¿Malestar del capitalismo?

La abundancia de discusiones sobre el futuro del capitalismo sugiere que, más allá de los altibajos de la coyuntura, algo no va bien. Quizá pueda una frase del socialista inglés R. H. Tawney venirnos en ayuda: “Las ambiciones económicas –decía Tawney– son buenas sirvientas, pero malas señoras”. Buenas sirvientas lo son, desde luego: ¡cuánto les debemos! Vivimos rodeados de objetos –desde nuestros calcetines hasta la bombilla eléctrica, de nuestro portátil hasta el WhatsApp– que deben su existencia a que alguien ambicionó hacerse rico con ellos. Pero hemos concedido a ese deseo una importancia excesiva, hasta elevarlo a la categoría de virtud, adornándolo a menudo con el nombre de espíritu de empresa. Esas ambiciones económicas, fruto de una codicia siempre presente, pero nunca como hoy considerada legítima, han resultado ser una mala señora que ha llevado a la economía de mercado a la crisis actual. La preocupación por la riqueza ha contagiado hasta a los menos materialistas: basta con darnos cuenta de que al denunciar la desigualdad como el mayor de los males cuando hay otros –la miseria moral, la desesperación o la soledad– no menos frecuentes y mucho peores, estamos concediendo a la riqueza más importancia de la que merece.

La patología no es incurable, y no requiere su curación matar al paciente, que es la economía de mercado. Pero tampoco bastan los remedios típicos de la ingeniería social: ni los incentivos, que no hacen sino comprar buenas conductas, ni la regulación, sobre todo cuando se está perdiendo el respeto a la ley. ¡Hay que implantar valores!, se dice. Claro que es cuestión de valores, pero estos, a diferencia de los marcapasos, no se implantan: nacemos con ellos, y es cosa nuestra cultivarlos. Eso sí, el entorno ayuda, y la misión de la buena política es precisamente crear un entorno propicio a su desarrollo, una tarea que nunca termina. La política económica, sirvienta de la buena política, puede contribuir eliminando los obstáculos que dificultan el acceso de todos a aquella suficiencia material necesaria para la eclosión de los valores: para pensar hay que comer, como se dice.

Así se enmarca el que es hoy nuestro problema económico central: ir transformando nuestra variedad de economía de mercado en una economía que dé trabajo a todos con unos sueldos que permitan el acceso a una vida decente. Así se plantea el problema; saber por dónde empezar, cómo y a qué ritmo proceder es lo que distingue la buena política económica. No pensemos que en nuestro país esa necesaria transformación del tejido productivo suponga un salto en el vacío, porque partes de ese tejido son ya sólidas. Sin ir más lejos, nuestros exportadores han mejorado sus posiciones durante la crisis sin necesidad de bajar los salarios; bastaría con que otras muchas empresas fueran siguiendo su ejemplo, y con que el Estado las ayudara, quizá dejando de ayudar a otras.

Todo eso llevará necesariamente mucho tiempo. ¿No perderá la gente la paciencia? Al contrario: la gente ya la ha perdido, no porque la situación de muchos sea incluso peor que hace unos años, sino porque el Gobierno que ahora termina no les ha ofrecido nunca un horizonte de esperanza, cuando es la esperanza, y no las ilusiones, lo que se necesita para vivir. Un programa verosímil, que no tarde mucho en traducirse en hechos, no en gestos, aunque sean de escaso alcance al principio, y en el que se note el firme compromiso de todos contribuirá a crear la esperanza que permita ir recorriendo el camino correcto, y esta vez el país sabrá a dónde va y por qué.

Los objetivos propuestos –menos paro y mejores salarios– no caben en el marco de una legislatura; puede que se tarde una generación en acercarnos a ellos, ya que, si bien los objetivos están bien definidos, el trayecto está lleno de obstáculos, algunos de ellos desconocidos, que habrá que abordar sin demasiadas ideas preconcebidas; a menudo habrá que experimentar, por mucho que la idea de experimentar sea puesta en ridículo por algunos. Tampoco caben en el programa de ninguno de los partidos, aunque todos contienen elementos que pueden acercarnos a ellos. Es, pues, una suerte que los resultados previsibles de las próximas elecciones obliguen al pacto. Ese pacto ha de comprometer a todos por mucho tiempo, tanto en el gobierno como en la oposición. Recordemos que en 1977 los pactos de la Moncloa hicieron posible anclarnos en el círculo de las economías modernas. Al anunciarlos, el vicepresidente Fuentes Quintana pronunció una frase que el actual presidente en funciones –que ha querido disimular su gestión política tras las mejoras de la coyuntura– hubiera debido recordar: “Las soluciones de los problemas económicos nunca son económicas, sino políticas”. Las circunstancias son hoy más propicias; el momento no es menos decisivo, porque esta crisis nos brinda la oportunidad de subir un peldaño en la escalera que nos lleve a una economía y a una sociedad más presentables.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *