Maneras de ganar, maneras de perder

Ahí va una predicción con número y plazo que no requiere poca ciencia política: este año habrá menos manifestantes en la Diada. Otra más: no faltarán quienes sostengan que la explicación radica en la política del Gobierno, en el diálogo, la concordia, el apaciguamiento, etc. Una última: unos pocos concluirán que la disminución de la tensión es la demostración definitiva de que el conflicto está en vías de solución. Sencillamente, no habrá otro otoño como el del 2017. QED: el constitucionalismo habría triunfado. Con esos materiales se está gestando el nuevo relato sobre Cataluña, según el cual hay que cambiar la ley hasta que el delito deje de serlo y premiar al delincuente para que no se salte la ley. Un relato tan mentiroso como psicológicamente eficaz, que es mucha la necesidad que tenemos de omitirnos los problemas que nos emplazan.

Maneras de ganar, maneras de perderPocos discutirán la primera observación, que el nacionalismo está menos movilizado. Otra cosa es su significado. Los hechos desnudos son mudos. Necesitan una trama para hacerse inteligibles. La falta de tensión se puede entender no solo como prueba de la derrota del nacionalismo, también como lo contrario. Al fin y al cabo, para los secesionistas la tensión no es un fin, sino el medio. La paz social no siempre es buena señal. En la Sicilia señoreada por la Mafia las calles estaban tranquilas. También allí donde el terrorismo se impone. El miedo remansa. No es nuevo. Durante muchos años el nacionalismo blasonaba de que no había problemas con la lengua en Cataluña: nadie se quejaba. La demostración se remataba con el más cínico de los argumentos, con el que se acallaban las discrepancias en tono admonitorio: «Están politizando la lengua, crean un problema donde no lo hay». Sopesen la desvergüenza: primero se programa una activa política lingüística de erradicación de español, política por definición, y que incluía penalizaciones a comercios y exclusión sistemática en los servicios públicos; y, después, a quien recordaba eso mismo, que existía una politización de la lengua, escasamente compatible con los derechos, se le descalificaba por «politizar la lengua». Como acusar de violador a quien denuncia una violación. Pero la estrategia funcionó. Vaya si funcionó: el PSC compró la mentira y pasó de señalado a señalar.

No olvidemos la enseñanza general de estas historias. Cuando rige el poder despótico, que no respeta la ley, no hay violencia explícita. Basta con la implícita, con que todos sepan que, cuando quiera el déspota, se impondrá el silencio. No olvidemos el axioma fundamental del terrorismo: si la pedagogía de los asesinatos funciona, los muertos son prescindibles. En tales casos la paz solo confirma la existencia de miedo, desánimo, resignación. Y la incomparecencia -o huida- de los discrepantes: la teoría social lo ha mostrado mil veces, nadie se rebela si no hay esperanza. En Cataluña muchos han perdido la esperanza. También en el imperio de la ley. Así que seamos prudentes a la hora de interpretar la paz social.

El segundo mimbre del relato, la atribución de los méritos al diálogo, también tiene un precedente: el final de ETA presentado por Zapatero como resultado del diálogo. Su mensaje más repetido -ahí está Google- ha sido inequívoco: «El final de ETA fue político». Esto es, de su gestión política. Si se trata de coincidencia temporal, sin duda. Pero eso nada tiene que ver con las relaciones de causalidad. El mundial de fútbol también fue en tiempos de Zapatero, pero el gol lo metió Iniesta. No cuesta reconocer una variante de la falacia post hoc ergo propter hoc, que podríamos llamar la falacia del gol decisivo: el último gol que se califica como decisivo, olvidando que lo es porque había otros anteriores. Todos igualmente decisivos.

La victoria de Zapatero sobre ETA también nos recordó algo: la injusta atribución de méritos políticos en los sistemas democráticos. Sucede sobre todo ante los retos importantes, aquellos que comprometen la continuidad de las comunidades políticas: pensiones, deuda, cambio climático, reconversiones económicas, educación, salud pública. La solución a tales problemas lleva su tiempo. Aún peor, casi siempre requiere atravesar el desierto en aras de una meta incierta sin plazos precisos y que acaso beneficiará a generaciones que todavía no votan. Frente a estos retos, la democracia, sometida al ciclo electoral, no está bien pertrechada: las elecciones llegan antes que los resultados, en los años del desierto. En esas condiciones, cuando secesionistas o terroristas violentan el orden civil, no es fácil que prosperen los axiomas de la política más digna: que la democracia atiende a razones, nunca a amenazas, y que el delito se castiga, no se retribuye. Los ciudadanos han de estar dispuestos a soportar penitencias sin premios evidentes y a premiar a políticos en tiempos turbulentos. A veces pasa, pero pasa poco. Los votantes prefieren antes al zascandil trilero que al adulto que lo emplaza a aguantar el pulso ante las tormentas y la barbarie. Recuerden los aplausos al infame -y arrogante- «dialoguen» de Gemma Nierga después del asesinato de Ernest Lluch. Pues eso: quien cosecha no es quien siembra. Así que cuidado con la atribución de los méritos.

Pero vamos a la tercera tesis, la fundamental: la derrota del secesionismo. No cabe duda de que hoy estamos mejor que en 2017. Pero esa es una mala manera de tasar nuestras acciones. Yo no comparo mi iPhone con el teléfono de baquelita, sino con un Samsung, Xiaomi, OPPO o un Huawei. El correcto campo de contraste al valorar nuestra situación son las alternativas que desatendemos cuando tomamos una determinada decisión, el coste de oportunidad que dicen los economistas. Sin fantaseos: no comparamos nuestra pareja con Natalie Portman sino con una alternativa accesible, la que -con otras decisiones- pudo haber sido. Y, también, sin resignaciones, sin hacer de la necesidad virtud, sin recrear nuestra biografía, presentando como conquista lo que es simple cobardía.

Desde esa perspectiva no resulta tan evidente la victoria del constitucionalismo. La comparación no puede ser con los peores años. Las horas malas formaban parte de un arqueo provisional, no eran la cuenta final: sabíamos que allí no terminaba la historia, que eran solo una parte. La travesía del desierto. El balance hay que hacerlo a partir de las trayectorias abiertas y abandonadas. Por ejemplo, en los caminos no recorridos desde aquel octubre del discurso del Rey y del 155. Y compararlas con nuestra situación presente. Mi particular contabilidad coincide con el diagnóstico que da título al ensayo de Rogelio AlonsoLa derrota del vencedor. En aquel magnífico libro encontrarán la valoración detallada que justifica la deprimente conclusión en el caso de ETA.

A mí me sigue sirviendo la comparación con el final de la dictadura. Sí, los franquistas se fueron a su casa y amnistiados: un reclamo del PCE desde 1956, por cierto. Pero no les salió gratis desde el punto de vista que importa en la disputa política. Desde entonces, franquista es un insulto y los cómplices de aquello -salvo los que se integraron en la Convergencia de Pujol- se retiraron del escenario confiando en que nadie les recordara su pasado. Eran apestados cuya compañía se evitaba. Comparen con lo sucedido con los herederos de ETA o los golpistas de octubre, a los que, según parece, el Estado debe disculpas. Y no vale invocar sus resultados electorales, sus numerosos votantes. Por dos razones. La primera, el número no mejora la calidad de las ideas. Segunda, y sobre todo, los electorales resultados son posibles porque el constitucionalismo no aseguró su victoria ni, por lo tanto, la sanción moral. Esa es la trayectoria que se cerró en aquel octubre, lo que pudo haber sido. No confundamos el orden argumental: no es que los resultados obliguen a convertirlos en interlocutores de la democracia; sino que tienen esos resultados porque los hemos convertido en interlocutores. Ese es el genuino mérito del «final político» de Zapatero. Cuando el Estado presenta a los delincuentes como víctimas, erradas en sus métodos pero justificadas en sus causas, qué mejor homenaje que el voto.

Ampliado el foco y realizadas las comparaciones pertinentes, resulta difícil coincidir con el diagnóstico de la derrota del secesionismo. Se pudo vencer y hoy se pide disculpas a los delincuentes. Y no podemos ganar todos. No nos equivoquemos: con el secesionismo cualquier relación política importante es un juego de suma cero. Si su objetivo es destruir la comunidad política, cada paso en esa dirección es un retroceso del constitucionalismo. Y al revés, cada acción que fortalezca nuestra unidad de convivencia, supone una derrota del secesionismo. Y resulta difícil pensar que hoy el constitucionalismo se esté fortaleciendo. Hay muchas maneras de perder.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Secesionismo y democracia (Página Indómita).

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