El último gran biógrafo de Hitler, el profesor Ian Kershaw, acaba de publicar un nuevo libro con el sugestivo título de Fateful Choices: Ten Decisions that Changed the World 1940-41. Y a tal señor, tal honor porque The Guardian encargó el pasado fin de semana la crítica de la obra a otro de los grandes historiadores británicos contemporáneos, el brillante investigador de la guerra civil española Anthony Beevor.
La primera de esas Elecciones Decisivas, la primera de esas Diez Decisiones que Cambiaron el Mundo durante el bienio inicial de la segunda gran guerra fue, naturalmente, la adoptada por Winston Churchill en la angustiosa primavera del 40 cuando, pese al desmoronamiento de Francia, eludió la última trampa de los apaciguadores y rehusó emprender a través de la embajada italiana en Londres lo que él mismo llamaba the slippery slope of negotiations con la Alemania nazi. Aunque la expresión slippery slope se utiliza para definir toda añagaza retórica que conduce, de falsedad en falsedad, al abismo de los sofistas, su traducción literal es todavía más relevante en este caso, porque cuando Churchill hablaba de la «pendiente deslizante de las negociaciones» quería decir, según Beevor, que «el mero hecho de preguntar por las condiciones, podría erosionar cualquier intento de combatir (a Hitler, su Wermacht y su Luftwaffe) si los términos fueran inaceptables».
¿Puede describirse con más exactitud la esencia del grave error que Zapatero ha venido cometiendo desde que hace cuatro años inició su baile clandestino con los lobos de ETA y Batasuna? Hasta el más novato de los dependientes se habría dado cuenta de que había entrado en esa tienda tan ansioso de comprar la mercancía, que no había por qué ofrecerle ninguna rebaja en el precio. Si finalmente resultaba que no tenía dinero ni crédito para pagar más que unas cuantas fruslerías, tampoco importaba demasiado: la mera presencia prolongada de un cliente tan distinguido en su interior, prestigiaba al establecimiento ante los ojos de los viandantes.
Nadie discute que Zapatero tuviera, como él mismo subraya ahora, «el derecho y el deber de intentarlo». Lo que los electores deberán valorar muy pronto es si ha actuado con destreza, inteligencia y ponderación a la hora de relacionar el coste y la oportunidad o si, por el contrario, se ha comportado de forma atolondrada, caprichosa e inconsistente, embarcando a la Nación en un viaje indeseable a bordo de un buque repelente que, desde el primer momento, sólo podía encallar como lo ha hecho.
Aunque la doblez que implica haber alentado las reuniones de Eguiguren con Otegi, mientras promovía el Pacto Antiterrorista que implícitamente las prohibía y expresamente obligaba a haber dado cuenta de ellas al PP, abre graves interrogantes sobre la credibilidad y el valor de la palabra dada del presidente, no es en el plano moral -¡qué poco esperamos ya de los políticos!-, sino en el de la simple eficiencia en la gestión de un problema, en el que merece la pena realizar el examen y colocar el énfasis. Entre otras razones porque el juicio moral es necesariamente subjetivo, implica siempre un proceso de intenciones y en consecuencia ofrece también un amplio margen para escabullirse y derivar el debate por la senda del victimismo, tal y como el presidente hizo una y otra vez durante la entrevista televisiva del jueves.
No pido a nadie que comparta un acto de fe, sino un mero ejercicio de simulación lógica, tomando como punto de partida que todas esas citas secretas anteriores a la tregua no implicaban ni negociaciones, ni conversaciones, ni tan siquiera diálogo con el brazo político de ETA, sino tan sólo la construcción de «una expectativa» como eufemísticamente dijo el presidente. Es decir que, aunque a juzgar por los signos externos pudiera parecer que él y su partido estaban engañando a sus socios del PP, y por ende a todos los españoles, en su fuero interno él actuaba convencido de que no lo hacía porque creía que una cosa era compatible con la otra.
Demos también por hecho -y esto yo lo asumo personalmente- que, al salir con tanta avidez al encuentro del proceso puesto en marcha por Batasuna en Anoeta, el presidente no tuviera en su ánimo ni la destrucción de la España constitucional, ni la transgresión de ninguna norma legal, ni la aceptación de ninguna condición inasumible, sino simple y llanamente la búsqueda del final de la violencia mediante un proceso de diálogo, caracterizado por la audacia de los gestos, cuya recompensa sería la gloria de ese arco triunfal con el que sueña todo dirigente político.
Y establezcamos como tercera premisa que el presidente creía a pies juntillas que, tal y como se cansó de repetir privadamente durante los catorce meses que mediaron entre la carta de Otegi -14 de enero de 2005- y la declaración de alto el fuego de ETA -22 de marzo de 2006-, los terroristas habían tomado la decisión irreversible de decir adiós a las armas para integrarse en la vida política y que la oportunidad a punto de abrirse sólo implicaba enmascarar bajo la apariencia de negociación un ordenado proceso de rendición.
Sentadas estas bases, será muy fácil comprobar que no es preciso llamarle traidor -con la desagradable espiral de réplicas y contrarréplicas que ello siempre implica- para encontrarle francamente incompetente y merecedor de un severo castigo democrático.
No voy a repetir ni el vademécum de su voluntarismo -desde el pronóstico de que después de Anoeta no volvería a escucharse ningún Gora ETA en un mitin, hasta la caracterización de De Juana como alguien «favorable al proceso de paz»- ni los antecedentes históricos -desde Príamo, rey de Troya, a los presidentes que se enfangaron en Vietnam, pasando por Moctezuma- de su contumacia en el autoengaño. No es la hora del ensañamiento. Pero como atento testigo de lo sucedido tampoco puedo aceptar impasible la reescritura esbozada el jueves por el presidente de unos hechos históricos tan recientes.
En lugar de admitir con naturalidad que su información era mala, que la había evaluado erróneamente y que se había equivocado al dar pasos basados en premisas falsas, Zapatero enganchó su soberbia y su mala conciencia al carruaje de la desfiguración de lo acontecido. ¿Cuál había sido su motivación? Que «si había una mínima oportunidad», merecía la pena apostar por ella. ¿Cuál la explicación de su conducta? Que «teníamos que aproximarnos para intentar verificar si ETA tenía o no una voluntad clara» de dejar las armas. ¿Cuál su mensaje a los españoles? Que «podíamos estar mejor dentro de un año». ¿Cuál el motivo de la ruptura de la tregua? Que «ETA pretendió dialogar de política y de política sólo se habla en las instituciones».
O sea que se habría tratado de un proceso de paz por si acaso, no fuera a ser que ETA hubiera modificado sus postulados, premisas y modus operandi de siempre y los españoles no nos hubiéramos enterado. Zapatero se transfiguraba así en una especie de inocente burro flautista que, fiel al más natural y loable de los instintos, habría soplado sobre el instrumento que le salía al paso, dando pie a esa remota hipótesis aleatoria de que la música sonara por casualidad. Pretende que olvidemos, claro está, que él nunca presentó lo que se iniciaba como una «mínima oportunidad», sino como la madre de todas las ocasiones, siempre a juego con su adanismo político, también conocido como «síndrome del primer hombre sobre la Tierra». Pretende que olvidemos que no se limitó a «aproximarse para intentar verificar», sino que -incumpliendo sus propias reglas del juego- dio por verificado un alto el fuego plagado ya de actos de extorsión y terrorismo callejero e incluso trató de premiar a sus protagonistas proclamando un imaginario «derecho a decidir de los vascos» que inmediatamente fue motivo de mofa y befa en el campo abertzale por tener que ejercerse «dentro de la Constitución». Pretende que nos olvidemos de que lo que, enfáticamente, pronunció la víspera del mortal atentado de la T-4 no fue una conjetura, sino una aseveración categórica: «Dentro de un año estaremos mejor que ahora». Y pretende que nos olvidemos de que con su autorización expresa el Partido Socialista de Euskadi ha mantenido decenas de encuentros con Batasuna y el PNV, encaminados a crear la llamada Mesa de Partidos, en la que se debatiría la creación de un nuevo marco jurídico para las comunidades vasca y navarra, no dentro, sino fuera de las instituciones.
No estamos solamente ante un maquillaje narrativo, encaminado a adecentar la desarbolada postura en que ha quedado nuestro burlador burlado, sino ante una apelación a la amnesia colectiva para alterar la sustancia del negocio fallido, trastocando la propia burla en inocua participación en una lotería que, como naturalmente nunca toca, sólo concluye con la apacible ruptura de los décimos no premiados y el conformista aparcamiento de la ilusión hasta el año próximo.
Pero lo que ha sucedido no es eso. No hemos visto una faena de aliño como las que a ningún aficionado sorprendía que emprendiera Curro Romero -a quien tuve el placer de saludar la otra noche en la entrega del premio Paquiro- el 95% de las veces en las que no se producía la conjunción astral que encendía las fuentes luminosas del milagro, sino una pretenciosa irrupción en el ruedo, al modo de aquel otro heterodoxo maestro que reclamaba toda la gloria para sí y ofrecía un extenso repertorio de modalides del salto de la rana que, a la vez que mantenían en ascuas al personal, vulneraban todos los cánones seculares de la lidia. Y encima a la hora de la verdad, pinchazo en hueso tras pinchazo en hueso, han sonado los tres avisos y lo que queda es un morlaco resabiado, más peligroso que nunca. Si la sombra de la muerte no planeara sobre la plaza, podríamos decir que el arrogante innovador no pasó de bombero torero.
Zapatero creyó que le aguardaba la puerta grande de la Historia y que ni siquiera necesitaba que el PP le cubriera las espaldas, saliendo al quite en los momentos peligrosos. No es cierto que «desde el primer día» Rajoy «escogiera la política antiterrorista» como asunto sobre el que hacer oposición porque él mantuvo el Pacto y apoyó el diálogo con ETA hasta que el presidente prefirió humillarle y ponérselo imposible con el intempestivo anuncio de la reunión pública y formal con Batasuna, al finalizar el último debate sobre el estado de la Nación.
Fue la primera baza de un póquer de grandes concesiones políticas a ETA y, por lo tanto, el primer resbalón grave en esa «pendiente deslizante de las negociaciones» que, inexorablemente, debilita a quien la transita. Luego vinieron las rebajas de la Fiscalía en casi todos los sumarios abiertos por terrorismo, la excarcelación de De Juana y la manga ancha ante la mitad de las listas de ANV, con la resolución del Parlamento instando al diálogo con la banda como telón de fondo. Pero, más allá de todos estos hitos y referencias concretas, fue el conjunto del itinerario, el largo tobogán por el que fue deslizándose el prestigio del Estado, el que, en función del más lamentable ejemplo de aplicación del Teorema de Arquímedes y el principio de los vasos comunicantes, provocó un alza constante y paulatina de la cotización de ETA en la bolsa de la opinión pública.
Ése es el enorme lastre que queda tras la aventura. Ahora toca volver a convencer a los ciudadanos vascos, al resto de los españoles, a las cancillerías extranjeras y a los medios informativos internacionales que los mismos personajes a los que se mimaba entre algodones como émulos de los protagonistas de los acuerdos de Stormont, vuelven a ser los enloquecidos criminales de antaño a los que no se debía hacer la menor concesión ni siquiera de carácter léxico.
Cuestión aparte son las ventajas operativas que durante este paréntesis haya podido adquirir la banda. Doy por hecho que un perro viejo como Rubalcaba también se habrá preparado para las peores eventualidades y tendrá un buen repertorio de platos precocinados en la despensa, al estilo de las últimas detenciones. Del balance que vaya arrojando el toma y daca entre la previsible nueva escalada terrorista y los éxitos policiales -la «espiral acción-reacción» del apolillado prontuario marxista con la que amenazó anteayer Barrena- dependerá en buena medida que la ciudadanía pase o no factura a Zapatero por sus graves errores. Y muy seguro debe de estar el presidente de sus propias fuerzas a la hora de combatir a ETA con «la misma firmeza y los mismos principios» con que trató de pactar con ella, cuando se permite el lujo de arremeter contra el PP justo en el momento en que más lo necesita.
Los ataques reiterados a Rajoy y sobre todo la rotunda apuesta por el fracaso de la reunión de mañana -«Anticipo que el PP va a hacer oposición con el terrorismo hasta el último día»- producen más estupor que otra cosa. Es como si un anfitrión recibiera a sus invitados tirándoles los muebles desde la ventana para impedirles el acceso a la vivienda. ¿No sería más cómodo y sencillo cancelar la cita? La única explicación, que permitiría atisbar algún tenue rayo de esperanza, es la de que Zapatero haya puesto de forma deliberada tan alto el listón, caracterizando falazmente a Rajoy como una especie de señor No, para hacerle mañana una oferta que le sea imposible rehusar. No se trata de que el líder del PSOE se autoflagele en público, pero tampoco basta la grandilocuencia con la que ante el Comité Federal del PSOE eludió ayer la autocrítica. Se trata de que se comprometa a dar algún paso más estructural y consistente -tal vez una nueva resolución parlamentaria que enderece todo lo que torció la anterior, tal vez la decisión de iniciar la ilegalización de ANV- en la misma buena dirección de los encarcelamientos de De Juana y Otegi. Si así fuera, ¿por qué no ampliar el Pacto Antiterrorista al PNV de Imaz, felizmente recuperado para la causa de la firmeza democrática, y a otros grupos dispuestos a reeditar aquellas mesas de Ajuria Enea y de Madrid que marcaron líneas muy claras sobre el terreno?
Tal vez sea ahora yo el contagiado por el mismo voluntarismo que tanto critico en el presidente, pero desgraciadamente se avecinan tiempos en los que puede quedar muy poco margen para remilgos del estilo de si tú dijiste esto de mí y si tú me contestaste esto otro. Cuando se aproxima el 30 aniversario de las primeras elecciones fruto del consenso predemocrático y cuando todos los obituarios acaban de rendir tributo a Fuentes Quintana como artífice de los Pactos de la Moncloa, Zapatero y Rajoy no deberían poder permitirse el lujo de pasar a la Historia como los únicos líderes de la España constitucional que no fueron capaces de llegar a un acuerdo, ni siquiera para arrebatar a ETA la espantosa ventaja competitiva de escoger a sus nuevas víctimas entre las filas de una sociedad dividida.
Uno y otro tendrían que reflexionar sobre el atroz escenario de contemplar a los ultras de cada bando utilizando como ariete dialéctico el primer cadáver que ETA ponga sobre la mesa. Eso no debe suceder entre nosotros. Si mañana no hay acuerdo, ya no podrá haberlo nunca. Al menos entre estos dos interlocutores, pues uno de ellos quedará destruido en unas elecciones, inevitablemente dramáticas, que más valdría celebrar cuanto antes. Ésa es por cierto la trastienda de esta encrucijada. ¿Qué creen ustedes que elegiría Mariano Rajoy Brey si a lo largo del día de hoy llegara a la conclusión de que tiene que optar entre contribuir a fortalecer el Estado democrático aun a costa de perjudicar sus posibilidades electorales o mejorar sus posibilidades electorales aun a costa de debilitar el Estado democrático? ¿Y José Luis Rodríguez Zapatero?
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.