Mali: ¿golpe contra Francia?

La caída del presidente Ibrahim Boubacar Keita (IBK) tras el golpe de estado en Mali plasma el fracaso de la estrategia securitaria internacional en el país. El descontento social ha aupado una toma de poder que agrava las múltiples crisis de este territorio clave para la UE en la contención del terrorismo y la migración. Aunque el cambio de régimen parece dejar a Francia y Occidente sin un aliado primordial en el Sahel, ¿amenaza realmente a sus intereses?

La población de Mali ha dicho basta. Harta del mal gobierno, la pobreza y la violencia que desangra al país estos últimos años, gran parte del pueblo maliense ha aplaudido el derrocamiento del presidente, Ibrahim Boubacar Keita (IBK), a manos de militares comandados por el coronel Assimi Goita. Miles de personas celebraron su partida tras meses reclamándola en manifestaciones masivas por todo Mali. El Movimiento 5 de junio, alianza heterodoxa de distintas sensibilidades políticas desde progresistas a conservadoras, canalizó la frustración social tras los resultados cuestionados de las elecciones legislativas de abril y abonó un clima que presagiaba un golpe de estado, en un país, desafortunadamente, demasiado acostumbrado al arbitraje político del ejército. Mandos amotinados detuvieron al presidente y le obligaron a dimitir. IBK cayó y con él, la sombra alargada de Francia, al menos a priori.

Percibido como títere de París, corrupto e incapaz de afrontar los desafíos mayúsculos que vive el territorio a nivel securitario, político, económico y social, el presidente depuesto encarnó la impotencia de un pueblo furioso por la continúa injerencia extranjera, el desmoronamiento de su Estado y la agravación de los ataques terroristas y los conflictos intercomunitarios. No hace tanto, en cambio, él mismo se ofreció como solución a algunos de estos problemas. En 2013 ganó las elecciones, avaladas internacionalmente, y culminó la transición política iniciada tras el anterior golpe que derrocó a Amadou Tamani Touré un año antes. Prometió desarrollo social y económico, la recuperación de la parte norte del país a manos de grupos armados y el fin de la violencia. Nada de eso sucedió, más bien empeoró. En 2018 venció de nuevo unas votaciones impugnadas por la oposición y su actual jefe, secuestrado en el norte, Soumaila Cissé, pero aceptadas por la ex metrópolis. Así, asumió su última oportunidad de reconstruir un Estado fracturado de facto, devorado por masacres interétnicas inconcebibles hasta entonces y convertido en laboratorio de pruebas de estrategias militares fallidas. No logró sus objetivos.

Mali sigue hoy a la cola de los países más vulnerables del planeta, con niveles de pobreza indecentes; las regiones septentrionales continúan escapando al control de Bamako y los grupos armados lejos de disolverse se reproducen. Un balance paupérrimo fruto de incapacidades, debilidades e ineptitudes externas y propias, como la de nombrar a un hijo fanfarrón presidente de la comisión de defensa de la Asamblea Nacional, ahondando en el nepotismo y la desconexión de las élites para con el sufrimiento de su pueblo. Decisiones incomprensibles que amagan apuestas políticas de mayor calado y controversia que, sin duda, han conducido a una crisis de legitimidad insostenible culminada con el golpe. Entre las más importantes, la presunta contribución a la militarización de milicias dogón, responsables del recrudecimiento de matanzas comunitarias; el intento de diálogo con grupos yihadistas como el Ansar Dine de Iyad Ag Aghali o el Frente de Liberación de Macina de Amadou Kouffa, visto con recelo por la población, o la propia firma de los Acuerdos de paz de Argel con insurrectos tuareg, que aceptaban la descentralización de la administración maliense cediendo parte de soberanía a elites norteñas. Poco –o nada- se ha hecho en relación a estos pactos firmados en 2015, pero la mera posibilidad de su aplicación ha crispado a poblaciones del sur, recelosas de lo que consideran una concesión inaceptable a favor de la partición de la República de Mali, y a las del norte, impacientes por el incumplimiento de los compromisos adquiridos.

Estos factores derivan de forma directa o indirecta del colonialismo pasado y el neocolonialismo vigente que, a lo largo del tiempo, han impuesto lógicas jacobinas del Estado; privilegiado comunidades ganaderas en detrimento de nómadas y pastorales; y, a día de hoy, impone perspectivas únicamente securitarias en la lucha antiterrorista, alienadas de voluntades de poblaciones autóctonas, que contribuyen a espirales de violencia de difícil solución. Con la guerra en Libia, alentada por el ex presidente francés Nicolas Sarkozy, empezó el desastre. Se desestabilizó el Sahel, se expandieron las armas y proliferaron grupos secesionistas y yihadistas escondidos en zonas de difícil acceso para Estados frágiles, aún intervenidos. Fue el inicio del desmoronamiento de Mali, vendido apenas a inicios de los 2000 como referente africano de estabilidad política y económica. Francia socorrió a su antigua colonia con la Operación Serval y frenó el avance yihadista hacia el sur. Ganó una batalla, pero no la guerra. Los grupos armados se resguardaron de nuevo en el Sáhara y desde allí siguen organizando sus ofensivas. Después llegó Barkhane y más recientemente, Takuba. Francia está firmemente asentada en el terreno con más de 5000 soldados, y no está sola.

Miles de efectivos de todas las potencias mundiales están desplegados en el país. Estados de la UE, entre ellos España, con 200 soldados, trabajan en misiones de entrenamiento militar; el G5 Sahel, organismo creado por la propia Francia, cuenta con alrededor de 3.000 unidades y Estado Unidos, del que se desconoce el número exacto, también interviene con amplia ayuda militar. Todos procuran mantener la paz, pero sobre todo custodian lo que queda del estado maliense y preservan intereses geoestratégicos y económicos ligados a la industria armamentística y de seguridad, la contención de la migración o la extracción de oro. Con toda la comunidad internacional asentada en el lugar, cuesta entender que mandos militares adiestrados por las propias fuerzas extranjeras hayan logrado tomar el poder sin que nadie lo previera. La implicación –o no- de una u otra potencia se dilucidará con el tiempo y, por ahora, sólo las propagandas de unas y otras apuntan a poderes ocultos como el de Rusia, ávido de consolidar su influencia en África. Lo cierto es, sin embargo, que en esta zona del mundo nada sucede sin la aprobación de Francia, por acción u omisión. Los lazos del Elíseo con sus ex colonias son demasiado estrechos y la Françafrique, lejos de estar en horas bajas, se mantiene en buena forma en este lugar del mundo.

La retórica antifrancesa, pues, puede servir de catalizador de una sociedad civil desilusionada contra un líder amortizado, pero París conoce bien cómo mover los hilos para salvaguardar sus haciendas. De hecho, ya prepararía una candidatura oficiosa para unas futuras hipotéticas elecciones y Soumeylou Boubèye Maïga, antiguo primer ministro de IBK, tendría números de encabezarla. Mientras la calle grita contra Barkhane, la nueva Junta militar se ha apresurado en mantener los convenios internacionales, aceptando la presencia militar extranjera -también la francesa-, consciente de su necesidad. Las nuevas autoridades dicen rechazar a la clase política, envejecida y clientelar, y reclaman tiempo para organizar elecciones huyendo del “fetichismo electoral”, con el temor de que la celebración rápida de votaciones pudiera reforzar la intromisión foránea para imponer liderazgos locales ya consolidados. Pero nadie lo acepta, ni la Comunidad de Estados de África Occidental (CEDEAO), percibida más como club de dirigentes temerosos de perder el poder que como organismo garante de la democracia, que ha impuesto sanciones para instar a una transición civil; ni tampoco el cabecilla de las movilizaciones previas al golpe, el influyente imán, Mahmoud Dicko, que desde sus soflamas nacionalistas y antifrancesas, clama por un proceso que cuente con la sociedad civil pero también con las propias élites de las que reniega pero forma parte.

El golpe de estado, por tanto, más que un cambio real parece un intento desesperado de suplantar a un poder local difuso sirviéndose de un sentimiento antifrancés, cocido a fuego lento y con motivos en la aridez del Sahel. Un cambio de caras gatopardiano que, lejos de amenazar la autoridad real extranjera, más observada como parte del problema que de la solución, corre el riesgo de consolidarla y amenaza a toda una región sometida desde hace demasiado tiempo a todo tipo de violencia.

Oriol Puig Cepero, investigador, CIDOB.

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