Malaspina y sarmiento de Gamboa en los mares del sur

Las noticias de ultramar llegan atropelladas mientras en los reinos peninsulares de la monarquía española el invierno avanza hacia su final y la política cortesana bulle de excitación. Con rumbo a Santo Domingo, en las Indias, se dirige tras hacer escala en Las Palmas de Gran Canaria el buque oceanográfico «Sarmiento de Gamboa», de la Academia de Ciencias y Letras. Ha partido de su habitual refugio en la ría de Vigo. Junto al navío de la Real Armada «Hespérides», con base en Cartagena de Levante, ambas embarcaciones del real servicio adelantarán una campaña de estudios y experimentos por tiempo de siete meses. Eso será si las cosas de la mar no se alteran demasiado y alguna inesperada guerra entre príncipes no obliga a los sabios marinos a cambiar las sondas por los cañones, como ocurrió a Don Cosme de Churruca (que Dios lo tenga en su gloria), allá en las Antillas por el año de 1793. A diferencia de ocasiones en que se temieron disputas entre tan ilustres caballeros, conocedores de las «matemáticas sublimes», y los oficiales de «caza y braza», más atentos al ron que a las ecuaciones, según escribió el erudito marino y explorador don Cesáreo Fernández Duro, ahora el capitán de fragata Juan Antonio Aguilar y el capitán David Domínguez, que se hallan al mando de los buques por especial comisión, se deshacen en elogios hacia sus huéspedes y aceptan su mérito en mayor gloria de la nación española.

Con las debidas licencias, este podría ser un apunte dieciochesco aparecido en la «Gaceta» madrileña de la Expedición de circunnavegación Malaspina 2010, un proyecto interdisciplinar del Ministerio de Ciencia e Innovación, participación destacada de la Armada y dirigido por Carlos M. Duarte, del CSIC. La existencia de una empresa científica dirigida «a generar un inventario coherente y de alta resolución del impacto del cambio global en el ecosistema del océano y a explorar su biodiversidad, particularmente en el océano profundo», constituye una magnífica noticia. Que además exista un acento cooperativo, pues junto a 17 instituciones españolas participantes hay 19 asociadas (incluidas seis de Estados Unidos, el país numero uno en ciencia), cerca de 400 investigadores y un recorrido previsto por los buques de 42.000 millas náuticas, dirigido a obtener unas 70.000 muestras de aire, agua y plancton, define la envergadura de esta máquina de hacer ciencia con financiación pública y gestión española. Ciencia de verdad, con grandes instalaciones y equipos numerosos, la famosa «masa crítica» que la hace posible. En este sentido, resulta obvio que sin escala y ambición en estos tiempos globales no existe producción de conocimiento. Nada que ver, por supuesto, con el relato de la anomalía española, el cuento romántico del científico incomprendido que frente a la hostilidad y el catetismo circundante hace de la necesidad virtud, padece y triunfa —en el extranjero—. Todo esto es ficción, literatura del 98 y de la mala. Digámoslo de otro modo. Con lo que cuesta un solo kilómetro de tren de alta velocidad, 17,5 millones de euros según indicación reciente de Juan Cuadrado Roura, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Alcalá, se financia una gran empresa científica como esta, y aún sobra medio millón de euros. ¿Por qué en décadas recientes no se ha fortalecido el tejido educativo, científico y tecnológico español, en lugar de construir a toda costa el AVE de la anchoa y la peineta, además del aeropuerto de «Aterriza mientras puedas»? Sirva como consuelo que, a falta de héroes recientes en estos campos de conocimiento, ya que el último premio Nobel español no literario fue Severo Ochoa en 1959, la apelación a Malaspina o Sarmiento de Gamboa para bautizar los buques oceanográficos de la Armada y el CSIC al menos evoca una historia de éxitos y también de cosmopolitismo y sobria dignidad. Alejandro Malaspina, que fue español y no italiano, como algunos desinformados señalan estos días rebautizándolo «Alessandro» en el colmo del kitsch, fue un formidable marino científico; también un mal político y un pésimo conspirador. Nacido en Mulazzo y muerto en Pontremoli, localidades toscanas, entró en la Academia de guardamarinas de Cádiz en 1774, recién cumplidos los veinte años. Brillante en las aulas, hizo el famoso curso de estudios mayores, que incorporaba matemáticas newtonianas, astronomía náutica y física experimental, pero también se distinguió en el combate naval, por supuesto contra los británicos, durante la guerra de independencia de Estados Unidos. Veterano de un viaje de circunnavegación promovido por la Compañía de Filipinas en 1787, fue designado para mandar la expedición entre 1789 y 1794, dirigida a realizar una enciclopedia de los dominios españoles para mejorar la acción de gobierno. Dos corbetas, «Descubierta» y «Atrevida», con una tripulación de cartógrafos, naturalistas, dibujantes y pintores, recorrieron América desde el cabo de Hornos hasta Alaska, y el Pacífico desde Australia y Filipinas hasta México. Patriota español a fin de cuentas, Malaspina se vio envuelto al regreso en un complot palaciego dirigido en última instancia a la deposición del favorito Manuel Godoy, impuesto por Carlos IV a los grandes ministros que había heredado de su padre, Aranda y Floridablanca. Preso en La Coruña, Malaspina compartió esta suerte en la etapa del despotismo godoyista con personajes de la talla de Gaspar de Jovellanos, cautivo en Mallorca desde 1801.

Si la evocación a un contemporáneo como el humanista Jovellanos refiere el fundamental componente histórico, literario, antropológico y artístico de la expedición mandada por Malaspina, cuyos logros permanecieron en la oscuridad, aunque menos de lo que se supone por los mantenedores de la fracasología española, la mención al formidable Pedro Sarmiento de Gamboa remite a un siglo en el cual el Pacífico fue un «lago español». Nacido hacia 1532 en Alcalá de Henares o Pontevedra, muerto en el Atlántico sesenta años después mientras perseguía corsarios ingleses al servicio de Felipe II, fue astrólogo, espía, cronista y escritor, además de navegante. Sarmiento estuvo en la expedición de descubrimiento mandada por Álvaro de Mendaña que desde el Perú llegó en 1567 a las islas Salomón. Doce años después, se dirigió al estrecho de Magallanes, que cruzó en vía contraria, del Pacífico al Atlántico, por medio de laberínticos archipiélagos, cabos y fiordos. Encontró tiempo para fundar pueblos, trazar mapas y derroteros y localizar en el cielo dos pequeñas estrellas, los «luceros de Sarmiento», que señalan el polo sur. Apresado al regreso a España por corsarios ingleses, tuvo el privilegio de conversar en latín con la Reina Isabel, a quien debió parecer un personaje fascinante. Del mismo modo que el itinerario por el Pacífico de Sarmiento fue el paso previo a la llegada providencial y pionera de los navegantes ibéricos a «Australia del espíritu santo», el de Malaspina y su expedición dos siglos después por los mismos mares del sur buscó inaugurar una etapa de prosperidad y buen gobierno. Ahora, como entonces, la ciencia y la educación son la llave para un mejor futuro.

Por Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.

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