Malas perspectivas económicas

Los anuncios sobre una posible recesión económica comienzan a aparecer por todas partes. El pasado 13 de octubre la prestigiosa revista The Economist se preguntaba en portada "La próxima recesión, ¿cómo será de mala?", concluyendo en su interior que una nueva recesión será sólo cuestión de tiempo y que combatirla resultaría aún más difícil que lo fue en la última. Por su parte, las previsiones de otoño de la Comisión Europea señalan un crecimiento del PIB en la eurozona del 2,1% para este año, del 1,9% para 2019 y del 1,7% en 2020. En España, por el momento, el consenso en las opiniones de los analistas, aun empeorando respecto a previsiones anteriores, se sitúa en un crecimiento de un 2,6% en 2018 y de un 2,2% para 2019, perspectivas que resultan todavía confortables. Sin embargo, quizá no podamos hacernos excesivas ilusiones porque la experiencia señala que, cuando las sucesivas previsiones inician un proceso decreciente, la realidad puede terminar siendo aún más negativa, pues quienes las efectúan suelen desear que lo peor no suceda. Así ocurrió en la última crisis, que pocos alcanzaron a ver al principio en su auténtica dimensión.

El empeoramiento actual de las expectativas se sustenta en circunstancias bien conocidas. El probable aumento de los precios del petróleo; la posibilidad de fuertes guerras comerciales ya abiertas; la desaceleración y los cuantiosos síntomas de crisis en la economía china, la crisis de la economía turca y la importante desaceleración de la economía italiana; los efectos del Brexit, desconocidos pero preocupantes; los duros requerimientos que al consumo interior y a las exportaciones imponen las nuevas regulaciones para la preservación del medio ambiente; las fuertes tensiones presupuestarias de Italia y las que se adivinan en España; los continuos y recientes desajustes en los mercados de capitales... Todos esos factores y otros similares hacen temer que la aparición de una nueva recesión pueda estar más próxima de lo deseable. Pero, además, hay circunstancias que empeoran la situación relativa actual en Europa frente a la crisis pasada, pues nos enfrentaríamos a ella con, al menos, tres importantes limitaciones. La primera, porque nuestros tipos de interés se encuentran en las proximidades del 0% y eso haría mucho más compleja la utilización de la política monetaria; la segunda, porque la política presupuestaria estaría fuertemente condicionada en muchos países por los altos niveles de deuda pública acumulados en la crisis anterior y, la tercera, porque la situación política en el continente comienza a caracterizarse por una importante fragmentación política y por un acoso creciente del populismo, lo que haría bastante difícil la adopción de las duras medidas necesarias.

Malas perspectivas económicasA partir de ese escenario, la valoración de la actual situación presupuestaria en España resulta bastante negativa. El Gobierno actual ha rechazado, pese a que ya estaban comunicadas oficialmente a la Comisión Europea, las directrices y límites de gasto para los presupuestos formuladas por el Gobierno anterior, que preveían un déficit del 1,3% del PIB. A finales de noviembre el Gobierno actual aún no ha presentado sus propios presupuestos a las Cortes por el temor de no conseguir la mayoría parlamentaria necesaria para su aprobación y exponerse a una sonada derrota en las votaciones, pero no se descarta que finalmente consiga esos apoyos visto lo arriesgado que para los grupos políticos que le apoyan podría resultar un adelanto electoral. Lo que sí ha hecho el Ejecutivo por el momento es preparar un programa con estimaciones poco concretas de ingresos y gastos y solicitar a la Comisión Europea elevar el déficit previsto del 1,3% hasta un 1,8% del PIB, es decir, en un 0,5% respecto a la previsión del Gobierno anterior para 2019 (entre unos 6.000 y 6.500 millones de euros adicionales). Ese programa se ha comunicado a Bruselas sin la aprobación de las Cortes e incumpliendo las prescripciones de la ley de estabilidad presupuestaria.

La respuesta de la Comisión, dentro de los términos prudentes en que habitualmente suelen expresarse los organismos internacionales, ha sido de completa incredulidad ante las estimaciones presentadas y de esa incredulidad participan también, con más o menos intensidad, el FMI, la OCDE, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), el Banco de España, la CEOE y la mayor parte de los analistas españoles y extranjeros que las han estudiado. La incredulidad se centra, en primer término, en los gastos públicos, donde las estimaciones gubernamentales parecen claramente insuficientes. Entre ellas destacan las correspondientes a pensiones por su revalorización con el IPC, por la subida de las pensiones mínimas y por el aumento de las no contributivas; a la supresión del copago sanitario y a otras diversas partidas claramente subvaloradas. En segundo lugar, en los ingresos públicos, donde el Gobierno ha sobrevalorado las recaudaciones previstas para la mayor parte de las medidas impositivas que pretenden efectuarse, tales como limitación de exenciones y establecimiento de tipos mínimos en el impuesto de sociedades; nuevos impuestos sobre transacciones financieras y sobre determinados servicios digitales; elevación del IRPF para las rentas más altas; mayores tributos sobre los hidrocarburos y subidas de las bases máximas de las cotizaciones sociales, entre otras, además de diversas medidas contra el fraude fiscal, entre las que destaca la limitación en los pagos en efectivo.

Finalmente, la incredulidad se refiere a las cifras previstas de déficit público, que para el Gobierno se ceñirán a la previsión del 1,8% del PIB y para la Comisión Europea muy probablemente se eleven hasta el 2,1% de esta magnitud, es decir, en casi 4.000 millones de euros adicionales. Pero los problemas de este programa presupuestario no se refieren sólo a sus cifras sino también a las subidas de impuestos y cotizaciones, pues tendrán efectos negativos sobre el crecimiento de la producción al desalentar las conductas de familias y empresas. En situaciones de expectativas decrecientes, las subidas de las tarifas impositivas, especialmente en los impuestos directos, pueden acelerar esos movimientos y abonar el terreno para una recesión. Precisamente por ese efecto desincentivo, el FMI considera explícitamente, en línea con el informe de la Comisión de Reforma Fiscal que tuve el honor de presidir, que se debería aplicar el tipo general del IVA a más productos y servicios y mejorar la tributación medioambiental en lugar de subir tarifas en los tributos directos.

Los problemas no terminan ahí, pues en 2019 puede combinarse la desaparición de las adquisiciones de deuda por el BCE con subidas adicionales de tipos de interés. Teniendo en cuenta las necesidades de refinanciar, ya en mercado, las emisiones de deuda pública española que venzan en ese ejercicio además del déficit público del año, los gastos por intereses del sector público pueden elevarse apreciablemente, impulsando aún más el crecimiento de ese déficit. Un problema respecto al que recientemente nos ha avisado con severidad el presidente del BCE.

Prepararse para abordar con éxito una futura recesión económica, cuyo comienzo puede estar a la vuelta de la esquina, implica reducir apreciablemente el déficit y disminuir la deuda pública en relación al PIB. Las normas de la UE establecen que la deuda no debería sobrepasar el 60% del PIB, lo que exigirá de esfuerzos muy considerables de consolidación fiscal a los países que no cumplan ese límite, entre los que se encuentra España, cuya deuda supone ahora un 98,1% del PIB. En nuestro caso, la consolidación fiscal debería alcanzarse mediante una limpieza extraordinaria de gastos que resulten no tan necesarios y manteniendo las tarifas de los impuestos, además de reducir sustancialmente sus principales vías de escape. Por eso, la política sensata para el próximo año no es la de gastar más como pretende este Gobierno y sus socios parlamentarios, sino la de gastar menos pero mucho mejor; aprovechar que todavía crece nuestro PIB para que la recaudación de los impuestos aumente sin subir sus tarifas; disminuir el déficit todo lo más que se pueda y reducir velozmente la deuda pública, porque es seguro que sus intereses nos van costar bastante más en los próximos meses impulsando el crecimiento del déficit en un movimiento circular y autoalimentado. Así lograríamos abrir una ventana fiscal por la que respirar con cierto desahogo si las cosas viniesen mal dadas y volviésemos a una situación de crisis, pero es de temer que esa política, que mira a un plazo más largo, no sea aceptable para un Gobierno con horizonte temporal limitado.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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