Maleni es un nombre de dialecto

Montserrat Nebrera es una señora que merece mis respetos. Siempre me ha parecido que tenía criterio propio, extremo que pude confirmar por la manera en que su cabeza rodó del PP catalán. Sin embargo, en sus críticas a Magdalena Álvarez me ha decepcionado: hay tal surtido de razones para argumentar lo desastroso de la gestión de la ministra que achacarla a su acento revela una pobre imaginación crítica.

Cuando Nebrera afirmó que «el problema de esta señora es que tiene un acento que es un chiste» puso al descubierto sus propios puntos flacos. Primero, no distingue entre un acento y un dialecto, carencia que podemos subsanar fácilmente con una sencilla explicación. Acento es lo que tienen muchos catalanohablantes al hablar español, es esa "l" gutural tan característica, ese ensordecer las consonantes sonoras finales para decir Madrit por Madrid, y un puñado de rasgos más, casi todos de carácter fonético. Un dialecto, por el contrario, es una variedad lingüística cuyas discrepancias respecto a la lengua de referencia son sustanciales y se reflejan no sólo en lo fonético, sino también en lo sintáctico y lo semántico.

Andalucía es tan rica en dialectos que tiene al menos dos: el andaluz oriental y el occidental. Y aunque en el resto de España se tiende a caricaturizar la forma de hablar de los andaluces -por razones de origen socioeconómico que hacen aún más insidioso el comentario de Nebrera-, conviene no olvidar la riqueza de su vocabulario, debida, según Manuel Alvar, a que «junto a los términos traídos por los reconquistadores o los repobladores, han persistido mozarabismos y arabismos» desaparecidos de otras regiones de España.

Por otro lado, el prestigio o desprestigio de ciertas formas de habla no es ilustrativo más que de modas tan mudables como las épocas. El ceceo característico de ciertos núcleos de Andalucía que hoy confiere a los hablantes una imagen rural o ruda, era en el siglo XVII un signo de distinción y dulzura. No por casualidad Lope de Vega caracteriza a la protagonista de La Dorotea como «de hablar suave, con un poco de ceceo, con que guarnece de oro cuanto dice, como si no bastara de las perlas de sus dientes», mientras Gonzalo Correas, en su Ortografía castellana (1630), alude a «la suavidad del ceceo de las damas sevillanas, que hasta los hombres lo imitan por dulce». El chiste no es, pues, inherente a ningún rasgo de habla, sino fruto de la construcción social de estereotipos y prejuicios.

La segunda revelación sobre sí misma que Nebrera dejó escapar con su ataque tiene peor arreglo. El modo más deseable de hacer oposición a la labor de un ministro es dirigir las invectivas contra sus decisiones o, cuando sus palabras lo merecen, contra el contenido de su discurso. Por el contrario, criticar la forma en que se expresa significa recurrir al pobre y desacreditado argumento ad hominem, (ad mulierem, en este caso). Además, al atacar su acento, es decir, el todo, y no una mala expresión concreta, deja a su adversaria la única opción del silencio: si alguien no sabe hablar, lo que debe hacer es callarse. La crítica se convierte así en censura, y revela un espíritu poco dialogante.

El hecho adquiere mayor relevancia por dirigirse esa censura contra una mujer, ya que su ineptitud para expresarse en público y la recomendación de guardar silencio es una de las constantes de la tradición machista, vinculadas a la reclusión de la mujer en el ámbito doméstico. Fray Luis de León lo explicaba con admirable claridad en La perfecta casada, aquel manual que del siglo XVI en adelante era costumbre regalar a las mujeres a punto de contraer matrimonio: «Como son los hombres para lo público, así las mujeres para el encerramiento; y como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, así de ellas el encerrarse y encubrirse (...) Así como la naturaleza hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca».

No me cabe duda de que si nadie ha explotado las connotaciones machistas subyacentes en el comentario sobre el modo de hablar de Magdalena Álvarez se debe solamente a que es también una mujer la dueña del error. Si lo hubiera dicho un hombre, le habría caído encima la guardia real del lenguaje políticamente correcto... Como si las mujeres no incurrieran en tópicos sexistas -a menudo de forma inconsciente- o no pudieran ser ellas mismas ejemplos acabados del machismo más sutil.

Todo, en fin, muy lamentable, porque si la ministra Álvarez tuviera una gestión mínimamente presentable para contrarrestar tan ramplonas críticas, las habría exhibido. Pero como eso es de todo punto imposible, ha seguido abundando en los rasgos de su idiolecto, sin reparar en el cuestionamiento a su autoridad -por andaluza o por mujer- implícito en la invectiva. Y encima lo ha hecho con una explicación absurda: «Cuido tanto hablar, que hablo peor, porque si hablara como siempre he hablado y no quisiera hablar despacito para no saltarme determinadas terminaciones, me costaría menos, porque pienso más rápido que estoy hablando y entonces se me va el hilo de la intervención».

Humildemente, interpreto el sentido oculto en el fárrago de su explicación de esta forma: corrige su dicción para adecuarla al español estándar, algo bastante habitual entre políticos, locutores o presentadores de televisión con rasgos dialectales marcados. El problema, según explica, es que la velocidad de su pensamiento es tan fulgurante que en el tiempo que se entretiene en pronunciar todas las eses y no apocopar, se le va la idea de la cabeza. Ante el riesgo de quedarse en blanco por decir «nada» en vez de «ná» -piénsese que dos sílabas tardan el doble en pronunciarse que una-, pues va abreviando las palabras a salto de mata, aleatoriamente, para que lleguen puntuales allí donde su especulación las está esperando... O algo así.

En realidad, la suya es la clásica dicción dialectal corregida, y éstas no presentan problemas de forma propios, sino los que les imprimen los hablantes fruto de su carácter. Lo insoportable de los modos de Magdalena Álvarez es la prepotencia que destilan, como matizó Montserrat Nebrera cuando se vio obligada a reconocer el error de atribuir a una comunidad lingüística un defecto individual.

Con todo, eso no es tan grave como su incapacidad para dar una respuesta a los damnificados de la gran nevada madrileña: era a ellos a los que debía una explicación sólida, pero prefirió entrar en el rifirrafe político y contestar a la petición de dimisión formulada por Rajoy. Su mensaje a los ciudadanos, encerrados en la ratonera de Barajas o las vías de acceso a Madrid, fue: estáis en un aprieto, pero yo no me siento responsable mientras no dimita Rajoy. Es el razonamiento de alguien que concibe la gestión pública como una pelea de gallos y no como un servicio a los ciudadanos. A ese tipo de ideas estúpidas les corresponde un lenguaje «feo e impreciso», como advirtió George Orwell en La política y la lengua inglesa.

O dicho de otro modo, el problema de Magdalena Álvarez es que ha de defender lo indefendible, que no es su dicción, sino su gestión y sus ideas.

Irene Lozano, escritora y Premio Espasa de Ensayo 2005.