Mandela o la apropiación indebida

¡Vaya espectáculo para estómagos fuertes! Los poderosos del mundo repartiendo rosas verbales sobre el cadáver y la historia de un hombre que representaba todo lo contrario de lo que ellos piensan, cumplen y ejecutan. A eso se denomina permitir que el perro orine sobre la tumba del héroe. Un ejercicio de larga tradición en el mundo político, que no tendría nada que envidiar a una reunión de banqueros felicitando al hombre que ellos arruinaron y ayudaron a morir. Restos para los carniceros de Estado. Implacables personajes que por un momento tienen su instante de gloria, el único quizá para explayarse sobre cómo adoraban al fiambre y cuánto aprendieron de él. Los muertos, sean poetas o políticos, dan mucho de sí. ¡Vaya espectáculo para estómagos fuertes! Hasta el traductor de signos para sordomudos era un impostor.

Llevamos una semana escuchando y leyendo las cosas más inauditas sobre un tipo que debía el nombre de Nelson a su maestro de escuela y que tomó el Mandela de los xhosa en su condición de hijo de jefe de tribu. Desde que lo circuncidaron no hizo otra cosa que luchar contra el mismo régimen que todos los antecesores de los líderes reunidos en su funeral consideraban un regalo de Jehová que les consentía una vida plácida y unos negocios suculentos en el país más grande, rico y prometedor de África; con cinco millones de blancos, por entonces, y 35 millones de siervos.

Fue el sábado cuando Mariano Rajoy publicó en Abc un artículo inolvidable tratándose de un hombre incapaz de escribir una cuartilla: “Ayer entró un gigante en la Historia. Cuando en tantas ocasiones parecemos huérfanos de referentes, repasar la biografía de Nelson Mandela es una fuente de inspiración por el poderoso mensaje de su ejemplo”. Inaudito. Lo titularon “46664”, así de escueto, como el número que sustituyó el nombre de Mandela durante los años que vivió en el penal de la isla de Robben. No estuvo corto tampoco Juan Luis Cebrián, que dejó perplejo al personal con una cita del muerto que venía a su persona como a un Cristo dos pistolas: “Una prensa crítica e independiente es la sangre de la democracia”. ¡Decir esto después de tanta sangre derramada!

Me conmovió casi tanto como el brillante orador Barack Obama apelando a los demás a “tolerar la disidencia en vuestros países”. ¿Lo diría por Edward Snowden, por Guantánamo, por Iraq, por Afganistán? ¿Desde hace cuántas décadas el viejo Imperio ha dejado ser lo que decía ser? Recuerdo a los olvidadizos que no fue hasta el 2008 que el Congreso Nacional Africano y Nelson Mandela fueron retirados de la lista de terroristas y comunistas a los que se les prohibía la entrada en EE.UU., y los obligaba a trámites tan engorrosos como el tan pocas veces contado del ministro de Cultura español, Jorge Semprún, cuando necesitó un pase especial, por su antigua militancia comunista.

Y qué decir del encuentro, más preparado que una aparición de Laurent Bacall, entre Obama y Raúl Castro, el garante de que el búnker cubano de una antigua revolución quiera morir habiéndose garantizado una vejez sin sobresaltos ante un pueblo esquilmado. ¡Otra escena para estómagos resistentes! Cuando en 1962 el Congreso Nacional Africano decide optar por la lucha armada, Sudáfrica está ardiendo en una pelea que la izquierda tiene perdida de antemano, pero a la que va como única salida. Llevaban casi 50 años de protesta pacífica frente al régimen del apartheid, pero la matanza de Sharpeville, donde la policía sudafricana liquidó a 69 manifestantes pacíficos, los convence de que no hay otra opción que la violencia. Empieza la lucha armada con víctimas y la detención de Mandela y otros muchos.

Mandela no se hizo abogado hasta que estuvo a punto de salir de la cárcel. Se había graduado en letras, pero en una situación política como aquella no hay opción entre recitar a John Milton y William Blake o aprenderse las leyes, y empezó derecho, del que no se graduaría hasta vísperas de su salida de prisión. Pero merece la pena leer su alegato de casi cuatro horas en el famosísimo juicio de Rivonia, el 20 de abril de 1964, que lo condenará a cadena perpetua. Ahí está todo. El hombre sensible, el político que explica que el CNA no es un grupo de negros, sino de todas las razas y ciudadanos de la sociedad sudafricana.

Un puñado de blancos radicales se convirtieron en dirigentes fundamentales desde que Mandela entró en el penal de la isla de Robben, y en especial Joe Slovo, un judío lituano, secretario general del Partido Comunista de Sudáfrica. Porque el CNA formaba parte del Movimiento Comunista internacional; no tenía otros apoyos que la Unión Soviética y cuando aquel régimen se desmorona solamente les quedan, a finales de los ochenta, tres países hoy innombrables: Libia (la de Gadafi), Irán (ya sin sha de Persia) y Cuba, con Fidel exultante. Lo explicó el propio Mandela. Recuerdo perfectamente las invitaciones vip de los periodistas y directores de diarios españoles, con Franco muerto y henchidos de sentido de la libertad y la democracia, cómo visitaban Sudáfrica –gastos pagados– y explicaban al mundo hispano que el apartheid era la primera y única democracia africana. Algo muy similar a lo que ocurriría con Israel, su socio preferido. Sudáfrica e Israel firmaron los acuerdos más tenebrosos de ayuda mutua y especialización en torturas a detenidos. Eran expertos y trabajaron juntos. Dos regímenes orgullosos de sus racismos.

Hay un libro muy interesante sobre Mandela que publicó hace un par de años Plataforma Editorial. Aunque poco asequible al lector indolente, ahí está la trayectoria intelectual del líder. Lo titularon Mandela por sí mismo y concentra sus declaraciones personales y políticas antes y después de llegar a presidente; lo asume todo. Su infancia, la adolescencia, las peleas internas, su vida personal, y sobre todo ese momento crucial, en general olvidado por los adulones al uso, que resulta de la oferta que le hace el afrikáner Botha: la libertad a cambio de una renuncia expresa a la lucha armada. Fue en 1985. Dijo que no. Y aguantó hasta el 11 de febrero de 1990. 27 años de cárcel y siete meses. No sé por qué quitan los siete meses en los relatos. Siete meses de cárcel es una vida. “Antes de ir a la cárcel, yo era muy arrogante”, escribió en un texto precioso, inaudito en un dirigente político.

No era nueva su idea porque ya la había expresado en el juicio de Rivonia que lo condenó de por vida: “Yo siempre me he considerado un patriota africano”. Lo que quería decir: negros, blancos, mulatos y esa emigración tan importante en el mundo sudafricano desde su nacimiento como Estado. Cuando salió de la cárcel en 1990 ya estaba muy bien informado de una evidencia: no había más opción exitosa que adaptar el CNA, nacido en la lucha, a una obra de gobierno integradora. O se sumaba o no había futuro. Eso que un par de bisoños, paletos de la política, que entonces eran conocidos como Arturo Mas y Paquitu Homs consideran su mantra: los negros de Catalunya no pueden tener los mismos derechos que los blancos, a menos que acepten las reglas impuestas por los blancos.

Tenía claro lo que había que hacer y autoridad ética para llevarlo a cabo. Son dos condiciones imprescindibles. Cuentan los suyos que uno de los momentos más humillantes de Mandela sucedió durante la ceremonia del premio Nobel de la Paz con el viejo racista y despreciable personaje que fue el presidente afrikáner De Klerk. (Tú no puedes inventarte los interlocutores que te impone el enemigo). Como es sabido, Sudáfrica tenía dos himnos, el blanco afrikáner y el del arco iris, Nkosi Sikelel’ iAfrica. Mientras escuchaban el del nuevo régimen, De Klerk y señora se pusieron a conversar; no iba con ellos. Digan lo que digan los fantoches que se han aprovechado de la muerte de Mandela para iluminar sus discursos vacíos, detrás de su figura había algo que lo hacía diferente; amén del talento, la decencia.

Gregorio Morán

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