de la electricidad en EE UU se genera a partir de la combustión del carbón, llegando este porcentaje a más del 80% en el caso de China).

Hoy China es el primer emisor de GEI a la atmósfera, lo cual era de esperar dado el crecimiento de su actividad económica y su enorme población. Lo que no era tan fácil de prever es que llegase a los límites a que ha llegado en términos de emisiones per capita. En efecto, desde el nivel de un tercio de la cifra correspondiente a la media europea hace tan solo una década, han llegado prácticamente a igualarla, con 6,8 toneladas por año y habitante frente a las 8,1 de Europa en su conjunto y las 6,3 de España. Por su parte, Estados Unidos sigue estando en cabeza de esta clasificación, junto con otros países como Australia y Canadá, con aproximadamente el doble de Europa, 16,9 toneladas por año y habitante. Las razones de la moderación europea, aparte de la modesta inflexión debida a la crisis, debe buscarse en las medidas de eficiencia y diversificación energéticas, en las que el crecimiento de la importancia de las energías renovables juega un papel importante.

La crisis tiene efectos contrapuestos en lo que se refiere a las emisiones de GEI. Por un lado, la disminución de la actividad económica implica un menor consumo energético y, por tanto, menos emisiones. Pero, por otra parte, con la crisis se ponen en cuestión los esfuerzos y los recursos todavía necesarios para que se produzca un despliegue consistente de las renovables, como se está viendo en el caso de España y en otros países. El accidente de Fukushima, por su parte, no dejará de tener consecuencias. El frenazo dado a los programas de mantenimiento, incluso de una cierta expansión, de la energía nuclear se traducirán en una mayor participación del carbón y el gas natural en el esquema de generación de electricidad. En los casos, como Japón o Alemania, en que, a consecuencia del accidente, se ha producido ya el cierre parcial del parque nuclear, la energía de reemplazo inmediato ha sido la de plantas de combustibles fósiles, nuevas o existentes que han aumentado sus horas de funcionamiento. Desde luego, los responsables políticos explican que la energía nuclear deberá ser reemplazada por renovables, pero eso, dada la dimensión del caso, exige tiempo y cuantiosos recursos por lo que esa sustitución no se está produciendo.

Hay que decir que España no lo está haciendo mal. Es uno de los países con una mayor presencia de renovables en su esquema de aprovisionamiento energético, con un 35% de la electricidad generada en 2010 a partir de renovables, muy cerca de los objetivos marcados para Europa en 2020. Nuestro país se comprometió en Kioto a no sobrepasar el 15% en sus emisiones de GEI en 2008-2012 con respecto a 1990, y a finales de 2010 se situaba en un 26% de aumento, cuando se había llegado a más del 50% en 2007. Aun así, hay que recordar que las emisiones per capita en España están claramente por debajo de la media europea. Puede argumentarse que esa relativa mejora en los últimos años se debe a la crisis económica y, sin duda, es así, aunque solo parcialmente. El aumento de la generación renovable está jugando también un importante papel como se demuestra considerando las emisiones por unidad de PIB, que ya incorporan las variaciones en la actividad económica. Pues bien, a este respecto, es preciso señalar que España las ha reducido en la última década, situándose en un 70% de las emisiones por unidad de PIB de la UE-27 y en un 60% de las correspondientes a Estados Unidos.

Volvamos ahora al ámbito global. El impulso que pareció cobrar la lucha contra el cambio climático en los años noventa y primeros de este siglo parece ahora debilitado. La paradoja es que este debilitamiento ocurre cuando las evidencias científicas a favor de la influencia de la actividad humana sobre el clima, especialmente a través de las emisiones masivas de GEI a la atmósfera, son cada día que pasa más concluyentes. Europa sigue proponiendo acuerdos de reducción de emisiones, pero su papel es cada vez más irrelevante, tanto por su influencia política decreciente como por el hecho de que sus emisiones suponen hoy apenas un 13% del total. El próximo mes de diciembre se celebrará en Durban una nueva cumbre que debería establecer las bases del periodo pos-Kioto, con compromisos de reducción claramente más ambiciosos y vinculantes. Todo indica que no será así y, lo que es peor, que a nadie parece importarle mucho en el fragor de la lucha contra la crisis. Los países excluidos de los acuerdos de 1992, es decir los emergentes, quieren que se prolongue el modelo de Kioto porque los excluye de obligaciones de reducción de emisiones, mientras que los países desarrollados más contaminantes, con EE UU a la cabeza, requieren un nuevo tratado que obligue a todos. A la vista del cariz que está tomando la evolución de la concentración de GEI en la atmósfera, serían necesarios acuerdos globales, que vincularan a todos aunque en medida diferente dependiendo de su potencial emisor, y más ambiciosos que los de Kioto para poder contrarrestar la peligrosa deriva en la que estamos. No me parece que estemos cerca de llegar a esos acuerdos.

Por Cayetano López, director general del CIEMAT.

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