Malos presagios

La pendiente autoritaria por la que están deslizándose los Gobiernos de algunos de los países más poderosos del mundo ha vuelto a poner sobre la mesa el viejo problema de la compatibilidad, o la incompatibilidad, entre la libertad y el conocimiento de la verdad. Por descontado, el debate político se refiere a los cursos de acción ante hechos contrastados. Manipular estos hechos, falseándolos o negándolos, constituye un atentado contra la democracia, porque los cursos de acción que se puedan decidir a partir de la regla de las mayorías y las minorías solo reflejarán el interés último, y normalmente espurio, de quien haya falseado previamente las premisas. Por otra parte, la estrategia liberticida que se esconde detrás de la manipulación de los hechos es concomitante con la de la manipulación del lenguaje, y de ello también ofrece suficientes ejemplos la realidad de nuestros días. Solo que la manipulación del lenguaje no se corresponde exclusivamente con la mentira, como tantas veces se repite, sino que puede operar, y de hecho opera, en dos direcciones diferentes. Una cuando se difumina deliberadamente el significado de las palabras a fin de que puedan decir una cosa y la contraria, dependiendo de quién las utilice, y otra cuando, proclamando una decidida voluntad de recuperar su verdadero significado, o, en fin, de llamar a las cosas por su nombre, se introducen en el espacio público términos que, por estar marcados negativamente, acaban por marcar también a los individuos o los grupos a los que se aplica. El fenómeno de la corrección política ha alcanzado, sin duda, extremos de ridiculez. Pero la alternativa que se ha impuesto en estos tiempos cargados de malos presagios, la alternativa de hablar sin complejos, confunde con simples eufemismos el recurso a giros o expresiones que responden a la obligación, irrenunciable en democracia, de construir un espacio público depurado de términos que humillen o descalifiquen de entrada a nadie que desee participar en él.

La importancia de reflexionar sobre el lenguaje fue advertida por escritores que, como Victor Klemperer o George Orwell, se vieron envueltos en trágicas circunstancias. De nada serviría repetir ahora lo que ellos dijeron entonces, puesto que sus argumentos conservan intacta una turbadora vigencia. Pero la reflexión sobre el lenguaje puede ir más allá de la relación entre los programas políticos liberticidas y la manipulación de las palabras, intentando descifrar qué presupuestos filosóficos la hacen posible y a través de qué inexorables caminos la falsedad antecede siempre a la catástrofe. Han sido numerosas las ocasiones en las que, a la vista de la realidad contemporánea, me he visto atrapado en una contradicción entre la tradición de pensamiento de la que me sentí próximo, y las soluciones que, discutibles o acertadas, he ido entreviendo a medida que pasaban los años. Se puede decir que comencé como aristotélico lo que creí acabar como platónico, tan solo para descubrir más tarde que el pensamiento de Sócrates se puede interpretar como una variante de la filosofía de los sofistas: precisamente la variante que abriría las puertas a su disolución. Comprendí así que el interés de los sofistas por el lenguaje y por las instituciones son dos caras de la misma moneda: el lenguaje es la más radical de las convenciones, y las instituciones, el recinto donde esas convenciones se “realizan” en cuanto determinan un curso de acción.

Las postrimerías del siglo XX asistieron al renacer de lo que Pierre Rosanvallon ha denominado las ciencias de la diferencia, esto es, saberes que buscan proporcionar un fundamento natural a la desigualdad. Desde el momento en que las teorías racistas quedan desprestigiadas al ser importadas por las doctrinas políticas totalitarias desde el África colonial a la Europa de la preguerra, las ciencias de la diferencia se vieron obligadas a cambiar de objeto de estudio, abandonando la raza en favor de la cultura o la civilización. Pero solo para mantener intacta la estructura y el potencial discriminatorio de sus argumentos. El fenómeno me había llamado la atención mientras redactaba los ensayos recogidos en Contra la historia, al descubrir que los argumentos teológicos cruzados en la Controversia de Valladolid de 1550 para decidir acerca de la naturaleza humana de los indios eran los mismos, exactamente los mismos, que los argumentos científicos considerados en la Conferencia de Berlín de 1885 para proceder al reparto de África. Entonces no podía imaginar que volvería a encontrármelos, y menos aún que lo haría, no a causa de un interés por la historia de las ideas, sino de la condición de ciudadano cada vez más desesperanzado.

Suministrados ahora por una sociología de ocasión que a veces se disfraza de islamología, esos argumentos servían en su nueva versión para especular acerca de la integración en las sociedades democráticas, no solo de los extranjeros procedentes de otras culturas o civilizaciones, sino de los denominados “inmigrantes de segunda o tercera generación”. Como en el caso de los conversos de la España inquisitorial o los emancipados de las colonias, los inmigrantes de segunda o tercera generación son ciudadanos —esto es, miembros de pleno derecho de una comunidad política— a los que se señala en virtud de un hecho remoto del que ellos no participaron. En virtud de ese hecho, se califica como inmigrantes de segunda o tercera generación a quienes, en realidad, nunca inmigraron, lo mismo que se tenía por conversos a los descendientes de quienes se convirtieron, y por emancipados, no ya a quienes consiguieron liberarse de la esclavitud, sino a todos sus descendientes, sin limitación de grado. Para todos ellos, el efecto de cambiar el objeto de las ciencias de la diferencia, manteniendo los argumentos, se tradujo en una derogación del principio de igualdad al comienzo limitado, solo para unos individuos y solo en relación con algunas libertades y derechos, pero que con el paso del tiempo fue provocando una regresión feudal del principio mismo: todos los hombres son iguales ante la ley, sí, pero cada cual ante la suya. A esta regresión responden las actuales leyes de extranjería, cuyos auténticos antecedentes jurídicos se encuentran en la siniestra tradición de leyes personales —pragmáticas contra conversos o moriscos, decretos para indígenas o nativos, disposiciones administrativas sobre judíos o gitanos— que a lo largo de la historia han dado cobertura a la discriminación y han servido de preámbulo al confinamiento, la expulsión o, incluso, el exterminio.

Cuando ahora se sostiene que la inmigración puede acabar destruyendo la democracia en Europa lo que se debería querer decir, pero lamentablemente no se dice, es que endurecer las leyes de extranjería bajo la presión de las fuerzas xenófobas solo conseguirá ahondar en la destrucción de aquello que se quería proteger.

José María Ridao es escritor.

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